Aun cuando su tratamiento es de larga data en múltiples contextos, la identidad cultural y nacional ha sido uno de los temas emergentes en el ámbito aca-démico, y también en el político, durante los últimos años.
La complejidad de las relaciones internacionales en una época de acelerada globalización económica y cultural, acompañada por intensos procesos de fragmentación regional y dentro de las naciones, que impone un conjunto de retos y ambigüedades al papel de los Estados-nación; los fuertes procesos migratorios hacia los polos de atracción (el mundo desarrollado), que hacen confluir diversos grupos nacionales en el entorno de una nación y, a la vez, deter-minan la existencia de importantes comunidades nacionales interesadas en preservar su identidad fuera del territorio principal en que esta se asienta; y el fracaso de la experiencia socialista en Europa del Este para conformar nuevas identidades nacionales, evidencian un panorama que justifica esa emergencia.
En un encuentro científico celebrado en La Habana a mediados de la pasada década,1 alguien comentaba que el tema de la identidad estaba de moda como objeto de investigación social, a lo que otros especialistas respondían: “es muy lógico que el problema de la identidad esté de mo-da, porque es uno de los grandes problemas de la humanidad contemporánea […] No es un problema impuesto por las ciencias sociales, la realidad que estamos viviendo se lo está imponiendo a las ciencias sociales”.2
Algunas precisiones conceptuales y metodológicas
Existe suficiente consenso en atribuir un alcance abarcador, incluso en sentido histórico, al concepto de identidad como el mecanismo de autoidentificación de cualquier individuo o agrupación humana ante sí mismo y frente a otros. De ahí su carácter polivalente para aludir a rasgos y niveles de esa autoidentificación: abarca al individuo, la familia, los grupos de género, los generacionales, étnicos, raciales, ocupacionales, clasistas, territoriales y otros.
Algunos autores enfatizan en la expresión de la identidad a través de una serie de valores implícitamente asumidos que guían creencias, actitudes y comportamientos. Esos valores se conforman como una visión esquematizada o estereotipada que define a un grupo, sociedad o cultura y, por consiguiente, a sus miembros individuales.
En realidad cada sujeto es un intersujeto, cada yo un nosotros. Vista desde fuera, la frontera de ese yo-nosotros ideal se define por una continuidad en el espacio-tiempo de una serie de rasgos, atributos y caracteres, que se transmiten en virtud del diálogo transgeneracional histórico que es la culturización y la socialización, y que desembocan en una “visión” o “modelo mental” colectivo.3
También los autores cubanos han abordado teóricamente esas relaciones al destacar:
La identidad es tanto el ser como la conciencia de ese ser y es también la conciencia de que eso implica igualdad y diferencia con otros […] No todo es subjetividad en esa identidad, pero sin el componente subjetivo es imposible delimitarlo […] No todo tampoco es conciencia en la identidad […] qué cosa es identidad […] conciencia de mismidad.4
No obstante otros/as investigadores/as aclaran: “la identidad constituye, en esencia, un proceso sociopsicológico de comunicación. Y en este sentido interesa no sólo la ‘mismidad’ sino, sobre todo, la ‘otredad’”.5
De las consideraciones anteriores se desprende que la identidad es particularmente sensible a los cambios en los contextos económicos, políticos y sociales, tanto internos como externos, y también a la dinámica de las interacciones entre subgrupos internos del propio grupo y a las que se producen con otros grupos.
La identidad nacional se expresa en tres dimensiones: la cognitiva (percepciones), la valorativa (normas) y la emo-cional (autoestima, autoimágenes y heteroimágenes).6
El proceso identitario, en su sentido más amplio, en-globa tres componentes o subprocesos:
1. Desde el punto de vista del sujeto o de los grupos humanos que intervienen (sujeto de identidad y “otro” significativo).
2. Desde el punto de vista del objeto o de los valores identitarios (producciones materiales y espirituales del su-jeto de identidad).
3. Desde el punto de vista de las respuestas o de la ac-tividad identitaria, que incluye la diferenciación-identificación, la producción de respuestas de identidad y la cir- culación de la memoria histórica. Actividad identitaria que puede tener diversos grados de estructuración, concientización o institucionalización.7
En esa compleja red de identificaciones, la identidad nacional corresponde con una forma moderna de agru-pación humana en la que se expresa la nacionalidad y que comúnmente –aunque no necesariamente– se correspon-de con la existencia de un Estado-nación. Es una forma peculiar y concreta de expresión de la identidad cultural –entendida en su sentido amplio– de un grupo nacional.
La identidad nacional constituye un proceso multidimensional y cambiante, capaz de englobar a los diferentes grupos que componen la estructura social, a los rasgos particulares de socialización y a las transformaciones de los momentos históricos. Por tanto, es un conjunto de iden-tidades que no se dan por sumatoria, sino por síntesis.
La identidad nacional es la integración de los rasgos objetivos que poseen los pueblos y de las representaciones sociales compartidas sobre esos rasgos. Este deviene un elemento esencial de naturaleza teórica en la comprensión de la identidad, con repercusiones posteriores para su abor-daje metodológico. Muchos autores enfatizan las características objetivamente compartidas por un pueblo como conformadoras de su identidad.8 Otros absolutizan el elemento subjetivo.9 En realidad, la identidad es una combinación de ambas cosas.10
La complejidad del fenómeno y la necesaria diversidad de aristas conceptuales que requiere su análisis, obliga a un acercamiento metodológico de naturaleza interdisciplinaria, en el que se combinen, al menos como núcleos esenciales, la perspectiva histórica con la indagación antropoló- gica, la sociopsicológica y la específicamente sociológica, de manera que se entienda el proceso de formación y consolidación de la identidad nacional; sus modificaciones en el tiempo; los elementos esenciales de su continuidad; sus expresiones a nivel macro (política, educación, cultura) y microsocial (vida cotidiana) y los nexos entre ellas; las peculiaridades de la multiplicidad de identidades que coexisten aun en los marcos de una identidad nacional sólidamente conformada; los elementos racionales e irracionales o intuitivos convergentes; todo ello en estrecha interconexión con la evolución socioeconómica y política de la sociedad, ubicada en un contexto de relaciones internacionales.
En esa enmarañada red de relaciones, nos interesa destacar el vínculo con la identidad generacional, un elemento central para entender los nexos entre grupos de edad y generación, y también para interpretar la naturaleza de las relaciones generacionales en momentos concretos, para lo cual la autoconciencia resulta decisiva. Incluso algunos autores condicionan la existencia de la generación a la presencia de una autoconciencia.
Aunque en nuestro enfoque concebimos a la generación como un producto social, permanente e ininterrumpido, con una existencia estructural basada en el lugar y papel que desarrolla en la sociedad a partir del tipo de actividad social que desempeña, no cabe dudas de que en un segundo nivel, la conformación –o reconformación– de la generación pasa por la autoconciencia como vía de completamiento de su identidad.
A pesar de que en una parte de los estudios generacionales resulta frecuente encontrar la tendencia a identificar generaciones con grupos de edad y a intentar establecer ci-clos periódicos para su aparición, ha ido ganando terreno la imagen de la generación como un producto social flexible cuyos límites se contraen o expanden en función de la dinámica de los cambios sociales y en el que gana peso la subjetividad como criterio diferenciador.
En los momentos actuales, la dinámica generacional sigue –entre otras– dos tendencias simultáneas: por una parte, la prolongación de la esperanza de vida de la población, lo cual hace más compleja la convivencia generacional, por-que coexisten en el tiempo personas de edades distantes. Por otra, la aceleración de los cambios sociales marca notables diferencias entre los grupos y segmenta al conjunto de contemporáneos en varias generaciones con experiencias vitales muy diversas, lo que lleva a la conformación de universos simbólicos también diversos. A ello se añade que la expansión de los contactos internacionales, tanto por vía directa como a través de los medios de comunicación y el ciberespacio, contribuye a ampliar los marcos de las generaciones más allá de las fronteras nacionales. Todos estos factores complejizan los rasgos propios de la(s) generación(es) joven(es), así como el entramado de las in-teracciones con el mundo adulto.
A esos retos se enfrentan hoy numerosos especialistas en todo el mundo. En Cuba, estos estudios se han reactivado en los últimos años para continuar una larga tradición.
La identidad nacional cubana y la sucesión generacional
En la sociedad cubana, el acercamiento a los problemas de la identidad nacional desde el pensamiento social tiene una larga historia que ha acompañado el proceso de conformación de la nacionalidad y la nación. El mismo tuvo importantes similitudes con los distintos procesos verificados en el Nuevo Mundo, en particular en el imperio colonial hispánico, pero también grandes diferencias, resultantes de una evolución histórica en la que influyeron factores de diversa naturaleza.
En primer lugar, están los elementos geográficos. El hecho de ser una isla situada en un lugar estratégico del Golfo de México, que abría y abre la entrada al resto del continente, convirtió a Cuba en punto de reunión del sistema de flotas que operaba entre España y sus provincias de ultramar, lo cual le confirió importancia económica y política desde aquellos tiempos, a pesar de su escaso tamaño y recursos. En ese entonces se le bautizó como la Llave del Golfo. Posteriormente, esa misma posición geográfica ha significado una conflictiva cercanía con los Estados Unidos.
La combinación de su carácter insular y su ubicación geográfica ha provocado siempre una situación ambivalente entre el aislamiento nacional y el cosmopolitismo de sus interacciones, lo que ha dejado su impronta en la identidad. Incidieron también elementos de carácter social y demográfico, derivados del tipo de explotación económica de la isla desde los primeros momentos. Habría que mencionar, entre otros, el exterminio de la población aborigen. Este hecho determinó que de los antiguos pobladores sólo queden algunas huellas en la cultura, sobre todo en el lenguaje, especialmente en los topónimos que identifican pue-blos y regiones e incluyen el propio nombre del país.
Particularmente importante resultó la orientación de la economía hacia la producción azucarera, con un crecimien-to brusco a partir de 1792, favorecido por la destrucción de la industria en Haití como resultado de la Revolución. Ese proceso tuvo varios impactos significativos en la formación de la nacionalidad cubana, entre los cuales cabe destacar, al menos, tres. Uno transformó los patrones y los ritmos del poblamiento de la isla, con la entrada masiva de africanos como esclavos y, después, oleadas de braceros chinos y antillanos.11 Convirtió al país en un emporio de riqueza entre finales del siglo xviii y la primera mitad del xix, con lo cual Cuba desarrolló una estructura de clases que abrió paso a la formación de una burguesía criolla y permitió el surgimiento de élites educadas que imprimieron a la identidad nacional rasgos particulares dentro del Caribe insular.12 El tercer impacto estuvo dado porque la industria azucarera confirió a la economía un carácter es-tacional, lo que, una vez abolida la esclavitud, produjo una intensa movilidad geográfica entre las clases trabajadoras, flujos y reflujos de población según los momentos de la cosecha, y también inestabilidad en la vida laboral y en la seguridad económica.
Este conjunto de factores se completó con otros de naturaleza sociopolítica, cuyo resultado fue la tardía independencia de España después de dos cruentas guerras en las que la naciente burguesía nacional quedó aniquilada económica y físicamente. En la segunda, la población ne-gra, recién liberada de la esclavitud, se empeñó mano a mano con sus antiguos amos en la defensa de un proyecto de nación independiente. Otro de esos resultados fue el paso a la órbita estadounidense después de una intensa penetración económica e, incluso, dos intervenciones militares.
En ese largo proceso se fue conformando la nacionalidad cubana para quedar nítidamente configurada en la se-gunda mitad del siglo xix en las luchas por la indepen- dencia colonial, con una definición teórica y política y una acción colectiva de carácter nacional. La identidad cubana surgió entonces en situación conflictiva, autodefiniéndose por oposición al “otro” –en este caso, España. Tam- bién surgió valorizando la acción colectiva, la convivencia racial, el espíritu de sacrificio y la valentía personal. Su evolución ha tenido lugar con fuertes nexos con la entrada a la vida social de nuevas generaciones que, en estrecha re-lación con las anteriores a partir de una fructífera coexistencia, impulsaron nuevos modos de pensar y actuar.
El pensamiento social de la época refleja con claridad la evolución de ese proceso y evidencia la preocupación de los principales pensadores por el tema. Ya en la primera mitad del siglo xix, a la polémica figura de José Antonio Saco se le atribuye “el mérito teórico y político de haber planteado de forma expresa e intencionada, y con plena conciencia de su importancia, la problemática de la nacionalidad en su dimensión conceptual e ideológica”.13 En sus estudios, el pensador bayamés se adentró en la identificación de los rasgos caracterizadores de la nacionalidad, basados en la autoidentificación de un conglomerado humano con suelo, origen, lengua, usos, costumbres y tradiciones comunes –incluyendo la religión– y consideró a las identidades colectivas un aspecto esencial de la vida social y política.
Sin embargo, los prejuicios raciales de la época contra el negro –aún mayoritariamente en situación de esclavitud– llevaron a Saco a excluir a la población negra, e incluso a los libres aquí nacidos, de la nacionalidad cubana y a conferirles una distinta, con lo cual el elemento de la raza adquirió para él un predominio caracterizador por encima de los antes apuntados.
A pesar de esa fragmentación, dejó claramente establecida la importancia de preservar la identidad nacional como condición de su propia existencia, cuando expresó que “la nacionalidad es la inmortalidad de los pueblos”.14
En la segunda mitad del siglo, la máxima expresión de la maduración de esa identidad nacional correspondió al pensamiento de José Martí, quien evidenció el valor de la nacionalidad para esa generación, la integración de sus componentes y la aspiración a su existencia como nación independiente y justa. “Para Cuba que sufre la primera palabra. De altar se ha de tomar a Cuba para ofrendarle nuestra vida, y no de pedestal para levantarnos sobre ella”,15 dijo. Y en ese mismo y otro trabajo, precisa:
Hombre es más que blanco, más que mulato, más que negro. Cubano es más que blanco, más que mulato, más que negro. En los campos de batalla, muriendo por Cuba, han subido juntas por los aires las almas de los blancos y de los negros. En la vida diaria de defensa, de lealtad, de hermandad, de astucia, al lado de cada blanco, hubo siempre un negro.16
Cerrémosle el paso a la república que no venga preparada por medios dignos del decoro del hombre, para el bien y la prosperidad de todos los cubanos! ¡De todos los cubanos!17
La primera mitad del siglo xx significó la frustración de los esfuerzos emancipatorios de las anteriores décadas y el triunfo de la corriente nacional que desde hacía años ponía su vista en el poderoso vecino del Norte para satisfacer las aspiraciones de los grupos de la élite, al margen de los destinos colectivos.
La abundante obra escrita durante esa época, aunque es fundamentalmente de naturaleza ensayística, refleja la complejísima evolución de la identidad nacional a lo largo de esos años, la fragmentación de posiciones de acuerdo con pertenencias clasistas, tendencias políticas o influencias ideológicas y la contradictoriedad de rasgos en la psicología social de la población.
En un documentado ensayo de un joven filósofo cubano contemporáneo sobre la obra de importantes intelectuales en las dos primeras décadas del presente siglo, se explica cómo se expresó con gran profusión la preocupación por la identidad del cubano, y aún más, del latinoamericano, al tratar de dar respuesta a dos interrogantes claves: ¿hasta dónde asumir la hispanidad?; ¿hasta dónde debemos asimilar el espíritu norteamericano?18 Aunque estas preguntas tuvieron también respuestas políticas, vale la pena considerar, para el tema que nos ocupa, algunas centradas en perspectivas y presupuestos culturales.
Es evidente que en esta etapa coexisten visiones integradoras y fragmentadas de la identidad nacional. Aunque quedan atrás posiciones excluyentes para determinados grupos –en especial para la población negra, como la que fue posible apreciar en Saco–, subsistieron visiones subvalorativas y discriminatorias, y en general fue un pensamiento menos avanzado en cuanto a integración y auto-estima del cubano que el que se había llegado a alcanzar con Martí.
Algunos ejemplos resultan ilustrativos:
Siempre hablamos de la América española; pero no son oriundos de España todos sus habitantes. Es el espíritu español el que predomina y contribuye a dar carácter a aquellas sociedades, pero con la españo-la conviven otras razas y no como en la América del Norte, en una mera yuxtaposición, y siendo de hecho una sola la rectora y usufructuaria del Estado, sino en continuos contactos y concurriendo todos a la ac-ción política. ¡Qué urdimbre tan enmarañada la de la población de nuestra América! ¡Cuán diversa es de la de Europa!19
Sin embargo, en esa misma época, Fernando Ortiz en sus obras tempranas, en las que aún no ha madurado su visión del proceso étnico nacional y predomina un enfoque eurocéntrico de análisis, señala:
[…] todavía no se han fundido las razas en Cuba. Pueden las razas, y así sucede en efecto, unirse, so-lidarizar sus energías para determinados movimientos patrióticos, intelectuales o sociales, pero todavía en el suelo de mi patria no hay una fusión de todas las razas, todavía no hay una integración perfecta de todas sus fuerzas, porque la Historia no lo ha querido así y esto, señores, es un motivo de honda y fuerte desintegración de las fuerzas sociales que deben integrar nuestra patria y nuestra nacionalidad.20
A pesar de ello, simultáneamente deja constancia del sentimiento de la necesidad de reforzar la identidad, predominante en esos años:
[…] que aún se agita el separatismo en los maniguales de la idea para libertar al alma cubana de las zarzas del coloniaje espiritual que la aprisiona; que si no queremos ver absorbida nuestra modesta personalidad por los norteamericanos, tampoco queremos ser mental ni políticamente españoles; que como Lanuza dijo, queremos ser modernos y americanos o, como decimos todos, queremos ser cubanos, totalmente cubanos.21
En toda esa etapa se apuntan rasgos de la psicología social del cubano, algunos esbozados por observaciones empíricas; otros condicionados por el contexto coyuntural del momento, pero todos de valor analítico para comprender la evolución de la identidad nacional.
Diferentes autores hicieron referencia a la “guapería”, el “choteo”, una rara relación entre pesimismo e inconformidad renovadora que, a la larga, se convierte en exaltación rebelde. Y a la relación –también contradictoria– entre cierta sobrevaloración de lo extranjero, que favorece tendencias miméticas, y un sentimiento de orgullo nacional, que lleva a rechazar cualquier pretensión hegemónica o subvalorativa; a la impresionabilidad y el carácter extrovertido; la inteligencia fácil y su “ligereza” o falta de suficiente atención.
Rasgos idiosincrásicos de los dos componentes étnicos básicos que conformaron la nacionalidad cubana favorecieron algunas de las características, como la reiterada “capacidad de choteo”, es decir, restar importancia a los problemas, burlarse de todo, incluso de sí mismos en cualquier circunstancia, lo cual sin dudas debió haberse reforzado como estrategia de enfrentamiento en las difíciles condiciones en que surgió la nación.
Al emprender un balance de la autoimagen nacional que se desprende de ese pensamiento social, Ubieta señala:
Todos los intelectuales de los años estudiados trataron de dibujar nuestras características nacionales. A sólo unos años de la independencia política, confundidos los elementos tradicionales auténticos con los verdaderamente arcaicos, desorientados por la diversidad racial de nuestro pueblo y la oposición de intereses de clase, y temerosos de la pérdida definitiva de nuestra cultura ante la aparente desintegración de fuerzas nacionales y la invasión de costumbres y hábitos norteamericanos en nuestra vida, los cubanos tenían frente a sí también el problema de su identidad cultural.
Y concluye: “Somos y no somos hispanos, somos y no somos africanos, somos americanos, pero sobre todo cubanos”.22
A partir de la segunda mitad de la década del veinte comienzan a recomponerse las fuerzas nacionales, primero las de naturaleza intelectual, a las que luego se suma la población en un movimiento revolucionario con participación obrera y fuerte peso del estudiantado que derroca la tiranía machadista en medio de la profunda crisis económica de inicios de los años treinta. A pesar de que este movimiento se frustra y da paso a una mayor injerencia norteamericana en los asuntos políticos y a un fortalecimiento de su penetración económica y cultural, se mantie- ne un fermento revolucionario nacional que tiene diferentes expresiones durante casi tres décadas.
En el pensamiento social, aun cuando se conservan e incluso profundizan algunos de los enfoques anteriores, aparecen nuevas reflexiones sobre la identidad nacional, caracterizadas por un redescubrimiento de Martí y una referencia explícita al antimperialismo, a la vez que se mantiene presente y se revitaliza un sentimiento de admiración hacia el modo de vida norteamericano en sectores altos y medios de la población.
En esos años aparece y se desarrolla una perspectiva de análisis marxista para interpretar la evolución nacional, que introduce el enfoque de clases.23
Hacia mediados de los años cuarenta, la maduración de la obra de Fernando Ortiz hace un importante aporte a la comprensión de la identidad nacional, con sus reflexiones sobre las razas, al adoptar el concepto de transculturación para describir el proceso genético de la nacionalidad cubana.24 A la vez, Ortiz continúa trabajando en la caracterización de los principales rasgos psicosociales del cubano.
A esa altura de su producción científica, señala:
[…] pocos países habrá como el cubano, donde en un espacio tan reducido, en un tiempo tan breve y en concurrencias inmigratorias tan constantes y caudalosas se hayan cruzado razas más dispares, y donde sus abrazos amorosos hayan sido más frecuentes, más complejos, más tolerados y más augurales de una paz universal de las sangres; no de una llamada “raza cósmica” que es pura paradoja, sino de una posible, deseable y futura desracialización de la humanidad.
Y más adelante, aclara:
Sería fútil y erróneo estudiar los factores humanos de Cuba por sus razas. Aparte de lo convencional e indefinible de muchas categorías raciales, hay que reconocer su real insignificancia para la cubanidad, que no es sino una categoría de cultura. Para comprender el alma cubana no hay que estudiar las razas sino las culturas.25
En correspondencia con esta afirmación, se aprecia que no sólo el trabajo de investigación científica o, en especial, el ensayo de naturaleza social reflejaron la evolución de la identidad nacional. También la literatura, la plástica, la música, el léxico y muchas otras expresiones culturales se hicieron eco de sus derroteros, vaivenes y fragmentaciones. Todas corroboraban, sobre todo, la idea del “ajiaco” de Fernando Ortiz.
Desde la novelística de Alejo Carpentier hasta la cuen-tística de Samuel Feijóo u Onelio Jorge Cardoso; la poesía de José Lezama Lima; la pintura de Eduardo Abela, Carlos Enríquez o Amelia Peláez; la música de Ernesto Lecuona o Benny Moré; o manifestaciones populares como la décima campesina o el teatro bufo, todas fueron expresiones de una identidad nacional que en constante desgarramiento, integración, transformaciones y desarrollo, ga- naba en fortaleza y coherencia.26
Identidad y generaciones. El último medio siglo en la historia nacional
También la historia más reciente –aun cuando sea vis-ta sólo superficialmente en algunas de sus dimensiones– muestra interesantes procesos en la evolución de la iden-tidad nacional y su relación con las distintas generaciones.
El acontecimiento revolucionario de la década de los años cincuenta, que condujo al triunfo de enero de 1959, fue el resultado de la emergencia en la vida social de una nueva generación: la que más tarde se conocería como Ge-neración del Centenario de Martí, heredera del legado de generaciones precedentes, pero portadora de cambios significativos en las prácticas políticas, la convocatoria a la participación popular y la concepción sobre la toma del poder.
La lucha de esos años creó condiciones favorables pa-ra conformar una incipiente identidad generacional que eliminó barreras entre jóvenes del campo y la ciudad y entre representantes de distintas clases sociales. Pero a pesar de la magnitud de los jóvenes involucrados y de la re- percusión popular de sus acciones, no logró conformarse una única identidad generacional, pues la elevada estratificación clasista impuso sus límites a la formación de una conciencia colectiva.
La Revolución creó condiciones estructurales para incrementar la integración nacional mediante una nivelación de la estructura de clases, con la nacionalización de la gran propiedad privada; la creación de condiciones de justicia social para el acceso a bienes y servicios materiales y espirituales –léase empleo, vivienda, salud, educación, cultura, etc.–; la aplicación de políticas sociales orientadas a grupos particulares o desfavorecidos como la niñez, la mujer, la población rural o la población negra; y un esfuerzo cultural a favor de la cohesión nacional, la independencia, la solidaridad y la igualdad.
La exitosa culminación de esos esfuerzos colocó a los jóvenes a la cabeza de las transformaciones económicas, sociales y políticas y creó un nuevo marco para el desarrollo de la generación de los sesenta, signada por dos procesos: la elevada movilidad social de carácter ascendente y la activa participación en todas las esferas de la vida social (educacional, laboral, política, de defensa).27 Fue una etapa en que se produjo un equilibrio entre los procesos de socialización y los de participación: ambos se interpenetraron y complementaron mutuamente.
Los jóvenes de esos años conformaron una generación de transición. Iniciaron un rápido proceso de urbanización, de acceso masivo a la instrucción y la calificación –incluso de nivel superior–, al empleo urbano y calificado y a la participación sociopolítica. Constituyeron también un grupo de transición en cuanto a valores y normas de conducta en esferas vinculadas a la familia, las relaciones de pareja, las relaciones entre los sexos, las interraciales y muchas otras áreas de la vida cotidiana, cada vez más abiertas y participativas. Estos procesos se consolidaron después en las generaciones siguientes, pero iniciaron las tendencias de cambio en este primer momento de rupturas generacionales en relación con sus mayores.
Por primera vez se formó una identidad juvenil ampliamente compartida que permite hablar, en términos más precisos, de una generación con real participación en una actividad social común. La reducción de las diferencias sociales, con la eliminación de las bases económicas que susentaban a las clases dominantes, e incluso el éxodo masivo de sus representantes, favoreció las condiciones para una mayor integración de la nación y una mayor igualdad entre los jóvenes, lo cual contribuyó a conformar una mentalidad generacional, caracterizada por una activa participación en la definición del cambio social, encaminada a resolver los principales problemas colectivos, y una confianza ilimitada en sus propias fuerzas. Esa identidad quedaba reforzada por la constatación de significativas dife- rencias respecto a generaciones precedentes. Los cambios tuvieron, a su vez, impactos directos en el fortalecimiento de la identidad nacional. Su rasgo más significativo fue la elevación de la autoestima.
Estos rasgos de la juventud cubana, aun cuando en esencia estaban condicionados por la transformación revolucionaria de la sociedad, acompañaban las características del contexto internacional en esa época. El auge de los mo-vimientos revolucionarios y de liberación nacional, el predominio de utopías emancipatorias que lograron encarnar en prácticas políticas en diferentes lugares y, luego, la oposición a la guerra de Vietnam, estimulaban la formación de una identidad juvenil ampliamente compartida en torno a valores comunes.
La generación de los setenta en Cuba se socializó en un contexto de fuertes similitudes con el anterior, pero con algunas modificaciones significativas. El fracaso de la es-trategia económica seguida hasta ese momento, que se ex-presó en la imposibilidad de alcanzar la meta de una zafra de diez millones de toneladas de azúcar en 1970 y en un desequilibrio de la economía interna, condujo a un mayor acercamiento a la comunidad socialista europea y a la in-serción de la isla como miembro del Consejo de Ayuda Mu-tua Económica (CAME).
Esos vínculos permitieron un crecimiento de la economía y de las condiciones de vida de la población, lo que fa-voreció la consolidación de algunos rasgos en la generación joven de los setenta, como la fuerte concentración urbana, los altos niveles de escolaridad y calificación y una movilidad social ascendente a partir de la combinación de educación superior, empleo urbano calificado, mayor nivel de vida y elevadas expectativas. Hacia fines de la década, el promedio de escolaridad de los jóvenes se situaba por en-cima del noveno grado, en contraste con la escolaridad promedio, inferior a los tres grados de los años cincuenta.
Pero esas relaciones también provocaron efectos ne-gativos, condicionados por el copismo en el sistema de planificación y dirección de la economía, los modelos de institucionalización del Estado y decisiones concretas en materia de funcionamiento social en áreas como la cultura y la formación de profesionales, por ejemplo, poco ajustadas a las circunstancias cubanas, esto es, a sus tradicio- nes, la escala del país, el nivel de desarrollo, etcétera.
Aunque se continuaron consolidando los sentimientos de autoestima nacional, en la generación joven se comenzó a debilitar el conocimiento de los vínculos entre el presente y el pasado de la nación, por insuficiencias en la en- señanza de la Historia y en la transmisión de tradiciones culturales.
Simultáneamente, la estabilidad que iba alcanzando el funcionamiento socioeconómico condicionó el predominio de los procesos de continuidad generacional después del anterior momento de rupturas y diluyó un tanto la identidad de este grupo. La fortaleza de los sentimientos de igual-dad social y la conciencia de que la meta era borrar dife- rencias y desigualdades, debe haber contribuido a que no se desarrollara una mentalidad generacional particular.
Por su parte, la socialización de la generación de los ochen-ta tuvo sus peculiaridades. El incremento de los niveles de consumo, tanto a través de los fondos sociales como en el área individual, contribuyó a fomentar las expectativas de consumo de la población, y en especial de la juventud, proceso reforzado por distintas instituciones socializadoras como la familia, la escuela y los medios de difusión.
Sin embargo, esa elevación de las expectativas se producía en un momento en el que la estabilidad social lograda y una menor dinámica de crecimiento económico redu- cían el ritmo de la movilidad social ascendente para esa generación. Si bien contó con altas posibilidades para el acceso a la instrucción y la calificación y se convirtió en el grupo generacional que alcanzó los más altos niveles, se inició cierta tendencia a la autorreproducción de las clases y capas sociales que redujo los movimientos de as-censo social respecto a las dos generaciones precedentes.
Como conjunto, el grupo juvenil desarrolló poco su identidad generacional; la relativa heterogeneidad interna que comenzó a fortalecerse a partir de los procesos de autorreproducción y cierta reducción de la actividad social masiva, que limitó la existencia de espacios de participación común para jóvenes procedentes de diversos grupos sociales, contribuyó a que así fuera.
No obstante, las circunstancias sociales de fines de esa década crearon condiciones favorables para la incipiente emergencia de una conciencia generacional en algunos sec-tores, sobre todo entre la intelectualidad joven. Entre ellas, es de destacar el “efecto de tapón”28 que comenzaron a ejercer las generaciones anteriores en el área del empleo, debido a una débil recirculación de la fuerza de trabajo que permitiera el acceso dinámico a los puestos laborales según la capacidad y preparación y no según el orden de lle-gada, así como algunos elementos desfavorables en el cli- ma de las relaciones intergeneracionales, aunque las relaciones predominantes eran esencialmente positivas.29
Precisamente en la segunda mitad de los años ochenta se reconsidera la importancia de los estudios generacionales y se inician análisis de naturaleza teórico-conceptual e investigaciones sociológicas concretas sobre la estructura generacional de la población cubana, sus rasgos comunes y diferencias, el clima de sus interrelaciones y los nexos entre estructura generacional y clasista.30
También para ese entonces reaparece la dimensión ge-neracional como objeto de interés entre literatos y artistas en prácticamente todas sus expresiones. El tema se aborda en filmes, canciones, obras teatrales y plásticas; se escribe sobre el asunto; se utiliza como criterio de clasificación de grupos de creadores y cobra fuerza como elemento interpretativo de expresiones artísticas y hasta de conductas prácticas.31
Puede decirse entonces que a finales de los ochenta, como resultado de las dinámicas económicas y sociales, en la sociedad cubana las generaciones eran grupos conformados y bien delimitados objetivamente, con algunos rasgos subjetivos propios, precisos al interior de los componentes socioclasistas, pero menos en el ámbito de toda la población, lo que evidenciaba una mayor fuerza de su identidad y sentido de pertenencia al grupo clasista –ocupacional, educacional– que al generacional, la que sólo se expresaba como elemento subordinado al anterior. Es decir, no existía una autoconciencia generacional definida, aunque sí un sentido de pertenencia al grupo de los adultos o de los jóvenes, sin una clara percepción de los límites entre unos y otros, más bien situados en dependencia del grupo de referencia de quien realizaba la evaluación.
A su vez, en el plano de la identidad nacional, la década de los ochenta fue prolífica en estudios sobre el tema. Una parte importante de la investigación histórica, culturológica y antropológica se orientó al análisis de las producciones materiales y espirituales que conforman la identidad nacional. La Historia de Cuba, la literatura cubana, la mú-sica cubana, el español de Cuba, el Atlas de la cultura popular tradicional, la obra de José Martí, fueron, entre otros, importantes proyectos iniciados en esa etapa, y que se extendieron a la siguiente década.
De igual forma, se realizaron un conjunto de investigaciones sociopsicológicas orientadas principalmente a indagar la autoimagen del cubano y la de otros grupos nacio- nales, lo que permitió constatar su fortalecimiento.32 Por ejemplo, diferentes estudios particulares con grupos sociales diversos (niños/as, adolescentes, jóvenes y adultos; estudiantes y trabajadores/as) le permitieron en 1986 a Mónica Sorín comprobar la hipótesis de la desaparición de sentimientos de inseguridad y minusvalía nacional33 y a Carolina de la Torre, en 1987, la incorporación de nuevas repre- sentaciones como ser latinoamericanos, internacionalistas y solidarios.34
Ya en 1989, el estudio de M. Vicent35 comprobó que los/as cubanos/as se percibían con cualidades morales y sociales superiores a los/as norteamericanos/as, que evidenciaban una autoimagen muy positiva y una fuerte identi- dad nacional y orgullo de ser cubano/a. Ello contrastaba fuertemente con los resultados obtenidos por investigadores/as en otras latitudes.36
En un contexto diferente como el de España, no sólo por su pertenencia a Europa sino por sus fuertes identidades culturales y su tradicional rechazo a la cultura norteamericana, los investigadores han comprobado que, a di- ferencia de generaciones anteriores –que colocaban sus referencias culturales en Francia o Inglaterra–, la actual generación joven la coloca en los Estados Unidos.37
Por otra parte, según refieren Consuelo Martín y Maricela Perera, también en trabajos de diploma realizados por estudiantes de Psicología de la Universidad de La Habana a finales de los años ochenta y por ellas mismas en 1992, con grupos de estudiantes y de intelectuales, los principales rasgos autopercibidos por los/as cubanos/as fueron:
En sentido positivo: alegres, solidarios, hospitalarios, ge-nerosos, amistosos, sociables, afectuosos, extrovertidos, valientes, dignos, honestos y revolucionarios.
En sentido negativo: indisciplinados, desorganizados, impulsivos, confianzudos, inconstantes, informales, impuntuales, en ocasiones descorteses y vulgares y poco eficientes en aquello en lo cual no ven un resultado inmediato.
Aunque el inventario de adjetivos positivos y negativos apunta a una visión relativamente balanceada, las autoras explican que las mediciones que permitieron hacer una evaluación gradual de los adjetivos que caracterizan al cubano/a, mostraron una autoimagen esencialmente positiva. Señalan, además, que la gran mayoría de los sujetos estudiados declararon que Cuba es el país que más les gusta, lo que evidencia también una imagen positiva de su nación.38
La psicóloga cubana Carolina de la Torre apunta:
En las investigaciones apareció algo interesantísimo: el cubano tiene no sólo claramente delineada su identidad –otros pueblos no la tienen–, el cubano enseguida encuentra las coordenadas para autodefinirse como pueblo –sino que tiene afectos y sentimien- tos fuertes que se movilizan y además tiene como una intención de defensa de la identidad.39
En sus estudios, esta autora ha demostrado que los/as cubanos/as comparten rasgos, representaciones y significaciones que los hacen sentir unidos, y un inconsciente deseo de proteger la imagen nacional cuando otros se refieren a sus rasgos negativos. En este sentido, señala cómo se emplea el verbo “ser” para hablar de lo estable, continuo, interiorizado y característico, lo positivo, como cualidades construidas (por ejemplo, “somos humanos”, “alegres” o “extrovertidos”). Mientras, se utiliza el verbo “estar” para hablar de lo negativo, que en general se considera como transitorio, condicionado por causas externas y coyunturales (por ejemplo: “estamos irritados” o “agresivos”). No obstante, se reconocen rasgos negativos como “formas de ser”, tales como el machismo o la mala educación.40
Otras investigaciones, orientadas a comparar la autoimagen del cubano/a con otros grupos nacionales, también confirmaron los elementos anteriores. Maricela Perera encontró que aun cuando los/as cubanos/as valoraron po-sitivamente a los/as latinoamericanos/as y les atribuyeron algunos rasgos similares a los propios, se percibieron más seguros de sí, más orgullosos de su país, más limpios y “buenas gentes”. En relación con los/as españoles/as, se perciben menos trabajadores y puntuales, pero más solidarios.41
Todos los autores que investigaron el tema en ese período comprobaron el fortalecimiento de la autoestima nacional, aun cuando se obtuvo una imagen balanceada entre virtudes y defectos.
En los años noventa, los investigadores señalan haber encontrado algunas variaciones, aunque no generalizables, entre las que indican la aparición de nuevas categorizaciones como las de “negociantes”, “interesados”, “gentes con doble moral” o “pasivos”, así como respuestas esquemáticas y poco elaboradas y confusiones en los límites y eti-quetamientos de la identidad. La autora ya citada explica:
aunque en los noventa han aparecido respuestas más autocríticas, conflictos de identidad y hasta identidades negativas, es posible decir que el/la cubano/a mantiene un fuerte sentimiento de identidad, orgullo de su cultura y una autopercepción indudablemente positiva, aunque sea más matizada (menos en blanco y negro), contradictoria y heterogénea que antes del llamado período especial.42
La identidad nacional cubana y la generación de los noventa
La última década del pasado siglo se abrió al mundo con trascendentales cambios en el panorama político, eco-nómico y social en el ámbito internacional; un punto crucial fue el derrumbe del bloque socialista esteuropeo, de un significativo impacto para Cuba como nación y para cada uno de sus ciudadanos.
Son bien conocidos los nexos económicos que tuvo Cuba con la comunidad socialista de Europa Oriental a través de su pertenencia al Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME), lo cual implicaba una absoluta inserción en ese marco económico en cuanto a mercados de importación y exportación, tecnologías, fuentes de crédito, e incluso existía una división internacional del trabajo: Cuba producía un conjunto de productos para un mercado fijo y cubría de estos propios mercados el resto de sus necesidades, en especial el petróleo.
Los impactos del derrumbe del bloque soviético, junto al recrudecimiento del bloqueo de los Estados Unidos sobre una sociedad que había iniciado un proceso de rectificación de errores acumulados en su gestión económica durante más de una década, sumieron a la isla en una profunda crisis económica de la que comenzó a recuperarse muy lentamente a partir de 1995, pero que tiene aún una fuerte incidencia sobre la nación. En el ámbito de la vida cotidiana, ese golpe implicó un profundo deterioro del nivel de vida de las personas.
Aun cuando la crisis económica y el reajuste han impactado a la sociedad como un todo y a cada uno de los grupos que la componen, estos procesos son vividos por los jóvenes de manera más intensa que el resto de las ge-neraciones, por la etapa de la vida que atraviesan, en la que se define no sólo su inserción actual, sino también su proyección de futuro. Sin embargo, junto a los obstáculos y dificultades que produjo la caída económica y la implementación de una nueva política socioeconómica encami-nada a superarla, se aprecian, a la vez, elementos favo- recedores para la socialización e integración social de la generación de los años noventa.
Entre los principales elementos favorecedores se aprecia la búsqueda de un uso más racional de los recursos y las potencialidades propias; una mejor comprensión de la relación entre el proceso socialista y la independencia de Cuba como nación; una conciencia de la necesidad de re-formulación de las metas sociales a alcanzar desde estas circunstancias; una reanimación del pensamiento social y político que retoma las raíces nacionales y abre nuevas posibilidades al análisis y el debate de ideas. Todos estos elementos contribuyen a reforzar la identidad nacional y constituyen una condición básica para una participación más efectiva.
En un plano más concreto, la estrategia de restructuración económica implementada para salir de la crisis ha tenido como uno de sus principales pilares el impulso a la actividad turística como rama económica de ciclo rápido que aproveche las ventajas geográficas y sociales de la isla. Ello ha implicado un acelerado ritmo de crecimiento del arribo de turistas al país, lo cual ha ampliado la interacción personal y el contacto cultural de los/as cubanos/as con personas de distintas procedencias nacionales e impuesto una nueva dinámica a esa ya aludida relación “aislamiento-cosmopolitismo” de que son objeto los pobladores de la isla.
En qué medida los cambios en el contexto interno y externo en que se mueve el cubano/a de hoy y, en particular, en el que se forma la actual generación joven, impactan la identidad nacional, modifican o afianzan rasgos típicos o la percepción que de ellos se tiene, constituye, sin lugar a dudas, un importante tema de investigación que aportará nuevos elementos a los acumulados hasta este punto. De ahí nuestro objetivo de incorporar la dimensión de la identidad a los estudios que se llevan a cabo sobre la joven generación.
Resultados recientes confirman la amplia y rápida capacidad del cubano/a joven para autodefinirse y la conservación de una autoimagen positiva.43 La profusión de rasgos positivos puede agruparse, en orden de importan- cia, por el peso en que fueron mencionados, en siete grupos:
I. Referidos al buen carácter y el sentido de la vida. Esos rasgos mantienen un hilo de continuidad con los identificados en otros momentos y parecen constituir características estables, no sólo poco alterables en situaciones críticas, sino probablemente instrumentos de defensa ante ellas.
II. Referidos a la amabilidad, la solidaridad y la capacidad para las buenas relaciones interpersonales.
III. Referidos a la valentía.
IV. Referidos a la capacidad de trabajo, esfuerzo, sacrificio y creatividad.
V. Referidos a los principios revolucionarios, patrióticos y morales.
VI. Referidos a la inteligencia, la capacidad y la instrucción.
VII. Referidos a los sentimientos y los afectos.
Los rasgos negativos, aun cuando en lo cuantitativo resultan relativamente reducidos frente a los positivos (abarcan alrededor de la quinta parte de las características expresadas), recorren una gama de adjetivos que aluden principalmente a la presunción o sobreestimación; la informalidad o irresponsabilidad; la falta de educación formal –malos modales, carencia de hábitos de respeto, cortesía y reglas de urbanidad, características también refle- jadas en etapas anteriores. Sin embargo, aparecen algunas respuestas que refieren cambios recientes en sentido negativo, tales como “se han vuelto interesados” o “se han perdido los rasgos del cubano”.
El análisis de dichas características llevadas al plano personal, así como la autoimagen que la juventud tiene como grupo en cuanto a características principales, coincide bastante con la imagen que tienen de los/as cubanos/as como conjunto. No obstante, algunas pequeñas variaciones suscitan interesantes reflexiones.
Llama la atención, como principal rasgo, el alto significado que se le atribuye a la capacidad de la juventud para enfrentar problemas y resolverlos, trabajar y esforzarse. Aquí se enumeran cuestiones como el interés por aprender, estudiar, lograr un objetivo, prosperar, la capacidad para enfrentar problemas, tener muchas ideas, ser ágiles, activos, dinámicos, preparados, perseverantes, trabajadores, luchadores, abnegados, combativos, emprendedores, firmes, cumplidores, responsables, creativos y con voluntad.
Es interesante que ese tipo de rasgos sea el que alcance más peso al caracterizar a la juventud, mientras que al hablar del cubano/a, en sentido general, ocupó el tercer lugar, precedido de aquellas características referidas al buen carácter y a las buenas relaciones humanas, lo que puede indicar la tendencia a reforzar la autoimagen positiva –en este caso del grupo concreto de pertenencia– destacando aquellos elementos a los que se le atribuye más valor.
Tanto la valoración de los rasgos que caracterizan a la población de conjunto, al grupo juvenil y los que se atribuyen personalmente, expresan la existencia de una clara autoimagen, estable en el tiempo, positivamente orientada, apoyada fundamentalmente en elementos positivos del carácter y elevados valores humanos y sociales, dirigidos a la solidaridad, las buenas relaciones humanas, la capacidad de trabajar y enfrentar los problemas con sacrificio y optimismo. Ello no significa que no se evidencie cierta valoración crítica (aunque es menor la valoración autocrítica) que confirma lo ya comprobado por otros autores so- bre la aparición de una autoimagen más balanceada y menos apologética del cubano/a.
Esta imagen más contradictoria se expresa en la coexistencia de visiones altamente positivas con rasgos negativos, incluso en lo personal. Es interesante que esto se aso- cie al hecho de que esa mezcla de características positivas y negativas no implica conflictos antagónicos. Son poco comunes las visiones polarizadas (aunque también se expresaron del corte “trabajadores-vagos”, “responsables-irresponsables”, “cumplidores-incumplidores”, “conscien- tes-inconscientes”). Más bien se trata de rasgos positivos y negativos que conviven con cierta armonía –por ejemplo “solidarios-alardosos”, “inteligentes-gritones”.
Ello se complementa con el hecho de que todos/as los/as jóvenes expresaron al menos un motivo para sentirse orgullosos de ser cubanos. El peso mayor se le atribuyó a factores históricos y políticos, relativos a la valentía, las luchas por la independencia, la capacidad de resistencia, la dignidad, así como el ejemplo internacional que representa Cuba. En segundo lugar, se situaron las oportunidades que brinda el sistema social, en especial la educación y la tranquilidad ciudadana; en tercero, se le dio importancia a las características de la población. Un segmento no identificó motivos específicos, sino argumentó su orgullo por el hecho de ser su país, haber nacido y vivir en él, es decir, por su pertenencia nacional. En menor medida, se mencionaron elementos de cultura e idiosincrasia y elementos naturales y geográficos.
Por último, el estudio comprobó cierta heterogeneidad de percepciones de la juventud en relación con el mundo adulto y también con los distintos segmentos etarios que conforman la propia juventud. Conviven percepciones de predominio de diferencias y de semejanzas generacionales, aunque las primeras superan un tanto a las segundas. Sin embargo, la percepción de diferencias es también fuertemente heterogénea. Se destacan tres posiciones claves: una valoración comparativa entre jóvenes y adultos que culmina con una evaluación que adjudica dos signos a la juventud actual respecto a sus predecesores: negativo o positivo; y una tercera que, sin hacer una evaluación ni colocar un signo, reconoce diferencias condicionadas por los contextos. Esto, unido al reconocimiento de un predominio de la diversidad en la juventud cubana y de sus diferencias respecto a la juventud de otros países, así como a una autoimagen altamente positiva –aunque no absolutizadora ni apologética–, brinda elementos de interés para interpretar la identidad generacional de la juventud cubana actual como elemento relevante de su subjetividad.
A modo de cierre
Dos elementos han estado presentes y se han reforzado en la conciencia nacional a lo largo de su existencia: el sentido de continuidad y coherencia en el proyecto de in-dependencia y desarrollo nacional y el constante afianzamiento de esa identidad ante la amenaza de absorción eco- nómica y asimilación cultural que aún se mantiene.
Resulta evidente la existencia de un conjunto de rasgos, sobre todo los que aluden a las relaciones interpersonales y la facilidad para la comunicación, de una presencia permanente a lo largo del tiempo, es decir, que gozan de ele-vada estabilidad y permanencia, lo cual debe constituir el núcleo central con el que los cubanos se autoidentifican de forma espontánea, aquello que se ha definido como los puntos donde están las representaciones, las significaciones y los afectos que las personas sienten como parte de su mismidad.
Vale la pena recordar una aclaración del sociólogo Alejandro Portes:
La identidad personal, con todas sus características, tiene mucho que ver con las interacciones sociales de índole cara a cara, mientras que la identidad nacional, como un todo, tiene mucho que ver no solamente con las interacciones personales, sino con las in- teracciones de una nación a través de su historia. Son en gran parte las experiencias históricas las que van a definir un sentido común de identidad nacional y establecer pautas que marcan claramente el sentido común del ser.44
A ello habría que añadir el importante papel de la cultura espiritual –en especial, la literatura y el arte– como mediador entre esa experiencia histórica y el individuo, por su capacidad de reelaboración simbólica para ser devuelta como representación colectiva.
Por eso, las circunstancias que se vienen viviendo a par-tir de los años noventa, con su peculiar evolución para la sociedad cubana, han tenido impactos sobre la identidad nacional que, a mi modo de ver, pasan por cinco direcciones generales:
1. La ruptura de los estrechos nexos con la ex Unión Soviética y el resto de Europa Oriental ha devuelto a Cu-ba a una más estrecha relación con su contexto latinoame-ricano y la ha obligado a una reinserción en el mundo que amplía sus contactos e interrelaciones.
2. El propósito de preservar un modelo socioeconómico alternativo al capitalismo, después de la pérdida del referente del llamado socialismo real, ha conllevado una búsqueda más profunda en sus raíces históricas nacionales y la actualización de un pensamiento social propio.
3. La agudización de las tensiones con el gobierno de los Estados Unidos ante el incremento de las presiones para obligar a un cambio al capitalismo, refuerza el sentimiento de independencia y soberanía nacional.
4. La afectación en las condiciones económicas, de vi-da y de trabajo de la población, genera comportamientos contrapuestos que coexisten actualmente en la sociedad: un espíritu de resistencia y supervivencia en las más difíciles condiciones, que refuerza la cohesión nacional y la autoestima; y un espíritu de competitividad y búsqueda de vías alternativas que refuerza el individualismo y puede cambiar su autoimagen.
5. La situación económica, la estrategia de restructuración en el ámbito social y algunas de las estrategias individuales utilizadas han dado lugar a la aparición de de- sigualdades sociales no presentes en décadas anteriores, que provocan cierta heterogeneidad en los rasgos del cubano y en sus percepciones, y deben impactar la identidad nacional.
Para la actual generación joven, el proceso se combinará con sus principales fortalezas y debilidades. Las primeras son sus elevados niveles educativos y sus altas expec- tativas, que pueden actuar como factores dinamizadores hacia un mayor esfuerzo. Sus principales debilidades son cierta concentración de dichas expectativas en el área del consumo material, así como una relativa pasividad.
La generación formada a partir de los años noventa se caracteriza por una mayor heterogeneidad estructural que las precedentes, a partir de cierta recomposición de la es-tructura socioclasista de la sociedad y del fortalecimiento de algunas diferencias territoriales asociadas al ritmo de re-cuperación económica y la presencia del sector emergente. De ello también se deriva el crecimiento de la heterogeneidad en el área subjetiva, en particular respecto a expec-tativas, valores y cultura política, lo cual se expresa en un amplio abanico de intereses y en una diversidad mayor, que tienen sus efectos en la conformación de identidades.
No es posible tampoco desconocer las influencias más universales de la época, signada por la creciente interacción tecnológica y directamente humana, que impone cambios y marca la fisonomía de la actual generación joven, con rasgos comunes más allá de fronteras nacionales. Estos procesos provocan efectos contrapuestos pues tienden, simultáneamente, a acentuar la fragmentación y a potenciar la integración dentro de la generación, lo que a su vez tiene impactos interesantes en la dinámica de las relaciones intergeneracionales.
Los rasgos comunes adquiridos durante la socialización de la actual juventud en el contexto social que le ha tocado vivir en la etapa clave de su conformación como generación, así como los impactos aproximadamente similares que se han producido sobre ella, imponen su sello y marcan diferencias respecto a las precedentes. Esto fa-vorece la aparición de una identidad juvenil fuertemente integrada y claramente diferenciada de las generaciones anteriores, la cual se expresa con mayor fuerza que en las últimas décadas.
Sin embargo, los efectos diferenciadores de algunas de las medidas del reordenamiento económico, el incremento de la heterogeneidad de experiencias vitales acumuladas y la concentración de un segmento de la juventud en la búsqueda de salidas individuales que lo aleja de la participación en soluciones colectivas, crean distancias dentro del grupo juvenil que limitan la conformación de una identidad generacional ampliamente compartida.
En sentido general, es posible apreciar el surgimiento de una nueva generación: la generación de los noventa, en la que emerge la preocupación acerca de cuáles son las metas posibles –individuales y sociales– a las que pueden aspirar con posibilidades reales de satisfacerlas y que permitan un ajuste entre sus expectativas de realización personal y las necesidades sociales, lo que a su vez pasa por una mayor clarificación de las vías para lograrlo.
Este segmento juvenil está en un proceso de búsqueda y adaptación a un escenario relativamente distinto del de las anteriores generaciones, aun no completamente delineado, portador de tendencias contradictorias, y para el cual las instituciones socializadoras tampoco tienen todas las respuestas. Para él, los valores permanentes de la identidad nacional cubana son un valioso referente orientador.
Tales ideas pueden guiar el estudio de la evolución de la identidad nacional cubana en este período y sus posibles tendencias de movimiento, así como servir de guía en los análisis del papel de las instituciones socializadoras, tanto formales como informales, en la conformación de esa identidad en las nuevas generaciones.
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Notas
1—Me refiero al Simposio celebrado en junio de 1995: “Cuba: Cultura e Identidad Nacional”, auspiciado por el Ministerio de Cultura, la Asociación Nacional de Escritores y Artistas de Cuba y otras instituciones.
2—Pedro Pablo Rodríguez en Colectivo de autores: “La discusión conceptual de lo cubano en Cuba y en el exterior”, en Cuba: cultura e identidad nacional, Ediciones Unión, La Habana, p. 69.
3—José Manuel Martín Morillas: “Lingüística educativa y estereotipos”, en Granada: ciudad intercultural e integradora, Instituto Municipal de Formación y Empleo, Ayuntamiento de Granada, 1997, p. 125.
4—Carolina de la Torre: “Conciencia de mismidad: identidad y cultura cubana”, en Temas n. 2, 1995, pp. 31,33.
5—Maritza García Alonso y Cristina Baeza: Modelo teórico para la identidad cultural, Centro de Investigación y Desarrollo de la Cul-tura Cubana “Juan Marinello”, La Habana, 1996, p. 12.
6—Ver Sagrario Ramírez Dorado: “Hacia una psicología social del nacionalismo” (tesis doctoral), Universidad Complutense de Madrid, 1990.
7—Ver Maritza García Alonso y Cristina Baeza, op. cit.
8—Ver R. Díaz Guerrero: Psicología del mexicano, Edit. Trillas, México, 1984.
9—Ver J. M. Salazar: “El latinoamericanismo como una idea po-lítica”, en Psicología política latinoamericana, Edit. Panapo, Caracas, 1987; y J. L. Sangrador: Estereotipos de las nacionalidades y regiones de España, Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), Colección Monografía n. 40, 1981, Madrid. El psicólogo cubano Fernando González afirma: “[…] la identidad creo que sí es subjetiva totalmente. La identidad no es nada objetivo, lo que es objetivo en la identidad es la objetividad de la propia subjetividad […] Diría que el concepto de identidad, además de autoimagen, de representación, que es uno de sus componentes indiscutibles, es ante todo el espacio donde nos ex-presamos, nos encontramos y nos vemos emocionalmente” (Fernando González Rey en Colectivo de autores: op. cit., p. 53.)
10—Ver Maritza Montero: “A través del espejo”, en Psicología política latinoamericana, Edit. Panapo, Caracas, 1987; y Carolina de la Torre, op. cit. pp. 111-115.
11—Según las estadísticas de la época, la población de la isla pasó de 300 000 habitantes en 1790 a 1 400 000 en 1860. Ese crecimiento fue resultado de la inmigración. “La africana en primer lugar: 800 000 infelices que fueron vendidos como esclavos, principalmente a los hacendados, así como también 100 000 chinos de Cantón. Hubo des-de luego inmigración blanca, pero al lado de esas cifras luce irrisoria: 120 000 como saldo permanente en setenta años.” (Juan Pérez de la Riva: El barracón y otros ensayos, Ed. Ciencias Sociales, La Habana, 1975, pp. 77-78).
12—Se calcula que para 1860 la exportación de azúcar se había multiplicado por veinte, lo que hizo crecer el producto nacional en ocho veces. Ese producto se concentraba en unas mil familias cuyos hijos eran enviados a estudiar a los Estados Unidos, Inglaterra, Francia y Alemania. “La generación del 68 había viajado y hablaban casi todos inglés, y francés. Frente a una España que pugnaba aun por salir de las estructuras socioeconómicas del siglo XVIII, ese cosmopolitismo isleño reforzaba el sentimiento de nacionalidad.” (Juan Pérez de la Riva, op. cit., pp. 79-81).
13—Isabel Monal: “Saco y los orígenes de la nacionalidad cubana”, en Revista Bimestre Cubana, época III, n. 7, julio-diciembre de 1997, pp. 115-120.
14—Eduardo Torres Cuevas: “José Antonio Saco. Doscientos años después”, en La Gaceta de Cuba, año 35, n. 6, noviembre-diciembre de 1997, p. 42.
15—José Martí: “Con todos y para el bien de todos”, en Antología mínima, Edit. Ciencias Sociales, La Habana, 1972, p. 115.
16—José Martí: “Mi raza”, en ibid., pp. 171-172.
17—José Martí: “Con todos y para el bien de todos”…, p. 118.
18—El estudio abarcó a prestigiosos intelectuales cubanos, algunos de los cuales continuaron su significativa obra en décadas posteriores. Se incluye en el análisis a algunas figuras como Eliseo Giberga (1854- 1916), Jesús Castellanos (1879-1912), José Antonio Ramos (1885-1946), Francisco González del Valle (1881-1924), Carlos de Velasco (1884-1923), José Sixto de Sola (1888-1916), Enrique José Varona (1849-1933), José María Chacón y Calvo (1892-1969) y Fernando Ortiz (1881-1969). Ver Enrique Ubieta: “Panhispanismo o panamericanismo: Controversia sobre identidad cultural (1900-1922)”, en Ensayos de identidad, Letras Cubanas, La Habana, 1993, pp. 11-80.
19—Eliseo Giberga: Discurso pronunciado en la velada que se efectuó en el Gran Teatro de Cádiz el 3 de octubre de 1912. Citado en Ubieta: op. cit., p. 23.
20—Fernando Ortiz: Entre cubanos. Psicología tropical, Ed. Ciencias Sociales, La Habana, 1987.
21—Fernando Ortiz: “La despedida del señor Altamira”, en La re-conquista de América, París, 1910. Citado en Enrique Ubieta, op. cit., p. 35.
22—Enrique Ubieta: op. cit., p. 80.
23—Este se aprecia en la obra de Sergio Aguirre, Juan Marinello y Carlos Rafael Rodríguez, entre otros. (Enrique Ubieta: “El ensayismo y la identidad nacional en Cuba: Itinerario de una relación inconclusa”, en Ensayos de identidad…, pp. 112-143).
24—Fernando Ortiz crea el neologismo transculturación para expresar la síntesis resultante de la deculturación o exculturación que sufre cada inmigrante con
lilisbet dice:
Hola me alegro encontrar este artículo, pertenezco a la red de educadores populares y soy de Ciego de Ávila estoy trabajando en una tesis de maestria sobre identidad nacional con esta metodología y me son gran ayuda estas reflexiones me gustaria poder contactar con María Isabel Domínguez la autora y exponerle con mas detalle aspectos de mi trabajo. Gracias