El significado histórico del congreso evangélico

Samuel Silva Gotay

Comienzo por agradecer la invitación para esta conferencia a los hermanos y viejos amigos de Cuba. ¡Cuán bueno y cuán grato es volvernos a ver! Me tomo la libertad, por ser esta la primera conferencia del encuentro, de agradecer, a nombre de las generaciones de protestantes evangélicos latinoamericanos de hoy, la visión de entonces y el esfuerzo de los hermanos de esta isla para acoger hace ochenta años, el 21 de junio, a los evangélicos de entonces empeñados en construir una nueva iglesia. Ese agradecimiento se extiende a los hermanos y hermanas que acogieron a los abuelos de esta generación en sus casas, a las señoras que cocinaron y a las que pusieron las flores en las mesas.
Entre la Conferencia Misionera Mundial de Edimburgo de 1910 (en la que no se consideró la posibilidad de la existencia legítima de misiones en la América Latina católica) y el Congreso sobre Trabajo Cristiano en América Latina, celebrado en Panamá en 1916, de un lado, y el Congreso Evangélico Hispanoamericano del Norte de América Latina, celebrado en La Habana en 1929, hay un mundo de diferencia. La Habana 1929 significó históricamente la irrupción de los latinoamericanos en el mundo misionero evangélico como actores que se apropiaron del espacio teológico, político y cultural que les correspondía.
Esa ruptura novedosa no se daba, claro está, sin las semillas que se fueron sembrando en las etapas anteriores de desarrollo. El Congreso de la Habana se circunscribió a la parte norte de la América Latina, esto es, México, Colombia, Venezuela, Centro América y las dos islas antillanas de habla española: Cuba y Puerto Rico.
Veamos el Congreso de la Habana en el contexto de los congresos de cooperación y estrategia misionera para la América Latina para comprender su significado histórico.
En la línea temática de la latinoamericanización de estas conferencias, que habré de privilegiar en esta ponencia, hay que señalar que el Congreso de Panamá de 1916 sólo incluyó veintiún latinoamericanos (nativos) en la delegación de trescientos siete miembros (compuesta por ciento cuarentinueve misioneros que trabajaban en la América Latina, además de los ciento cincuentinueve delegados de juntas, teólogos y especialistas de los Estados Unidos, Canadá, Inglaterra, España e Italia. Sorprende la invitación a ciento setenticuatro “visitantes acreditados” de la zona del Canal y a los dieciséis “anfitriones”.1 Hay que añadir para tener el panorama completo que el Comité Preparatorio de las varias comisiones contó con doscientos diecinueve norteamericanos para realizar los estudios, toda una radiografía de la América Latina, y preparar los informes que se iban a discutir en el Congreso, pero sólo invitó a veinticinco latinoamericanos a participar. El Comité local para los preparativos de la logística del Congreso estuvo presidido por el señor H. A. Smith, auditor del Canal. Recordemos que, además de haber comenzado la Gran Guerra, el año anterior se había inaugurado el Canal de Panamá como la obra de ingeniería más avanzada de la tecnología hidrológica de la historia de la humanidad hasta ese momento (obra en la cual, añado, murieron miles de trabajadores latinoamericanos en accidentes del trabajo y víctimas de la fiebre amarilla).
Es importante señalar que, en gran medida, el Congreso de Panamá se debió a la lucha de Robert Speer, de la Junta de Misiones Presbiteriana, quien luego de la negativa de Edimburgo, gestionó entre las juntas que trabajaban en la América Latina la celebración de una conferencia sobre la América Latina. Esta se celebró en Nueva York en marzo de 1913, y de allí salió el relatorio de doscientas páginas, Conference on Missions in Latin America, que hacía énfasis en la cooperación de las juntas misioneras en la región. Ahí se confirmó la ampliación del Comité de Cooperación de America Latina, que todos conocimos en algún momento por su historia en la región. A partir de esa Conferencia de 1913 se hizo inevitable la celebración del Congreso de Panamá y luego del Congreso de la Conferencia Misionera Internacional de Jerusalén en 1929, en el cual se declaró a la América Latina como territorio misionero legítimo.
El Congreso de Panamá es precursor del de La Habana en el sentido de que fue muy respetuoso de la cultura latinoamericana y del trabajo pastoral de los latinoamericanos; dejó atrás el tosco anticatolicismo fruto de la propaganda a favor de la intervención de los Estados Unidos en la Guerra Hispano-Cubana en 1898; convocó con fuerza la conciencia de juntas y misioneros para apoyar los esfuerzos de los nacionales con el fin de adelantar el nivel educativo e intelectual de las iglesias y de los pastores mediante el trabajo de instituciones ecuménicas, seminarios teológicos, escuelas, colegios, universidades, y el trabajo de instituciones de servicio como los hospitales; y, además, advirtió y promovió que de ahí en adelante el trabajo de las iglesias debería comenzar a pasar a manos de los nacionales.
Hay que señalar también que el profesor Eduardo Monteverde, de la Universidad de Uruguay, fue electo para presidir el Congreso, en el que Robert Speer dirigía las sesiones, el doctor Samuel Guy Inman fungía de secretario ejecutivo y el doctor John Mott presidía las sesiones de negocios. Pero a diferencia de los próximos congresos latinoamericanos, Panamá identificó el problema de la educación como la causa fundamental de las injusticias y desigualdades en la América Latina. Quedaría entonces para Uruguay y La Habana abordar las causas socioeconómicas y políticas.2
Quedaba, pues, relegada al pasado, la ideología misionera del secretario general de la Sociedad de Misiones de la Iglesia Congregacional del Oeste de los Estados Unidos, el doctor Josiah Strong, expuesta en un best seller de su tiempo, Our Country, Its Possible Future and Its Present Crisis, usado por las revistas denominacionales para promover la guerra de invasión a Cuba, Puerto Rico y Filipinas, en el que Strong escribía, entre otras cosas:

El mundo tiene que ser cristianizado y civilizado. Hay cerca de mil millones de habitantes del mundo que no gozan de la civilización cristiana. Hay que sacar a doscientos millones de estos del salvajismo…y con estos vastos continentes añadidos a nuestros mercados, con nuestras ventajas naturales logradas por completo, ¿qué puede impedirles a los Estados Unidos convertirse en el taller del mundo?… esta poderosa raza se moverá sobre México, sobre Centro y Suramérica, sobre las islas del mar, aun hasta Africa y más allá. ¿Y puede alguien dudar que el resultado de la competencia de las razas será la sobrevivencia de los más aptos?3

Volviendo a la latinoamericanización del trabajo evangélico, debo señalar que aun la conferencia del sur de la América Latina, celebrada en Montevideo en 1925 con el nombre de II Congress on Christian Work in Latin America, no tuvo el carácter latinoamericanísimo de la de La Habana. Esa conferencia de Montevideo, a pesar de que a diferencia de la de Panamá tuvo numerosos delegados latinoamericanos, fue todavía preparado por los misioneros norteamericanos allá en los Estados Unidos, los presidentes de las comisiones fueron misioneros norteamericanos y tuvo que llevarse a cabo en dos idiomas. (A este Congreso, también, como al de Panamá, se invitó a la Iglesia Católica, a lo cual el obispo de Montevideo respondió con la amenaza de excomunión a los católicos que asistieran, acusó a los protestantes de agentes de los yanquis y publicó al final del Congreso doscientos mil folletos con sus actas para probar que esta había sido una reunión secreta de los protestantes para planificar la conquista religiosa y política de la América Latina.)
El Congreso de La Habana, por el contrario, fue ideado en Cuba por el pastor cubano nacido en Puerto Rico, reverendo Luis Alonso, y organizado por el pastor cubano José Marcial Dorado, editor del Heraldo Cristiano. Se llevó a cabo totalmente en español y contó con una mayoría de delegados provenientes de la América Latina (ochentiséis del total de ciento sesenta y nueve). Además, las ponencias al Congreso fueron presentadas por latinoamericanos de gran envergadura que guiaron las comisiones, como el doctor Marcial Dorado (Cuba); el reverendo Archilla Cabrera (secretario ejecutivo de la Iglesia Presbiteriana en Puerto Rico); el doctor Erasmo Braga, del Brasil, quien había presidido el Congreso de Montevideo y presidía ahora el Comité Suramericano de Educación Cristiana y Evangelismo; el doctor Juan Ortz González, director en la época de la revista protestante La Nueva Democracia; don Abelardo Díaz Morales, director de la legendaria revista Puerto Rico Evangélico; el profesor Gonzalo Báez Camargo, notabilísimo escritor evangélico mexicano; el doctor Alberto Rembao, editor de La Nueva Senda y director del Departamento de Lenguas Extranjeras de la Junta de Misiones de los Estados Unidos, y otros más. Cuatro grandes temas guiaron el trabajo del Congreso: solidaridad evangélica, educación, acción social y literatura.
Quiero enfocar mi intervención en dos asuntos principales que, a mi entender, determinaron el significado histórico del Congreso: la autonomía de las iglesias nacionales en el contexto político y cultural y el compromiso social evangélico en el contexto económico de la época. El carácter de este congreso fue de “estudio, consulta e información”, aunque se tomaron decisiones que habrían de afectar la historia de la iglesia hasta hoy. El americanista defensor de los intereses latinoamericanos en los Estados Unidos y misionero en México, Samuel Guy Inman, definió el objetivo principal del Congreso de la siguiente manera:

El principal objetivo…es que las iglesias de América Latina descubran su vida propia en su propio ambiente… Hasta aquí, la iglesia latinoamericana ha sido en gran parte una copia de la iglesia anglosajona…pero en la Habana, latinidad será la clave de todos los enfoques.4

La generación de dirigentes evangélicos que asistió al Congreso de La Habana había atravesado procesos histórico-políticos de crisis y desencanto que los armaban de aprehensiones y de posiciones firmes de autoafirmación política y autonomía teológica. Este nuevo escenario planteaba ya una nueva situación en el protestantismo latinoamericano, que constituía expresión objetiva del desarrollo de la conciencia política e ideológica de una nueva generación de protestantes en la América Latina. La participación de los protestantes en las luchas liberales, especialmente en la Revolución mexicana, en los procesos de reacción crítica al expansionismo militar y económico de los Estados Unidos en la América Latina y el Caribe, y en las luchas de obreros, campesinos, indígenas y estudiantes en favor de regímenes democráticos, habría de generar un sector de misioneros y nacionales con una comprensión crítica del cristianismo protestante, que afirmaba los intereses y la cultura de la región. Desde los años veinte ya existía un sector de misioneros y protestantes latinoamericanos que, por medio de la revista teológica La Nueva Democracia, defendió la Revolución mexicana, denunció el imperialismo del capital norteamericano, criticó el panamericanismo de los Estados Unidos como un instrumento del imperialismo, afirmó la cultura latinoamericana y dio espacio a los escritores latinoamericanos para esas luchas en la revista, publicada por el Comité de Cooperación para América Latina bajo la dirección del americanista Samuel Guy Inman inicialmente y luego de Ortz y Rembao. Paradójicamente, ninguna revista católica en el continente aglutinó entre sus colaboradores en el siglo XX un número tan grande de intelectuales latinoamericano como La Nueva Democracia, a pesar de las críticas al protestantismo como religión extranjera.
Sobre los colaboradores, es importante señalar que en esta revista latinoamericana protestante de teología, publicada para toda la América Latina y el Caribe, escribían, además de los protestantes, los más prominentes intelectuales católicos, anticlericales y no creyentes que hicieran causa con lo que la poetisa chilena Gabriela Mistral describía como los objetivos de la revista: “desterrar la ignorancia y la miseria, el despotismo y la corrupción cívica, el imperialismo y la opresión internacional”.5 Entre esos colaboradores estuvieron Alfredo Palacios, Manuel Ugarte, Francisco Romero, Alfonso Reyes, Fernando Ortiz, Mauricio Magdaleno, Pedro de Albas, Mariano Picón Salas, Juan Marinello, Germán Arciniegas, Guillerno Korn, Jorge Mañach, Max Henríquez Ureña, Alfredo González Prada, Gilberto Freyre y Arturo Uslar Pietri entre otros.6
Desde sus primeros años como profesor de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Columbia y presidente del Comité de Misiones de las denominaciones protestantes en la América Latina y el Caribe, Inman, primer director de la revista, fue crítico del intento norteamericano de atar a los países latinoamericanos en la Unión Panamericana. En 1927 escribía: “Desde que se fundó esa institución… la combatimos señalando su inconveniencia y su ninguna utilidad y el peligro que entrañaba para los pueblos latinoamericanos”.7
Evidentemente, el liberalismo de estos misioneros y protestantes latinoamericanos ya no era el de de principios de siglo. Habían incorporado un componente crítico. Lo expresaba Inman cuando escribía en América Revolucionaria que un “verdadero liberal” cree que el Estado debe “servir a la sociedad”; se opone al totalitarismo de Estado y al “laissez faire de la libre empresa que beneficia sólo a unos pocos”; “simpatiza con todo lo que tienda a emancipar el espíritu humano”; cree en “la igualdad del hombre y la mujer” en la vida económica y política, y en la igualdad en el “standard de moralidad de privilegios y deberes humanos”; el liberal rehúsa ser ahogado por una civilización industrial materialista, que desea subordinar todo interés humano a las ganancias y el confort momentáneo; reconoce la libertad religiosa, etc. Añadía después todas las libertades y reivindicaciones del liberalismo tradicional.8 A este nuevo hombre liberal se le ha añadido una “dimensión política” que faltaba en muchos círculos evangélicos de las primeras dos décadas del siglo XX.
En resumidas cuentas, podemos afirmar que para la celebración del Congreso Evangélico Hispanoamericano del Norte de América Latina en 1929 ya se contaba con un importante fermento crítico que habría de leudar en esa importante reunión de misioneros y nacionales protestantes que constituía la primera generación madura del protestantismo de la región. Este componente crítico le añadió al liberalismo ingenuo de finales del siglo XIX y principios del XX la problemática de la justicia social ante el capitalismo como modo de producción y la sospecha ante el carácter imperialista del Estado capitalista. Aun cuando los fundamentos para esa crítica en el periodo surgen del interior del liberalismo mismo, habría de ser muy significativo, porque haría posible entre los protestantes latinoamericanos y caribeños la recuperación y la defensa de su cultura y su militancia en los partidos políticos de afirmación nacional.
Presidió el Congreso Evangélico Hispanoamericano el doctor Gonzalo Báez Camargo, joven profesor metodista, periodista y revolucionario mexicano. En el tema “La nacionalización y el sostenimiento propio de la obra evangélica en América Latina”, Báez Camargo planteó el problema del carácter extranjero de la presentación del cristianismo protestante cuando expresó: “No hemos podido vincularnos a nuestros pueblos y le somos extraños a nuestra raza”.9 De ahí arrancó el metodista mexicano para desafiar al protestantismo a hacer uso de su carácter crítico ante las instituciones y la teología para examinar su ropaje extranjero en la comunidad latinoamericana y para rescatar el carácter ecuménico de las expresiones auténticamente cristianas de la catolicidad hispánica.

¿Qué significan para los protestantes latinoamericanos las experiencias de aquellos que, aun siendo católicos, vieron el rostro de Dios? Desligados de esa cadena de cristianos… ajenos e indiferentes a las experiencias místicas de los grandes iluminados cristianos; ignorantes de los valores espirituales de vidas como las de San Agustín, Francisco de Asís, Teresa de Jesús, Sor Juana Inés de la Cruz y otros que forman legión, nada tiene de extraño que los católicos nos lancen al rostro el reproche de que somos hijos espúreos del cristianismo y que nuestro abolengo data apenas de la iracundia de un monje separatista o de la desvergüenza polígama de un Enrique VIII.10

El doctor Luis Alonso, pastor metodista cubano, reconoció el peligro de la identificación entre protestantismo e imperialismo al decir en su presentación: “El sello de determinada influencia norteamericana en nuestra obra, en relación con la cuestión política, constituye un estorbo.”11
El doctor Samuel Guy Inman, editor del Congreso, analizó la cuestión en el relatorio de la siguiente manera:

La influencia norteamericana en nuestro trabajo constituye una perturbación… El poder comercial de Estados Unidos en su expansión en América Latina ha creado una condición de maldad y en muchos casos hostilidad, porque detrás de los intereses financieros están el gobierno y las fuerzas de la nación americana, que en realidad ponen en peligro la libertad y la soberanía de los países pequeños… El Protestantismo debe, por lo tanto, distanciarse de esa sospecha convirtiéndose en un movimiento nacional y expresarle al pueblo enfáticamente que la Iglesia Evangélica no está en ninguna manera en simpatía con la conducta inmoral de las empresas financieras ni con las acciones del gobierno norteamericano. Hasta que esto no se haga, no recibiremos la simpatía del pueblo latinoamericano, que considera nuestra iglesia como extranjera.12

El doctor Browning resumió en una oración esta problemática en lo que ella tenía que ver con la relación entre misioneros y pastores nacionales: “Advierto a los misioneros que ya no podrán exigir la obediencia ciega a los colaboradores nacionales como si fueran mercenarios.”13
Estas advertencias no tenían otro propósito que no fuera “poner las cosas en su sitio” para que, de ahí en adelante, las relaciones entre los nacionales y los misioneros fueran de respeto mutuo, en el contexto del aprecio a la diversidad cultural y con la debida consideración a los intereses de la soberanía nacional. Báez Camargo, en su libro sobre el Congreso, resaltó el compañerismo y la fraternidad que reinó en el mismo a pesar de las “suspicacias mutuas de misioneros y pastores nacionales”, al reafirmar que la autonomía de las iglesias nacionales no se daría “sin dolores de parto”.14
Pero el asunto principal que habían desatado estos congresos era la cuestión de la construcción de “estrategias de cooperación”. Por eso es que el Congreso de La Habana insistiría, al igual que los otros, en el “trabajo unido” y en la transformación del trabajo religioso denominacional en trabajo eclesial dirigido por concilios de iglesias nacionales u organismos unitarios. Las conferencias de seguimiento a Panamá en los diversos países habían sugerido organizar las denominaciones bajo el nombre de Iglesia Evangélica Nacional de tal o cual país, justo el mismo año del Congreso. Pero el Congreso de La Habana iría más lejos que las conferencias regionales al proponer el establecimiento de una Federación de Iglesias de la América Latina. Sin embargo, “joya de la corona”, según el doctor Inman, sería la recomendación de este Congreso para que se creara una Federación de Mundial de Iglesias Evangélicas. Habría que esperar a 1948 para ver la inauguración del Consejo Mundial de Iglesias.
Respecto a los asuntos socioeconómicos y políticos de la América Latina en sí y la comprensión teológica y la responsabilidad pastoral y social, el Congreso de La Habana dio un salto y sembró semillas para ulteriores desarrollos en la historia de la acción social de la iglesia hasta el período de la Teología de la Liberación.
Dice el “Informe sobre problemas industriales y rurales” del Congreso:

Nótese la tendencia hacia la internacionalización de la agricultura, a considerar los países como simples fuentes de materia prima de exportación… De ese modo nuestros países caen dentro del poder del imperialismo económico. No debe hablarse de imperialismo Yanqui. El imperialismo es siempre económico y los centros económicos imperialistas pueden hallarse en cualquiera parte del mundo. Actualmente se encuentran en Nueva York por accidente.15

Este congreso se dio, precisamente, en el año de la Depresión: 1929. El año en que la sobreproducción en los países industrializados repercutió sobre los mercados latinoamericanos productores de materias primas paralizando la exportación, generando un gran desempleo y grandes perturbaciones sociales que llevarían eventualmente a las respuestas del nacionalismo populista latinoamericano. Se iniciaba la década de la reacción antimperialista en toda la América Latina.
Esa misma Comisión hizo las siguientes recomendaciones:

Que no se pierdan de vista las condiciones lamentables del obrero y del campesino, condiciones que redundan, en último análisis, en perjuicio de la comunidad entera. Que se respalden y sostengan todos aquellos movimientos que tiendan al establecimiento general de salarios que permitan que el trabajador, tanto rural como industrial, no sólo exista, pero también viva. Esto es, salarios que sean suficientes para vivir higiénica, cómoda y confortablemente. Se afirma que las industrias deben pagar los salarios más altos que sean económicamente posibles. Que sostengan y respalden todos los movimientos tendientes a la final emancipación de la mujer… Se considera de necesidad imperiosa mejorar las condiciones de trabajo femenil en las fábricas y talleres, estatuir leyes protectoras de la mujer e implantar pensiones oficiales para viudas y abandonadas… Que siguiendo el ejemplo de las iglesias en varias partes del mundo, las fuerzas evangélicas representadas en este Congreso aprueben, respalden y sostengan el “Pacto de París” para descartar la guerra como instrumento de política internacional.16

Estas preocupaciones y compromisos fueron avalados bíblica y teológicamente por varias presentaciones, pero en forma muy especial por el teólogo y veterano de la Revolución mexicana doctor Albert Rembao, quien recién se doctoraba de la escuela de Teología de la Universidad de Yale.
Podemos concluir que el Congreso de La Habana constituyó, a partir de 1929, el grito de nacimiento de la nueva generación del protestantismo evangélico de la America Latina, que habría de facilitar el desarrollo de lo que es la iglesia hoy en su dimensión ecuménica y liberadora, a partir de su comprensión de la obediencia al Señor Jesucristo Si bien no todos los asistentes eran de la misma hechura, la dirigencia del Congreso supo educar, advertir y dirigir con inteligencia y gracia fraternal para que todos pudieran crecer hasta cuajar posiciones audaces que habrían de constituir señales en el camino para los años por venir, y, sobre todo, constituir apoyos firmes para aquellos que durante las décadas del treinta, el cuarenta y el cincuenta hicieron posible las acciones ecuménicas y liberadoras de la generación del sesenta, que participaría en el establecimiento de vigorosos organismos ecuménicos y en la práctica y el pensar de lo que hoy conocemos como Teología de la Liberación. Durante esos períodos se desarrollaron los movimientos estudiantiles cristianos a partir de los esfuerzos del pastor suizo Emanuel Galland, en el Río de la Plata, desde los años veinte hasta 1955, cuando inundaron la Asamblea General de la Federación Mundial de Movimientos Estudiantiles Cristianos (FUMEC) en Tutzing, en la que lograron tener un miembro en el Comité Ejecutivo por cuatro años, y en la que el pastor valdendense uruguayo, Valdo Galland (hijo del viejo Galland), fue nombrado secretario ejecutivo de la Federación Mundial, y el profesor argentino Mauricio López fue electo secretario para la América Latina. En 1941 se constituyó en el Perú lo que el historiador alemán Hans Jurgen Prien llamó la tropa de choque de la ecumene protestante: la Unión de Juventudes Evangélicas de America Latina (ULAJE). La primera, segunda y tercera Conferencia Evangélica Latinoamericana (CELA I, CELA II y CELA III) se celebraron en 1949, 1961 y 1969. Y en la década de los sesenta sesionaron las dos consultas de Huampaní, de las cuales surgieron la Comisión Latinoamericana de Educación Cristiana (CELADEC) e Iglesia y Sociedad de América Latina (ISAL), y se organizó en Río de Janeiro la Comisión Provisional Pro Unidad Evangélica en America Latina (UNELAM), que finalmente, luego de muchos dolores de parto durante el período de la Guerra Fría, dio a luz al Consejo Latinoamericano de Iglesias (CLAI). Esta semana se cumplen ochenta años de que el Congreso de La Habana pidió precisamente eso, con el nombre de Federación de Iglesias Evangélicas de América Latina.
De esta manera quedó plasmado el Congreso de La Habana en la historia del desarrollo del pensamiento y la acción de las iglesias evangélicas de América Latina y en la historia de la Iglesia Universal.
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Notas:

1 Panama Conference 1916, vol. I, Comité de Cooperación de América Latina, Missionary Education Movement, 1917, Nueva York, p. 27).
2 Ver los tres volúmenes de Panama Congress 1916, especialmente el primero.
3 Our Country, Its Possible future and Its Present Crisis, Baker and Taylor, Nueva York, 1981. Cito de la edición de Harvard University Press, Cambridge, 1963, pp. 213-214. Siguiendo la dirección de la ideología misionera de Josiah Strong, las revistas de las iglesias se sumarían a la campaña en favor de la intervención en la Guerra Hispano-Cubana en los siguientes términos: La revista metodista, Northern Christian Advocate (LVIII, 13 de abril de 1898, p. 232) escribía: “Ahora debemos ir a la guerra, nuestra causa será justa y el metodista estará listo para desempeñar su deber. Cada ministro metodista será un reclutador.” (Tomado de Samuel Silva Gotay: Protestantismo y política en Puerto Rico: 1898-1930, Editorial Universidad de Puerto Rico, San Juan, 1998, p. 76). La revista The Christian Standard (XLV, 23 de abril de 1898, p. 77), de la Iglesia Discípulos de Cristo, decía: “Los Estados Unidos irán a Cuba con una hogaza de pan en la punta de la bayoneta, con sus barcos de guerra repletos de harina y vacunas. Sus banderas van precedidas por la de la Cruz Roja, y serán seguidas por escuelas y Biblia”. En el editorial de Baptist Union (VII, 27 de agosto de 1898, pp. 338 y 631; Ibid, p. 78.), los bautistas sacralizaban la conquista y la ruptura con el principio de no intervención de la siguiente manera: “En la administración de las cosas divinas, la elección y separación de los pueblos para privilegios peculiares ha sido siempre con el propósito de la difusión de las bendiciones de Dios… La acumulación de fuerzas durante todos estos años ha sido precisamente para liberar y ayudar a otros”. Luego añadían: “Sobre todo es nuestra responsabilidad proveer a estos de un gobierno estable y salvación para salvarlos de la anarquía y del barbarismo. Debemos dar a estas islas que hemos liberado, el Evangelio, cuyos principios es el único fundamento y garantía de la libertad. A la conquista de las armas debe seguir la conquista para Cristo”. El presidente de Butler College, colegio universitario de los Discípulos de Cristo, afirmaba que “los cañones en Manila habían sido las trompetas de Dios llamando a su pueblo del aislamiento para irrumpir en la arena de la vida del mundo amplio” (Christian Evangelist, XXXV,1898, p. 80).
4 Gonzalo Báez Camargo: Hacia una renovación religiosa en Hispanoamérica, Casa Unida de Publicaciones, México, 1930.
5 “Catolicismo y protestantismo”, La Nueva Democracia, noviembre de 1925.
6 El intelectual mexicano Andrés Iduarte describía de la siguiente manera la casa de don Alberto Rembao mientras dirigía la revista del Comité de Cooperación de América latina: “Su casa en New York era concurrida por el núcleo mexicano más auténtico. Allí convivíamos en cenas tan sabrosas como sencillas, mexicanos, hispanoamericanos y españoles de todos los matices, desde el liberalismo hasta la extrema izquierda. Alfonso Reyes, Pedro de Alba, Rufino Tamayo, Rafael Heliodoro Valle, Ermilio Abreu Gómez, Jorge Mañach, Raúl Roa, Fernando Ortiz, Federico de Onís, Tomas Navarro, Fernando de los Ríos, Luis Alberto Sánchez, Germán Arciniegas, Mariano Picón Salas, Arturo Uslar Pietri.” (Familia y Patria, Secretaría de Comunicaciones y Transportes, México, 1975, p. 197). Sobre este asunto todos estamos en deuda con la tesis doctoral del mexicano Carlos Mondragón, quien luego publicó el artículo “Protestantismo y panamericanismo en D.L.”, en el libro del peruano Tomás Torres Gutiérrez: Protestantismo y política en América Latina y el Caribe, CEHILA, Lima, 1996.
7 “¿Por qué América necesita una organización para la paz?”, La Nueva Democracia, septiembre de 1927, p. 31.
8 América Revolucionaria, Editorial Morrata, Madrid, 1933.
9 Gonzalo Baéz Camargo: op. cit.
10 Ibid.
11 Luis Alonso: “Mensaje, medio ambiente y solidaridad”, op. cit., pp. 42-43.
12 Samuel Guy Inman: Evangelicals in Havana, pp. 68, 69.
13 Hans Jurgen Prien: Historia del cristianismo en América Latina, Ed. Sígueme, Salamanca, 1985, p. 883.
14 Gonzalo Báez Camargo: op. cit., pp. 123-124.
15 Ibid., p. 54.
16 Ibid., pp. 182-184.

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