Esteban, el hombre de las cartas

Abel Moya

No estoy aquí para pensar. No debo pensar.
Ante todo sentir y ver. Y cuando de ver se pasa a mirar,
se encienden raras luces y todo cobra una voz

Alejo Carpentier

upe de Esteban Hernández por las cartas que mi madre conserva en el interior de un cofre. Aquella especie de arca de la alianza, llevada y traída por todos los rincones de la casa, despabiló en mi desde temprano un espíritu detectivesco. Recuerdo que jugaba a imaginar su interior, los restos de algún tesoro, acaso cierto mapa; lo que fuera valdría una fortuna, a juzgar por la mirada de mi madre cuando me atrevía a hablar del asunto con el dedo apuntando hacia el cofre. En pocas horas el arca desaparecía, lo que solía ocurrir cuando mi madre se percataba de que había descubierto su último escondite. Nuevamente a seguir las pistas, observar los movimientos habituales en las fechas señaladas, tal vez advertir algún descuido para exclamar “¡eureka!”.
Un día se revelaron todos los secretos. Hacía mucho tiempo que había desistido de resolver el misterio del arca. Sin embargo, allí estábamos los tres: mi madre, el cofre y yo. Más de ciento setenta cartas de amor y compromiso revolucionario hacían el tesoro, y aunque me inquietaba el contenido, me limité a preguntar por el hombre de las cartas.
Esteban Hernández Alfonso nació en Caibarién, provincia de Villa Clara, el 13 de junio de 1933. Era hijo del reverendo Eladio Hernández, uno de los más meritorios pastores de la Iglesia Presbiteriana en Cuba y de Jenny Alfonso, no menos reconocida por su consagración al Evangelio en nuestro país.
La represión llevada a cabo por la dictadura de Fulgencio Batista impidió que Esteban y mi madre contrajeran matrimonio. Cuando fue asesinado el 11 de abril de 1958, ambos proyectaban el casamiento.
Esteban escribió las cartas a mi madre entre octubre de 1955 y febrero de 1958, en medio de los años más difíciles de la lucha revolucionaria. La realidad de estar siempre en peligro no impidió una relación de amor marcada por los sueños y las ansias de vivir en una patria liberada. El expresa en su penúltima correspondencia del 26 de febrero de 1958: “…lo más probable es que rompa el record de más días consecutivos haciendo cartas. Me siento así más dichoso y más importante al saber que sirvo para hacerte todo lo feliz que tú te mereces”.
En esa fecha, la persecución, la tortura y los crímenes de la tiranía ya angustiaban a miles de familias cubanas. El Movimiento 26 de Julio preparaba la estocada final contra el régimen batistiano. En la memoria de mi madre asomaba una y otra vez la imagen de Raúl Gómez García, su primo y poeta del Moncada. Su asesinato había enlutado a la familia tres años antes, y mi madre temía lo peor en relación con su novio, aunque Esteban se esforzaba por consolarla escribiéndole: “…todo marcha bien y no he tenido ningún problema serio hasta ahora. A mi me parece que será todo esto cuestión de meses nada más. Por si acaso yo me mantengo bien cuidado. No te preocupes por ello.”
La iglesia también sufría la opresión política que afligía al pueblo. Fueron muchas y muchos los jóvenes cristianos que abandonaron la tranquilidad del hogar y se entregaron a la lucha contra la dictadura siguiendo el Evangelio. ¿Cómo leer a Jesús en Jn 15,13 –“Nadie tiene mayor amor que este, que uno entregue su vida por sus amigos”– y quedar al margen del sacrificio popular por liberar a la nación? En la Biblia que perteneció a Esteban vemos señalado este versículo junto a otros que conforman una verdadera guía de lucha contra cualquier situación de injusticia. En abril de 1958 la Iglesia Presbiteriana lloró la muerte de Esteban y de Marcelo Salado, uno de los dirigentes principales del Movimiento 26 de Julio caído durante la huelga del 9 de abril en las calles de la capital.
Otros jóvenes presbiterianos como Renato Guitart, combatiente del Moncada y Guillermo Geilín, combatiente de la Sierra Maestra, conforman la lista de los mártires. Luego de tantos años, al leer su correspondencia a mi madre, Esteban me regala una breve semblanza de aquellos que, siguiendo a Jesús, no dudaron en ofrecer la vida por la liberación nacional.
El hombre de las cartas no esconde su pasión por Cuba, pero la vive con el entusiasmo de un joven de veinticuatro años. Con profunda fe en el Señor, espera ansioso el momento de vivir junto a su amada, trabajar y ganar lo suficiente para construir juntos un hogar feliz: tener muchos hijos, sentarse en familia a recordar los duros años de lucha y bendecir la paz alcanzada con el sacrificio y la ardiente voluntad de cambiar las cosas.
El hombre de las cartas cuenta lo difícil de vivir alejado de su novia. La satisfacción que siente al invertir sus escasos ahorros en el anillo de bodas que sellará el compromiso con su prometida. El es maestro y comparte con sus alumnas y alumnos el sentimiento revolucionario. Es cristiano, ama a su iglesia, asiste a las celebraciones comunitarias y recuerda con cariño el tiempo en que participaba en la Fraternidad de Jóvenes de la Iglesia Presbiteriana de Cárdenas. Escudriña las Escrituras en busca de inspiración para las batallas cotidianas. Espera poder educar a sus hijos en la Palabra de Dios y en la doctrina martiana. No esconde su gusto por los dichos populares, ni su afición por la oratoria. No teme a la crítica más aguda y aborrece la falsa conmiseración. No pierde oportunidad para decir lo que piensa.
En febrero de 1955, en uno de los boletines que editaban los jóvenes del colegio presbiteriano La Progresiva de la ciudad de Cárdenas, llamado El graduando, Esteban escribe:

La realidad de los acontecimientos hay que afrontarlos con la serenidad que demandan las circunstancias. Sin necesidad de profundizar en los acontecimientos nacionales, nos damos cuenta a cabalidad de la indecisión de nuestra juventud al no hallar completa confianza en nadie que pueda regir con dignidad los destinos de la patria. Todo ello se debe a las decepciones sufridas por el pueblo, por la política personal y de enriquecimiento de los hombres públicos del país. Planteamos este problema como juventud que estamos ansiosos de ver a la patria sobresaliendo en todo; no escatimamos esfuerzos para dar lo mejor de nuestras vidas en servicio a los demás.

Mi madre cuenta que en La Progresiva lo apodaban “el líder”. Fue presidente de la Asociación Literaria, máxima posición del estudiantado de ese colegio, y desde allí daba gusto escucharle sobre la necesidad de conseguir una patria libre. Con tal objetivo comenzó a desempeñar un papel importante en la lucha clandestina y ocupó la responsabilidad de tesorero del Movimiento 26 de Julio.
Al comenzar el año 1959, La Progresiva le dedica la revista Juventa, anuario de la institución editado por las alumnas y los alumnos graduados. En sus páginas, al narrar los hechos del crimen, se puede leer: “Lo detuvieron en la carretera. Eran las cuatro y media, pero ya a las once de la noche había sido ultimado. El calendario señalaba el día fatídico, 11 de abril. Al día siguiente su cuerpo fue levantado de una cuneta cercana a Itabo. Toda la comarca se consternó. El hecho tuvo los ribetes de un crimen inmisericorde.”
El resto de la publicación es un homenaje a quienes desde La Progresiva hicieron revolución. Otro de sus artículos expresa:

Un maestro en activo cayó inmolado abnegadamente, decenas de exalumnos murieron, muchos más combatieron con arrojo y valentía, otros maestros tuvieron que ausentarse del país. Era el deber que había tocado a las puertas de nuestra Alma Mater. La Progresiva tiene fe en las fuerzas revolucionarias que han despertado la conciencia de la patria…

En las cartas de Esteban hay más de amor de pareja que de discurso político. Aquellos eran tiempos en los que las ideas revolucionarias circulaban de boca en boca. El correo oficial era un medio muy vigilado por el aparato de inteligencia de la dictadura. Mi madre cuenta que sus notas más comprometedoras llegaban de manos de amigos, siempre los más cercanos y dispuestos a acompañarlas con alguna palabra estimulante sobre su situación personal. Aunque, según dicen los que lo conocieron, Esteban no era un hombre demasiado preocupado por su seguridad. Con aire desafiante transportaba la cotización del movimiento clandestino y participaba en las operaciones más arriesgadas del frente urbano.
El hombre de las cartas desborda devoción hacia su amada. Dibuja para ambos las utopías más hermosas sobre el futuro. Entrega confianza en la victoria final en la que no existen distancias y logran acariciar la felicidad plena amándose hasta el fin. Al leer sus líneas es imposible imaginar el amor ajeno de la lucha revolucionaria y la pasión humana apartada del empeño por alcanzar la emancipación de la patria.
En carta del 22 de febrero de 1956 Esteban le confiesa a mi madre:

No hay nada que sea eterno aquí en la tierra pero todo lo que se funda sobre las bases de Dios, puede permanecer. Sigamos los dos orando por nosotros mismos para que sea la voluntad de Dios la que se cumpla siempre y si nos mantenemos firmes podremos seguir siendo aun más felices cada día; debemos de seguir también los dos poniendo de nuestra parte para vencer toda dificultad que se nos presente; recuerda que mi amor es todo tuyo…

Hasta el último momento Esteban desempeñó sus labores de maestro en la Escuela de Comercio del colegio La Progresiva. En la Iglesia Presbiteriana de Cárdenas ocupaba el cargo de superintendente de la escuela dominical, responsabilidad para la cual fue electo por el consistorio local a finales del año 1957. Un año antes, la dictadura había clausurado la Universidad de la Habana para sofocar las protestas estudiantiles. Esteban, resuelto a continuar estudios universitarios, se vio obligado a matricular en la Universidad José Martí, ubicada en la capital.
Su vida fue muy agitada en los últimos meses de su corta existencia. Se entregaba con denuedo al trabajo, los estudios, la lucha revolucionaria más intensificada y a su novia. Le desvelaban los sueños de contraer matrimonio tan pronto lo permitieran las circunstancias. La última carta tiene fecha del 27 de febrero de 1958. En ella escribe con letra apurada y con tinta roja:

A partir de hoy estaré algunos días sin escribirte porque tengo tantas “cosas” que hacen que esté ocupado hasta de noche por ello, pero sin ningún problema ya que todo es muy sencillo. Recuerdos a todos, cuídate y ámame siempre. Te quiero con más desesperación que nunca y con más fuerza e intensidad en mi amor.

De esta forma, sin sospecharlo, se despedía el hombre de las cartas y entraban en el cofre de mi madre las últimas líneas de su amor.
Al hablarme sobre Esteban no hay palabras entrecortadas, ni lágrimas en los ojos de mi madre. No le tiemblan las manos al enseñarme su correspondencia, dispuesta en tres gruesos paquetes atados con añejas cintas de colores. El hombre de las cartas inspira un profundo respeto, y en los recuerdos de su novia uno encuentra inspiración para mirar la vida con un nuevo significado. Hay felicidad en la memoria, a pesar de que aún afloran los terribles momentos del duelo. Esteban vivió de tal manera que resulta imposible la tristeza. Sus palabras transmiten tal esperanza que es inadmisible cualquier desconsuelo.
Desde su sepultura, en la ciudad de Cárdenas, el hombre de las cartas continúa inquieto. Su testamento cívico y cristiano resalta sobre la lápida gris: “La sangre de los buenos no se derrama en vano”, “Esta es la victoria que vence al mundo”.
Jóvenes como Esteban son para la nación y la iglesia cubanas paradigmas de liberación. No son de bronce los héroes de la patria, ni de vapor aureolado los adalides de los textos bíblicos. Son protagonistas de carne y hueso, cuyas existencias exigen redescubrir la virtud en la naturaleza humana.
Esteban es un ejemplo para los jóvenes que hoy hacemos historia, transformamos la sociedad, marcamos rutas en la gruesa madeja de nuevos derroteros, insatisfacciones y rebeldías; a veces anónimos, otras veces descubiertos con la enérgica agitación que nos caracteriza. En la vida de Esteban Hernández hallamos impulso para avivar el espíritu que nos moviliza y nos hace materializar pequeñas y grandes proezas en pos de un mundo mejor.
Ya no persigo con pericia el misterioso itinerario del cofre con las cartas de Esteban por los diversos recovecos de mi casa. Ahora sé el tesoro que guarda el arca y el legado de aquel hombre inquieto y consecuente. Me pregunto con qué palabras llenaría hoy los pliegos del presente, con qué ideas alumbraría el amanecer. Qué diría sobre el último sermón dominical o el último editorial del Granma. En qué frente batallaría para que la epopeya de los buenos, en estos difíciles años de revolución, no se haya escrito en balde.

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