El tema que propone el título de esta conferencia es de una complejidad especial, porque las relaciones que pudiesen existir entre uno y otro conceptos, aparte de que no son nada unívocas, están teñidas de cierta carga emocional, debido precisamente a las múltiples y diferentes connotaciones que pudiesen dárseles a partir de principios fideístas y/o culturales que sustentan nuestra forma de actuar y pensar.
El mismo análisis o estudio que nos proponemos hacer está envuelto en esa problemática, lo cual determina que la cuestión sea aún más compleja y escabrosa, puesto que se hace desde una perspectiva específica de fe y desde el seno de una cultura, y ambos elementos están, por tanto, envueltos en el sujeto del análisis que es mi persona, a los cuales no estoy en disposición de renunciar a menos que se me convenza de lo contrario. Dicho de otra forma, soy producto de una cultura que, como toda, depende de los medios educativos en que me he desarrollado y que me han circundado desde mi nacimiento hasta ahora.
Desde un punto de vista teórico, existe una problemática semejante que se deriva naturalmente de las incongruencias prácticas que hemos planteado desde los orígenes, y, en este caso, el problema tendría que ver con la ambigüedad conceptual con que, desgraciadamente, se usan ambos términos –lo mismo fe que cultura. Hay toda una “historia” en los usos de ambos que coadyuva a esa ambigüedad. Se impone, pues, un esfuerzo especial para tratar de desentrañar sus significados o, por lo menos, para clarificarlos conceptualmente, de modo que podamos establecer la relación entre ellos de la forma más satisfactoria para los que, como nosotros, pensamos en ciertos términos que son, en muchos sentidos, diferentes a los de los demás. Esto nos ayudaría a evitar confusiones innecesarias que nos perderían en intrincados galimatías difícilmente digeribles.
¿Qué es la fe? Clarificación del término
Repito ahora lo que expresé hace ya una decena de años tratando de clarificar el término fe, pero con nuevos elementos conceptuales agregados en los años transcurridos:
La fe es un fenómeno humano, pero a diferencia de cualquier otro, no tiene historia como tal, pues se trata de la peculiar respuesta personal a la peculiarísima acción del Espíritu de Dios sobre el espíritu humano. Por otro lado, es el resultado inmediato de un trabajo subjetivo que constituye un regalo, una dádiva, una gracia de Dios, objetivamente hablando. La fe, en fin, no es comunicable, pero exige ser de alguna manera comunicada para su generación, es decir, para que se genere en otro ser humano y se reproduzca en el creyente, por la acción del Espíritu Santo, puesto que su reproducción en nosotros y nosotras depende de lo mucho o lo poco que la generemos en otros u otras. Eso no significa que tenga contenido alguno, a pesar de ser el continente de todos los valores morales y espirituales que el ser humano pueda poseer.
La fe tampoco es un conocimiento, hablando en sentido estrictamente objetivo; sin embargo, subjetivamente es la plenitud del conocimiento, puesto que es el acto a través del cual nos reconocemos como sujetos, es decir, nos hacemos realmente humanos, dejamos de ser infrahumanos, bestias. Sin embargo, ese reconocimiento no es un conocimiento que nos constituya en individuos, sino se nos regala cuando somos conocidos como personas, es decir, cuando adquirimos conciencia, que significa una ciencia común, un conocimiento en sociedad, no en soledad. El conocimiento o autoconocimiento de la fe se nos impone subjetiva y objetivamente como confrontación directa e inmediata con el Sujeto (con mayúscula), que no admitiendo objetividad alguna siempre está presente como el Sujeto impuesto sobre nosotros y nosotras, junto a nosotros y nosotras, y en nosotros y nosotras, conociéndonos y poseyéndonos. Cuando esto sucede realmente, cuando tenemos la fe que nos hace personas y no bestias, espíritu y no materia, entonces sucede una revolución en nosotros, nacemos de nuevo, de arriba; los sujetos, los otros seres humanos, dejan de ser objetos y los objetos, las cosas, lo que no es conciencia humana, dejan de ser sujetos. Cada ente creado ocupa el lugar que le corresponde en nuestra conciencia y, por lo tanto, en nuestra forma de actuar. Podemos decir, en fin, que la fe es nada y, sin embargo, es todo para aquel que la posee, porque siendo realmente no una posesión sino una pertenencia a alguien, podemos decir que no poseemos la fe, sino que nos posee. Es realmente el representante de su objeto que no se constituye en sí realmente como objeto, sino como sujeto que alcanza a poseernos totalmente como sujetos, jamás como objetos. Por eso la fe es el único camino para ser libres. Sin fe no hay la más mínima posibilidad de ser libres. La libertad es trascendencia. El único camino que el ser humano tiene para trascender su propia “animalidad” o “bestialidad” que le hace esclavo de los instintos animales o bestiales, es la fe. De eso hablaba Jesús cuando decía: “Conoceréis la Verdad y la Verdad os libertará”. Desde esa perspectiva, tener fe es ser tenido por alguien, es decir, que no tomamos posesión de nada, sino, hablando propiamente, somos poseídos por todo el “objeto” de la fe, que por ello no es ya objeto sino “Sujeto” (con mayúscula). Para los creyentes cristianos, será no poseer a Cristo Jesús sino ser poseídos por Cristo Jesús. Ser cristiano no es poseer alguien, sino ser poseídos por alguien. Ese alguien es Cristo Jesús.
La fe y la religión
En la Introducción a la Contribución a la crítica de la Filosofía del Derecho, Marx escribió: “Para Alemania la crítica de la religión está en lo esencial completada y la crítica de la religión es la primera de todas las críticas”.
“El fundamento de la crítica irreligiosa es: el hombre hace la religión: la religión no hace al hombre. En otras palabras, la religión es la conciencia de sí mismo y el sentimiento de si mismo del hombre que aún no se ha encontrado o que ya ha vuelto a perderse. Pero el hombre no es un ser abstracto, agazapado del mundo. El hombre es el mundo de los hombres, el Estado, la sociedad. Este Estado, esta sociedad produce la religión, una conciencia invertida de mundo, porque son un mundo invertido. La religión es la teoría general de este mundo, su compendio enciclopédico, su lógica con formas populares, su point d’honneur espiritualista, su entusiasmo, su sanción moral, su solemne consumación, su razón universal de consuelo y justificación. Es la realización fantástica de la esencia humana, porque la esencia humana carece de realidad verdadera. La lucha contra la religión es, por lo tanto, en forma mediata, la lucha contra el otro mundo, del cual la religión es el aroma espiritual”.
“El sufrimiento religioso es, por una parte, la expresión del sufrimiento real, y, por la otra, la protesta contra el sufrimiento real. La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el corazón de un mundo sin corazón, así como es el espíritu de una situación carente de espíritu. Es el opio del pueblo”.
“La abolición de la religión en cuanto dicha ilusoria del pueblo es necesaria para la dicha real. La exigencia de abandonar sus ilusiones sobre su situación es la exigencia de que se abandone una situación que necesita de ilusiones. La crítica de la religión es, por lo tanto, en embrión, la crítica del valle de lágrimas que la religión rodea de un halo de santidad”.
“La crítica no arranca de las cadenas las flores imaginarias para que el hombre soporte las cadenas sin fantasías ni consuelos, sino para que se despoje de ellas y pueda recoger las flores vivas. La crítica de la religión desengaña al hombre para que piense, para que actúe y modele su realidad como un hombre desengañado y que ha entrado en razón, para que gire en torno a sí mismo y, por tanto, en torno de sol real. La religión es solamente el sol ilusorio que gira alrededor del hombre mientras este no gira alrededor de sí mismo”.
“La tarea de la historia consiste, pues, una vez que ha desaparecido el más allá de la verdad, en averiguar la verdad del más acá. Y la tarea inmediata de la filosofía, que se encuentra al servicio de la historia, consiste –una vez que se ha desenmascarado la forma de santidad de la autoenajenación humana– en desenmascarar la autoenajenación en sus formas no santas. De tal modo la crítica del cielo se convierte en la crítica de la tierra, la crítica de la religión en la crítica del derecho y la crítica de la teología en la crítica de la política”. Hasta aquí la cita de Marx.
Lo que no dice explícitamente Marx, aunque está implícito, es que una cosa es religión y otra cosa es fe. Cuando la creencia se convierte sólo en ese suspiro de la criatura oprimida, en ese corazón de un mundo sin corazón, en el espíritu de una situación carente de espíritu, en la justificación del hecho indigno de distribuir opio al pueblo para que se tranquilice y no luche por la libertad, la justicia y la dignidad humanas, entonces se apellida creencia religiosa. Pero una cosa es el crédulo y otra el creyente, una cosa la religión y otra la fe. Las demandas de las creencias religiosas se contraponen diametralmente a las de la fe, aunque se vistan con igual o parecido ropaje. Las demandas de la fe nos liberan, nos redimen de toda alienación.
Eso explica que Karl Barth, el afamado teólogo suizo-alemán, en su comentario a los Romanos, dijese: “todo el reclamo de la religión a la trascendencia”, “absoluticidad” y “direccionalidad” es nulo y vacío. Para Barth, la fe es gracia que sólo surge cuando la posibilidad religiosa, habiendo sido tomada con toda seriedad y vista en todo su poder y desarrollo, muere. El ser humano religioso se nos presenta entonces como el ser humano alienado por excelencia. En su obra maestra Dogmática de la Iglesia, Barth escribe una sección completa bajo el título “La revelación de Dios como la abolición de la religión”, y en uno de sus epígrafes dentro de esa sección desarrolla el tema “La religión como falta de fe”.
La fe como fenómeno humano –y, en el caso del cristiano, la fe, a su vez, como fenómeno cristiano– reclama, para ser tal, una funcionalidad y utilidad éticohistórica. No entiendo, por lo tanto, a los que se dicen ser cristianos y se plantean, de manera abstracta, la crítica y/o los temores sobre una supuesta utilización y manipulación histórica de la fe, puesto que la fe, aunque no sea una parte de la cultura propiamente dicha, como lo es la religión de por sí, reclama de la persona creyente lo que la religión no reclama al crédulo, a que sea consecuente como “animal culto” que es, con el cultivo de su mente, de su espíritu y de su cuerpo teniendo en cuenta la realidad económica y la problemática política que, de acuerdo con el desarrollo histórico que esté viviendo, siempre y cuando responda a los intereses de Justicia y Paz del Reinado de Dios, al cual es llamado a conquistar con su esperanza y a coadyuvar con su amor.
Aquí tenemos delante, para nuestro análisis, tres elementos del fenómeno de la fe cristiana que hay que interaccionar para diferenciarla de la religión en sí, no de la religiosidad –que es otra cosa. Religión es una cosa; otra religiosidad. La primera es cosa hecha, terminada. La segunda es un proceso interminable. La primera está preñada por el pecado de la inercia. La segunda está preñada por la fe de la dinámica del Espíritu. La fe tiene una estructuración funcional, históricamente probada por su utilidad a favor del desarrollo social en dirección al Reinado de Dios. Esta estructuración no la posee la religión de por sí.
La estructuración y operatividad de la fe en general, y de la cristiana en particular, está determinada por el evento histórico de Jesús. En cuanto a su aspecto formal, se refiere a su esperanza, la esperanza del Reinado de Dios de Justicia y Paz a realizarse en la historia, tal como El lo proclamara. En cuanto a su aspecto operativo, el amor, tal como El lo viviera, el amor eficaz que libera del pecado y de la muerte haciéndose paradójicamente pecado y muerte, siendo carne de pecado y padeciendo muerte de cruz. Pablo lo comprendió muy bien cuando afirmó, por un lado, que la “fe es la sustancia de lo que se espera”, es decir, que la sustancia del fenómeno de la fe en cuanto a su aspecto formal, objetivo y racional es la esperanza y, por el otro, que “la fe opera por el amor”, es decir, que el amor en su esencia –tanto en su subjetividad como en su emotividad– constituye la parte operativa de la fe.
En cuanto a la esperanza cristiana, Pablo es más específico en Gálatas, cuando afirma: “Nosotros por el Espíritu, aguardamos por fe la esperanza de la Justicia”. Luego, la fe es la esperanza de la sustancia de la Justicia. La esperanza de la Justicia es por tanto la parte formal de la fe, su sección objetiva, visible, cuya racionalidad es de carácter histórico, por cuanto es esperanza de Justicia real que se está realizando en la historia, pero aún sin consumarse plenamente porque sólo se ha realizado históricamente de forma proléptica en la resurrección de Jesucristo.
La conocida teóloga Dorothee Sölle escribió el prólogo a mi libro publicado en Nueva York en 1985, Church and Socialism. En él criticaba mi confianza en la racionalidad de la esperanza. En un debate público que tuvimos en el Seminario Unión de Nueva York, donde ambos estábamos enseñando durante el curso 1985-86, le explicaba que cuando hablaba de racionalidad, no me refería a la razón desde el punto de vista lógico o metafísico, sino a su racionalidad histórica, a lo que llamaba Kant, desde otra perspectiva, la “razón práctica”.
Por otro lado, la justicia de la fe no es la justicia de la religión, que es opio de los pueblos e interpreta la justicia de la que hablan Pablo y otros escritores bíblicos sólo en sentido forense, como para poder injustamente “poner cargas cada vez más pesadas sobre los lomos de los más pequeños, de los explotados en la sociedad de clases”, como expresara un ignorado obispo anglicano antes que Marx. La justicia que la esperanza cristiana aguarda no es ficticia, ni declaratoria.
Como Pablo lo dijese claramente: “El justo (es decir, el que obra justicia) vivirá por la fe”, no precisamente por sus obras de justicia sino por la fe que la inspira y la hace posible como una realización histórica. De esa forma, se aclara la relación estrecha entre esperanza y fe vinculadas una a otra precisamente por la Justicia. Esta Justicia a la cual Pablo se refiere es la Justicia real. No es que nosotros lo digamos. La multitud de eruditos bíblicos que lo han sostenido es interminable. El sentido social que tiene el término “Justicia” en las escrituras es reconocido por los más destacados, entre ellos Bultmann, Schlatter, Jüngel, Sthuhlmacher, Wendland, y Heidland, como lo señalara más de una vez Porfirio Miranda. Si algo hace Pablo, entre otros escritores neotestamentarios, es más bien acentuar hasta lo infinito lo social y real de la justicia que es de Dios, sin menoscabar el sentido forense que tiene para ellos esa justicia, tal como Dios la entiende y no precisamente lo contrario.
Lo mismo pudiésemos decir de la operatividad de la fe, que es el amor. No es el amor de la religión que cubre piadosamente a los explotados y a los explotadores bajo un solo y único manto, que no hace distinción alguna entre ellos, malinterpretando palabras del propio Jesús. Es el amor que movía a Jesús. El hacía distinción en el amor.
La forma y manera en que amó al hombre rico que no renunció a sus riquezas fue distinta al amor que sintió por las víctimas de la falta de compasión y justicia distributiva de aquel hombre. Para Jesús, amar al fariseo y al saduceo, a los ricos y a los sacerdotes –es decir, a los poderosos opresores del pueblo de su época y lugar– fue un sentimiento que se diferenciaba del amor que sintió por otros seres humanos, como las prostitutas, de quienes expulsaba miles de demonios, a los tenidos por “pecadores” –es decir, a los marginados de la sociedad de su tiempo, de parte de las clases pudientes de su tiempo, a los pobres, a los samaritanos, a los enfermos, a los leprosos, etc.
La cita de Pablo reza: “En Cristo Jesús… vale… la fe que obra por el amor”. No vale ninguna otra cosa en Cristo Jesús. No vale la práctica y/o la credulidad religiosa, sino la fe que obra por el amor. La religión que no nos mueva a amar eficazmente a las víctimas de las injusticias humanas, que no nos haga solidarios con quienes se esfuerzan porque no haya pobres en este mundo, ni víctimas de estructuras sociales injustas, contradice la fe. Como conocedores de las Escrituras, debemos recordar aquello de que “todo lo que no es de fe es pecado”. Los que se conforman con ser religiosos, con practicar los ritos y sostener los dogmas de la religión cristiana, por muy religiosos que sean, por mucho que oren y lean la Biblia, por mucho que asistan a la Iglesia y sean ortodoxos en la doctrina están en pecado, en pecado mortal.
Luego no se puede hablar de fe, esperanza y amor como tres elementos independientes, descontinuados unos de otros. La fe cristiana está formada por tres elementos que mantienen entre sí la misma relación hipostática que la Trinidad. Estos elementos son la fe propiamente dicha (la que ya hemos clarificado en la sección anterior), la esperanza y el amor, en los mismos términos en que Jesús predicó y vivió la esperanza de Justicia y la eficacia del amor (tal como lo hemos clarificado en la presente sección).
La fe propiamente dicha es cosa de los riñones, de la voluntad; la esperanza, cosa del cerebro, de la inteligencia y el amor, cosa del corazón, del sentimiento, ya que la fe cristiana en su totalidad envuelve a todo el ser del creyente o no es fe. Hablamos del creyente, no del crédulo. Hablamos de la fe, no de la religión, del hombre y de la mujer de fe, no de la mujer y el hombre religiosos, aunque este término pudiese ser ambiguo, ya que pudiera referirse tanto a la religión como a la religiosidad humana. Hay una distancia infinita entre la religión y la religiosidad. La religión tiene que ver con los ritos, prácticas y creencias del crédulo. La religiosidad, con los valores espirituales, éticos y de fe de los creyentes. No es lo mismo un crédulo que un creyente. Jesús fustigó al fariseo crédulo que diezmaba y exaltó a la ancianita pobre creyente que ofrendaba todo lo que poseía.
¿Qué es la cultura? Clarificación del término
El término “cultura” es sumamente equívoco, tanto o más que el de la fe. Para desarrollar el tema que me propongo, lo clarificaré función de nuestro objetivo, aunque no satisfaga a algunos.
De entrada, estimamos bueno decir que desde el punto de vista etimológico la palabra en español se deriva del latín colere, que significa cultivar. En ocasiones se usaba como mejorar y en otras como velar sobre algo o alguno, tener cuidado. Su empleo era bastante limitado, puesto que no se aplicaba propiamente a los seres humanos.
Trasladado el sentido original latino al que le damos en español –es decir, al campo de lo humano en general–, significa fundamentalmente el universo de ideas, costumbres, hábitos, principios, inventos, etc., que encontramos cuando nacemos y crecemos, y que es consecuencia, a su vez, de la actividad humana sobre la naturaleza, sobre la historia y sobre la conciencia humana de los que nos precedieron.
Cultura, en fin, es lo que hemos mejorado y estamos mejorando –para algunos, lo que hemos empeorado o estamos empeorando– con nuestro trabajo creativo aplicado al universo que nos rodea por fuera y por dentro; es el cultivo que realizamos de lo primigenio que nos circunda y/o del cultivo heredado por la labor cultural realizada por los que nos han antecedido en el trabajo de cultivarse, es decir, ser seres humanos, seres “cultos”.
Cultura y civilización
Hay quienes establecen una diferencia entre lo que consideran civilización y lo que asumen por cultura. La civilización tendría que ver con las herramientas científico-técnicas creadas para cultivar el Universo que nos rodea, y con las cuales satisfacemos una serie de necesidades naturales y/o de las que pertenecen a nuestra segunda naturaleza, naturaleza que hemos logrado generar y reproducir cultivando ese universo recibido a lo largo de toda la historia del ser humano. Eso, en definitiva, ¿no es acaso cultura? El fin de ese tipo de cultivo, al que llaman “civilización” a secas, sería básicamente utilitario. Esta forma de entender la civilización como algo diferente a la cultura es propia de los países desarrollados y ricos. Esta diferencia entre cultura y civilización les sirve para justificar su pretendida supremacía sobre los pueblos del Sur y, junto con ello, su explotación. Es curioso observar cómo esta pretendida supremacía o superioridad está expresada en la ciencia cartográfica con la colocación arriba, al Norte, los pueblos ricos, “civilizados” y al Sur; debajo, los pueblos pobres, “incivilizados”.1
Pero nosotros, los empobrecidos de este mundo, no debemos establecer tal diferencia entre civilización y cultura, ni consentir que se haga. La civilización no es otra cosa que lo material de la cultura, y no se refiere a lo técnico solamente, sino a toda una gama de fenómenos sociales que constituyen cultura –por ejemplo, la forma en que un pueblo ha cultivado hábitos de comer, beber, comportarse socialmente, es decir, formas generales o específicas de conducta social, tipo de prácticas religiosas. Esa gama es muy amplia: desde el cultivo de prácticas religiosas propias hasta lo inventado en el campo de lo técnico, que puede ser científico o no, atravesando con ello los dominios de la estética y la ética, y cualquier otra disciplina intelectualizabIe que los seres humanos cultivemos.
Ahora bien, lo que nos va a hacer seres humanos mejores o peores no es lo esencial de la cultura o civilización, desde el punto de vista objetivo de su existencia. Lo esencial sería que la cultura nos hace distintos, diferentes al resto de los seres animales. Digámoslo de otra forma: la manera creativa con que el ser humano se encuentra con el Universo que lo rodea, diferenciándolo así del resto de los animales. Eso es cultura. Cultura es tanto un bombillo eléctrico como un quinqué. Y como tal, no es más culto ni civilizado alumbrarse con el primero que con el segundo, sino por qué y para qué sirve al desarrollo del espíritu humano o lo entorpece.
Iba a decir si sirve a la profundización y generación de la fe o a la expansión y profundización del pecado, que es la no-fe, pero ello equivale a adelantarnos a la exposición de nuestras tesis.
Cultura y libertad
Algunos estudiosos de la cultura pertenecientes al mundo del desarrollo, sostienen que la cultura y la civilización son productos de que el ser humano es un ser racional, está dotado de razón. Esto no tiene nada que ver con la visión de una racionalidad histórica. No es lo mismo razón que racionalidad. La primera es una categoría metafísica; la segunda, histórica.
Los estudiosos del mundo del subdesarrollo deben pensar más bien en otros términos. A mi entender, la cultura no es producto de la razón humana sino de la imaginación humana. Esta no pertenece al mundo de la razón, más bien entra en contradicción con ella. Establezco una diferencia entre razón y racionalidad. Mi basamento para establecerla está dado porque, en último análisis, la trascendencia del pensamiento y la superación de la voluntad nos traslada al mundo de la libertad, y la libertad no encaja en el universo de lo metafísico, en el mundo de la razón, sino en el universo de lo histórico –que es el mundo de lo espiritual. La libertad, insisto, no es producto de la razón. La razón nos esclaviza, nos ata a sus leyes, leyes de la lógica, de las matemáticas. No hay posibilidad para lo imposible. Uno más uno será siempre dos para la razón. Para la libertad, que es lo operativo de la cultura, uno más uno pueden resultar ser uno sin la mayor duda. La libertad, pues, es producto de la imaginación, no de la razón. La imaginación es parte de la racionalidad humana, pero esta es histórica, no metafísica. La libertad es algo subjetivo. La razón es algo objetivo. La libertad es, a la vez, consecuencia de la cultura y motor impulsor de esta.
Fe y cultura, una relación dialéctica
Un primer nivel de relación
A este nivel primario, cabe afirmar que la fe no tiene ninguna relación con la cultura; es decir, que le negamos un carácter cultural a la fe. La religión sí es una categoría cultural, no así la fe, que no tiene contenido intelectual alguno.
Podemos afirmar entonces que no hay ninguna relación entre fe y cultura. En este sentido, hemos criticado multitud de veces a los misioneros que hacen coincidir la fe con un tipo de cultura, su cultura, con un tipo de civilización, la suya. Hemos criticado a los Padres de la Iglesia por haber traducido la fe del Jesús del Evangelio al griego. Le quitaron a Jesús su túnica inconsútil y le pusieron vestimentas helénicas siempre llenas de costuras greco-romanas, que es como decir filosóficas y legales.
Sin embargo, la cuestión a dilucidar es que el ser humano de la fe cristiana es un ser humano que vive dentro y es parte de un universo cultural determinado. Como ser humano es culto; es decir, cultiva y es cultivado dentro de una realidad civilizada determinada. No puede evitarlo. Es un ser humano culto, aunque los eruditos de los países centrales le llamen incivilizados si en vez de bulbos eléctricos usan quinqués para alumbrarse. Fue un conocido intelectual inglés quien visitando los campos de Castilla conoció a muchas familias campesinas analfabetas. Al terminar su gira comentó: “¡Qué cultos son estos analfabetos!”.
Un segundo nivel de relación
Si la fe cristiana tiene una estructuración formal y una operatividad histórica, la esperanza de justicia y la eficacia del amor, respectivamente, entonces debe ser capaz de determinar cuál va a ser el tipo de cultura, de civilización que le resulta admisible.
Lo errado de la visión helénica de la fe no fue que la conceptualizara en los términos de una cultura ajena a la de Jesús, sino asumirla sin convertirla al Evangelio, sin ser evangelizada. Asumió una cultura sin modificarla en lo más mínimo –y esto entraba en contradicción insalvable con la fe de Jesús. Se trataba de una cultura de jerarquizaciones, donde los dioses o el dios, según el caso, y sus representantes, estaban en la cima y el pueblo en la sima. Esta era una cultura de élite que distorsionaba todo el mensaje evangélico de un Dios que había comulgado con los seres humanos, que asumía su historia como suya propia y que en vez de admitir que se arrodillasen delante de El, se arrodillaba frente a los humanos para lavarle humildemente sus pies, exigiendo de nosotros y nosotras una forma de comportamiento similar dentro de una cultura que exaltase la humildad y redujera a cero el orgullo.
Eso nos retrotrae a la civilización o a la cultura con que los europeos disfrazaron la fe cristiana y la trataron de imponer a nuestros aborígenes. La idea de un dios Pantocrator, el Emperador del Cielo representado por los reyes europeos y su retahíla de subalternos con arcabuces, contradice la fe cristiana, que no es otra que la de Jesús, a pesar de que ella no está casada con ninguna cultura. Por su estructuración formal y operatividad histórica, rechaza ser el continente de tamaño contenido cultural, aunque al ser el fenómeno humano por excelencia requiere de algún contenido cultural.
Último nivel de relación: mediación de la libertad
La relación dialéctica entre fe y cultura se da en el plano de la libertad, iluminada tras ese prisma supremo de luz que es la libertad, conquista de la cultura, a la vez que la genera en un movimiento creciente del espíritu y conquista del trabajo del ser humano como creyente, al tiempo en que es suprema gracia, don de fe. En ese nivel, el de la libertad, podemos establecer la relación más plenamente: la relación más fecunda entre cultura y fe.
¿En qué consiste esa libertad, por la cual y en la cual se alcanza el nivel supremo de relación dialéctica entre cultura y fe? Ese nivel de liberación –o si se quiere de salvación– consiste en la libertad que goza el que alcanza tener fe, o, mejor sería decir, el que es alcanzado por la fe, que Cristo Jesús lo venza, como a Pablo, en el camino a Damasco. Esto significa poder ofrecerle libremente a la fe su contenido cultural para que se constituya en su continente. Se trataría, pues, de que asimile la fe de Jesús de tal forma que haciéndose uno con ese continente, que es la fe, la vista con el ropaje de su propia cultura, la vestimenta de su propia civilización, cultura o civilización que se ha quedado redimido por la sangre del cordero inmolado, de modo que ya su cultura convertida por fe en cultura que, haciendo suya la esperanza de justicia y la eficacia del amor, renuncie a la explotación de un ser humano sobre otro, de una nación sobre otra y de los seres humanos sobre el resto de lo creado. Se trata ahora de una cultura convertida por el poder del Espíritu a la fe en el Evangelio, es decir, en un vehículo intelectual o racional capaz de trabajar por la consecución de la estructuración formal de la fe que ha aceptado, por la cual ha sido alcanzado, que es la esperanza de justicia real distributiva e igualitaria para todos los seres humanos y la operatividad histórica del amor eficaz, vehículo de la solidaridad de Dios con el género humano, llegando al punto de recrear su cultura en términos de amor eficaz hacia nuestros semejantes y hacia el resto de la Creación con la misma intensidad de amor con que El nos amó y nos ama por toda la eternidad.
Notas
1—Les recomiendo a esos la lectura de un trabajo reciente del doctor Reineiro Arce, presentado en una reunión internacional de ASEL, si es que se desea un análisis científico de la cultura.