Justicia divina y justicia humana La relevancia actual de la ética social de Ulrico Zuinglio*

Daniel Beros
  • El presente artículo es una versión revisada del aporte del autor publicado con el título “Zuinglio y la cuestión socioeconómica” en René Krüger y otros (eds.): Vida plena para toda la creación. Iglesia, globalización neoliberal y justicia económica, AIPRAL/I.U.ISEDET, Buenos Aires, 2006, pp. 45-60

Introducción

La tradición “reformada” es la expresión de la Reforma Protestante del siglo XVI que surgió en la antigua Confederación Helvética (actual Suiza) y tuvo en Ulrico Zuinglio (junto a Juan Calvino y otros) uno de sus impulsores fundamentales.

Ocuparnos de la teología del reformador suizo en nuestro contexto latinoamericano significa rescatar del desconocimiento y del olvido un testimonio del evangelio y una articulación del pensamiento cristiano que revisten una coherencia, una agu-
deza y una riqueza no muy frecuentes en la historia de la iglesia, y que tienen mucho que decirnos, también hoy. Su comprensión teológica, que concede una importancia central a la acción liberadora del Espíritu Santo en todos los ámbitos de la realidad, puede representar una perspectiva especialmente inspiradora para nuestras comunidades, que tantas veces se debaten entre un voluntarismo militante, que no deja lugar a la acción renovadora del Espíritu, y un entusiasmo carismático que reduce la acción del Espíritu al ámbito de lo subjetivo e intraeclesial. Por otra parte, particularmente su esfuerzo por articular rectamente “la fe y la economía” en la vida y el testimonio cristiano puede significar una valiosa contribución a la reflexión que lleva adelante la iglesia latinoamericana desde hace ya algunos años, al aportar una mirada capaz de enriquecer los debates y la búsqueda de orientaciones prácticas en curso.

En ese marco entonces, con el presente ensayo nos proponemos describir algunos aspectos del pensamiento de Ulrico Zuinglio referidos al actuar de los cristianos en su relación con el prójimo y los bienes materiales, preguntando por su relevancia y significado actual. Para ello le dedicaremos una especial consideración a su obra La justicia divina y la justicia humana, de 1523, considerada el primer tratado “programático” de ética social protestante.

*El marco histórico- social: factores en la evolución del pensamiento teológico de Zuinglio*1

El territorio que constituyó la antigua Confederación Helvética (aproximadamente coincidente con el de la moderna Suiza) está situado en el centro del continente europeo y se caracteriza por el relieve quebrado y montañoso que le otorga el curso transversal de la cadena alpina. La Confederación, consolidada políticamente entre los siglos XIV y XVI, se formó a partir de dos constelaciones sociales e institucionales principales: los “países” de la región centro-sur-oriental (Uri, Schwyz, Unterwalden, etc.) y las ciudades de la región noroccidental (Zúrich, Berna, Basilea, etc.).

La geografía montañosa del interior, que favorecía el aislamiento de su población, contribuyó al afianzamiento de comunidades campesinas que gozaban de una importante autonomía política, marcada por antiguas tradiciones democráticas. Su economía, relativamente pobre, se basaba sobre la cría de ganado, la producción lechera y sus derivados. En cambio, las ciudades, emplazadas en puntos de acceso a las vías de comunicación se conformaron como centros del comercio y de la producción artesanal, de mayor poderío económico. En su vida pública regía una organización aristocrático-republicana, en la que junto a ciudadanos provenientes de la antigua nobleza feudal y de la ascendente burguesía mercantil y financiera, jugaban un papel muy importante los gremios medievales (herreros, carpinteros, panaderos, etc.) y sus representantes.

El conglomerado de territorios que a inicios del siglo XVI constituía la Confederación, estaba ligado entre sí por una red de pactos y alianzas militares, comerciales y aduaneras, que se alzaba sobre el principio de soberanía político-administrativa de la comunidad local. La situación de estar enclavado en la zona de cruce y fricción de las tres grandes potencias que se disputaban la supremacía dentro de la cristiandad occidental (el imperio germánico, el papado y el reino francés) hizo de la red de pactos un instrumento legal fundamental en la lucha por la autodeterminación frente al poder “tiránico” extranjero.

Es por ello que, para Zuinglio, compenetrado desde la cuna con las tradiciones libertarias de su patria de autonomía política y responsabilidad administrativa, la libertad siempre fue el “bien supremo”, asociado indisolublemente a la libertad con respecto a las potencias opresoras y a la protección otorgada por una comunidad basada sobre el derecho.

Evolución personal y motivos dominantes en el pensamiento de Zuinglio

Ulrico Zuinglio nació en 1484, en el seno de una familia cuyo padre era representante del poder público en su pueblo natal, Wildhaus (en la región de Toggenburg). Ya de pequeño fue promovido para la realización de la carrera eclesiástica, por lo cual gozó de una intensa formación académica. Luego de su ordenación como sacerdote (en 1506), fue instalado como cura párroco en la ciudad de Glarus, donde dio continuidad a sus estudios en forma autodidacta. En 1515 acompañó a las tropas suizas que combatieron en Italia al servicio del ejército del papa contra los franceses. El impacto de la experiencia directa en la guerra, en su condición de capellán, lo llevó a intensificar el estudio de la Biblia y del pensamiento pacifista del gran humanista Erasmo de Rotterdam.

El humanismo, con su interés en la educación del ser humano como medio para elevar su vida espiritual y moral según el paradigma de la antigüedad pagana y cristiana clásicas, fue precisamente una de las corrientes que marcaron profundamente al futuro reformador. La otra influencia importante la recibió de su formación escolástica, fundamentalmente en su vertiente “realista” (la vía antigua), aunque claramente abierta a las perspectivas de Duns Escoto. Dicha formación contribuyó a aportarle a su teología ciertos acentos que la marcarían en forma permanente: por un lado, su interés especial en la unidad y claridad (racional) del Dios bondadoso, que recibió de la herencia tomista; a la vez, su acentuación muy marcada de la libertad y la trascendencia absolutas del Creador frente a las criaturas, sometidas al poder tiránico del pecado, proveniente de la tradición escotista.

El trasfondo político y teológico descrito permite comprender mejor la alternativa fundamental que más tarde llevó a Zuinglio a romper, primero con la teología y la piedad, y luego también con las estructuras eclesiales del catolicismo romano medieval.

Entre 1516 y 1518 Zuinglio de-sempeñó la función de predicador en el santuario de Einsiedeln, uno de los centros de peregrinación más importantes de todo el país, donde, además, tenía a su cargo el cuidado pastoral de los fieles. En esa función comenzó a intensificar su crítica teológica a un fenómeno profundamente arraigado en la sociedad confederada de entonces: el empleo de jóvenes suizos como mercenarios en los ejércitos de las potencias extranjeras.

Zuinglio veía en la avaricia y el egoísmo de los funcionarios políticos y líderes militares locales, que se enriquecían gracias a suculentos contratos de alistamiento de soldados, la expresión de su culto al dinero. Según su convicción, el endiosamiento idolátrico de la criatura (los bienes materiales, el dinero) los llevaba a sacrificar la vida de los jóvenes y a arruinar material y moralmente a la comunidad local, sometiéndola más y más a la corrupción y la dependencia de los dineros y el poder extranjeros. Por eso, en su predicación llamaba a las personas a depositar su confianza únicamente en Dios, a dejar que él, a través de su Palabra y del Espíritu Santo, liberara su conciencia y las capacitara para practicar la misericordia y buscar el bien común.

En su aguerrida crítica al negocio mercenario y sus perversos mecanismos ya es posible observar cómo Zuinglio articula en el plano político-social y de las prácticas económicas la oposición fundamental en que se concentra su argumentación teológica.

*El escrito sobre justicia divina y justicia humana*2

La primera época de actividad en Zúrich

La fama alcanzada por Zuinglio como predicador, así como la repercusión de su lucha contra el servicio mercenario y sus consecuencias negativas para la vida del país, llevaron a que un sector del patriciado de la ciudad de Zúrich —uno de los miembros de mayor peso político y económico de la Confederación Helvética— viera en él a la persona adecuada para asumir el puesto de predicador de la catedral. Luego de pasar airoso el proceso de elección reglamentario, Zuinglio fue instalado en ese importante cargo —clave, por el vínculo entre mensaje cristiano y vida pública local— en enero de 1519.

Al iniciar su actividad homilética en ese cargo, Zuinglio decidió introducir una importante modificación en el modo en que desarrollaría la misma, dejando de lado el orden tradicional de perícopas dispuestas por el leccionario vigente, para predicar recorriendo en forma progresiva un mismo libro de la Biblia (lectio continua) a partir del evangelio de Mateo. A ello lo movió tanto su interés catequético, orientado a facilitar una apropiación personal, madura y profunda del mensaje por parte de sus oyentes a partir de su presentación integral, como su intención pastoral, que en la predicación lo llevó a dar preferencia a aquellos libros bíblicos que, a su juicio, favorecían la concreción transformadora del mensaje en la vida de la comunidad.

Durante toda la primera etapa de su actividad, su profundización en el mensaje del evangelio y su recepción (y elaboración personal) de los impulsos provenientes de la teología bíblica y del movimiento religioso y social que se estaba gestando en torno a Lutero, llevaron a Zuinglio a acentuar la contraposición entre la Palabra de Dios de la escritura y las tradiciones humanas, entre el carácter liberador de la salvación obrada y ofrecida por Dios gratuitamente en Cristo y el carácter opresivo de la religión del mérito y el esfuerzo dominada por la iglesia en tanto institución salvífica, a través de la multitud de sus mediaciones sacramentales.

Para el reformador, la fuerza capaz de vencer el poder esclavizador del pecado era la acción liberadora del Espíritu Santo, que se extendía a todo el espacio público, algo coherente con el hecho de que, para él, el pueblo de Dios, en analogía con Israel, era la comunidad política (congruente con la comunidad eclesial), interpelada en su totalidad por la Palabra de Dios y llamada a la conversión y a la liberación. A la vez, como ya hemos señalado, Zuinglio remitía toda libertad en la cristiandad a la libertad de la persona individual, a la libertad interior de su conciencia liberada por Cristo a través de la acción del Espíritu Santo.

Así es como, desde esa perspectiva, mediante su escrito sobre “La libre elección de los alimentos” (de abril de 1522),3 Zuinglio salió a apoyar públicamente a un grupo de sus seguidores que había decidido realizar un gesto demostrativo de su libertad cristiana, negando el cumplimiento de la ley eclesiástica que disponía la obligatoriedad de la práctica del ayuno, lo cual generó una fuerte agitación entre sus adherentes y los de la Iglesia Romana tradicional, así como un debate entre los teólogos y predicadores de una y otra parcialidad.

Esa situación movió a la junta de gobierno de la ciudad a convocar a una asamblea a los religiosos de su jurisdicción, con el fin de debatir los temas polémicos. El resultado de esa reunión, conocida como “Primera Disputación de Zúrich” (de fines de enero de 1523) —cuyas “Conclusiones o Artículos” Zuinglio luego publicara como primera exposición sintético-sistemática de su teología—4 fortaleció decisivamente a la posición reformadora, en tanto la junta de gobierno interpretó que la predicación y la doctrina representadas por Zuinglio eran las que se ajustaban al criterio de las Escrituras. A partir de allí, los magistrados llamaron a ambas partes a tomar la Biblia como única base en su predicación y a mantener una convivencia que no alterara la paz social. Así quedó allanado el camino para la introducción de medidas reformadoras en la vida de la iglesia y de la sociedad dentro del territorio de la ciudad.

El conflicto sobre el pago de intereses y diezmos

Como pastor y predicador de una de las ciudades más importantes de la región, Zuinglio se vio enfrentado con las consecuencias negativas que trajeron para la vida de los miembros de su comunidad las transformaciones en las prácticas económicas ligadas al avance de la economía basada sobre el dinero, característica esencial del capitalismo mercantil. En el ámbito urbano, florecían los negocios financieros sustentados en el cobro de intereses, que empujaban a unos a una carrera frenética por la acumulación de capital, mientras a otros les imponían endeudamientos agobiantes, que muchas veces los conducían a la ruina. Estos últimos frecuentemente eran campesinos, que perdían sus propiedades y debían abandonar su tierra.

Ese cuadro llevó al reformador a criticar duramente el cobro de intereses en la modalidad vigente, descubriendo en ello aquella ruinosa inclinación de las personas a endiosar a las criaturas, que se expresa en la codicia. A tales personas Zuinglio las interpeló llamándolas al arrepentimiento y a la fe, a dejar que la Palabra y el Espíritu de Dios liberaran sus conciencias esclavizadas por Mamón, para actuar según la misericordia y la justicia que se corresponden con la voluntad del Creador. Así pues, la misma perspectiva desde la que llevó adelante su lucha contra la iglesia medieval y contra el cártel de poderosos que controlaba el negocio del servicio mercenario, que coloca en el centro la pregunta por la verdadera o la falsa confianza, también impulsó su crítica a terratenientes y usureros.

Su preocupación pastoral lo condujo a tocar otro asunto sumamente candente en aquel tiempo: el de la contribución de los diezmos, es decir, el aporte en dinero o en especies que originalmente realizaban las comunidades a la iglesia para el sostén de los pobres y los religiosos. Con el correr del tiempo, el aporte del diezmo fue objeto de diferentes reglamentaciones y maniobras que desnaturalizaron su razón de ser original, dando lugar a la apropiación privada del mismo por parte de clérigos y personas seculares (que adquirían de aquellos el derecho a recibir los aportes del diezmo). Continuando con su crítica a todo intento de reclamar para lo que no era más que un orden humano una dignidad y una autoridad divinas, Zuinglio comenzó a cuestionar la afirmación católica tradicional de que la obligatoriedad del pago de los diezmos se fundamenta en el derecho divino (inamovible). El reformador rechazó ese argu-mento como falso, e insistió —a partir de su interpretación bíblica— en que la reglamentación del pago de los diezmos tiene como base exclusiva el derecho humano (reformable, perfectible).

En un ambiente especialmente sensible, en el que los campesinos cuestionaban ya como ilegítima la obligatoriedad del pago del diezmo a las autoridades eclesiásticas (por no contar con suficiente basamento en la escritura y por ser objeto de abusos), la predicación evangélica de Zuinglio fue escuchada en algunos sectores como una confirmación irrestricta de dicha postura. Fue así como en ciertas comunidades campesinas del territorio de Zúrich, a partir del mensaje de un grupo de predicadores evangélicos, se puso en marcha un movimiento social que comenzó a luchar, en nombre de la justicia divina del evangelio, por la supresión del pago de los diezmos debidos al cabildo de canónigos de la catedral zuriquesa (que era la autoridad eclesiástica responsable de dichas comunidades) y, en general, del pago de los intereses adeudados a prestamistas. Luego de una serie de asambleas y contactos, los campesinos enviaron un pedido formal a la junta de gobierno de la ciudad, a fin de que instrumentara su reclamo.

Dada la confusión reinante, urgía un tratamiento profundo y claro por parte del reformador de la temática del vínculo entre el evangelio y el actuar de los cristianos en su relación con el prójimo y los bienes materiales. No solo porque era necesario aclarar su posición frente a la de los campesinos, sino porque apremiaba salir al encuentro del rumor que había comenzado a esparcirse por toda la región (a instancias del sector prorromano), que sostenía que la predicación evangélica estaba llevando a Zúrich a un estado de anarquía en el que ya no se acataban las disposiciones de la autoridad pública. A ello se agregaba que una parte de la clase dirigente —preocupada por salvaguardar a toda costa el orden vigente— comenzó a reclamar que la predicación de la “justicia divina” del evangelio quedara estrictamente acotada a los límites impuestos por la “justicia humana”, gobernada por la autoridad civil, lo cual habría significado someter nuevamente la libre Palabra de Dios al corsé de los mandatos humanos.

Colocado frente a ese múltiple desafío, Zuinglio decidió responder con una predicación “Sobre la justicia divina y humana y cómo se comporta una con respecto a la otra…”. El impacto ocasionado por la misma, así como el pedido insistente de varias personas ligadas al movimiento evangélico, movió al reformador a dar el texto para su reproducción impresa, y así poder alcanzar con su mensaje a un público más amplio.5

La argumentación zuingliana en el escrito

Zuinglio comienza caracterizando lo que es propio y función de cada una de las justicias, divina y humana, a partir de una serie de afirmaciones sobre tres realidades teológicas fundamentales: Dios, Jesucristo y el ser humano. Decisiva es la radical oposición que ve el reformador entre la majestuosa santidad del Dios misericordioso y justo y la corrupción total del ser humano pecador. En la infinita diferencia cualitativa de caracteres y modos de obrar que manifiesta dicha oposición se basa la infinita superioridad y perfección de la justicia divina —del evangelio— sobre la justicia humana, reflejada en la ley civil.
Zuinglio ilustra la justicia divina con una serie de diez ejemplos tomados de diversos pasajes de las escrituras (sobre todo del Sermón de la Montaña). Uno de ellos dice, por ejemplo: “Dios [no solo] nos manda no disputar o pelear, sino que, cuando nos quiten la túnica entreguemos también la capa (ver Mt 5,40; Lc 6,29). Y Él mismo lo hizo, pues se dejó enjuiciar y matar por sus enemigos sin reclamar su derecho, así como lo predijo el profeta: ‘Él fue llevado a muerte como una oveja y no abrió la boca’ (Is 53,7) y: ‘Él no gritará ni se defenderá’ (Mt 12,19)”.

Para Zuinglio la perfección y la plenitud de la justicia divina se expresa en el evangelio, pues a través de la obra de Jesucristo, Dios mismo cumple y satisface la justicia que prescribe al ser humano pecador, en su lugar y en su favor, por pura gracia y misericordia. Mientras la justicia humana —según la clásica defini-
ción— se limita a “dar a cada uno lo suyo”, Dios no se ajusta a esa lógica, pues si lo hiciera, ello significaría necesariamente la condena definitiva del pecador; antes bien, la trasciende: en la libertad de su infinito amor, toma sobre sí mismo el castigo que hubiera merecido el pecador, a fin de que este no muera, sino que viva. Quienes aceptan la buena noticia de que Jesucristo es la prenda de su justicia ante Dios, no se agradan a sí mismos, ponen toda su confianza solo en Dios y se esfuerzan por conformarse cada vez más a su voluntad.

La misma oposición explica la razón y la función de la “pobre, miserable justicia humana”. Dios ha instituido las leyes “por causa de los impíos”, quienes no solo comparten la corrupción original con la humanidad, sino que niegan abiertamente a Dios y su justicia y, por esa razón, cometen toda clase de crímenes. Su función es “alejar y someter” a los malvados manifiestos, contribuyendo a suprimir las más grandes injusticias. No obstante, quien guarde las leyes y sea encontrado justo ante las personas, no necesariamente será justo ante Dios, pues ante Él la única justicia que vale es la del evangelio. Un ejemplo: el mandamiento “no robarás”, compete solo a la vida externa y a la honradez externa, mientras que el mandamiento “no desearás los bienes ajenos” compete a la justicia interior, divina. Medidos según la justicia divina todos somos “bribones”. Medidos por la justicia humana, frecuentemente somos juzgados honrados, aunque no lo somos ante Dios.

Zuinglio deja así sentado que hay dos clases de justicia: una es la justicia divina, que se dirige a la “persona interior” y establece cómo se debe amar a Dios y al prójimo. Con respecto a ella “nadie es justo, sino solamente Dios y aquel que por gracia, cuya prenda es Jesucristo, es hecho justo por medio de la fe”. La otra es la justicia humana, constituida respecto a la “persona exterior”. Ella solo es capaz de juzgar los actos exteriores, no el corazón (al que juzga solamente Dios). Sin embargo, Dios la ha ordenado por causa de nuestra desobediencia, confiriéndole a la autoridad civil la responsabilidad de velar por ella, preservando a los justos y manteniendo a raya a quienes la transgredan.
Luego de identificar y distinguir la justicia divina y la humana, Zuinglio se concentra en la pregunta de cómo se deben comportar los cristianos en su vida personal y social con respecto a las demandas del evangelio y a las del ordenamiento legal civil. Para ello, se sirve fundamentalmente del pasaje de Romanos 13,1-7, donde encuentra una respuesta ejemplar a dicha cuestión. A partir del mismo, el reformador desarrolla su reflexión entrelazando permanentemente dos niveles temáticos distintos: por un lado, presenta el recto ordenamiento recíproco entre ambas justicias en sentido general y fundamental, operando con la distinción entre el mandato del ministerio de la proclamación y el mandato de la autoridad civil, entre la misión de la iglesia y la tarea del Estado; por otro, va mostrando las consecuencias prácticas en el plano de las prácticas económicas, haciendo referencia a las cuestiones conflictivas sobre el pago de intereses y diezmos que motivaron el escrito. A fin de simplificar la exposición, presentaré primeramente sus reflexiones de orden general.

Para Zuinglio, la vocación del cristiano siempre ha de llevarlo a buscar primero la justicia divina, sin contentarse solo con ser probo con respecto a la justicia humana. La Palabra de Dios debe ser anunciada para aprender lo que Dios manda y con qué gracia Él nos ayuda, pues solo ella enseña lo que es bueno y lo que es malo, y aporta el criterio que permite reconocer las verdaderas buenas obras. De ahí su convicción de que si no se predica la plena justicia divina, la justicia humana “palidece” y las personas caen en una total hipocresía. Por eso, quien proclama la Palabra de Dios no debe callar nada, de lo contrario le sería reclamada la sangre de las víctimas.

El ejercicio de la justicia humana ha de estar bajo la responsabilidad exclusiva de los poderes ordinarios del Estado. Los cristianos tienen el deber de respetar y obedecer a la autoridad civil que la preserva. La pretensión de las autoridades eclesiásticas romanas, que reclaman para sí la potestad del ejercicio simultáneo de ambas justicias, no tiene fundamento alguno en la escritura. De su testimonio surge con claridad que los clérigos no están para enseñorearse, sino para servir a la Palabra de Dios. Si un ministro de la iglesia quiere ejercer el poder civil, debe dejar el ministerio eclesiástico.

Por otra parte, la autoridad civil debe dejar que la Palabra de Dios sea predicada libremente y no debe impedir que actúe. Ninguna autoridad civil debe oponerse a ella, ni debe querer controlarla, puesto que no tiene competencia ni potestad sobre las conciencias de las personas. Sin embargo, el reformador observa que los príncipes y magistrados, aprovechándose de que los predicadores deben enseñar que se les debe obediencia, en lugar de cumplir rectamente con su mandato, ejercen violencia contra la Palabra de Dios y la libertad cristiana; prohibiendo predicar distinto a lo que ordena el papa, oprimen las conciencias que fueron liberadas por la Palabra de Dios, y no las quieren dejar libres. Si se obstinan en hacerlo, los gobernantes se convierten en tiranos. Los cristianos no deben aceptarlo, sino que deben seguir predicando fielmente la Palabra de Dios, pues para ellos es preferible morir antes que apartarse de la verdad. De modo que, estando en juego el testimonio público de la verdad de la Palabra, la desobediencia a la autoridad civil llega a ser un deber de los cristianos frente a Dios (en referencia directa a Hch 5,29).

Al abordar la cuestión del actuar de los cristianos en su relación con el prójimo y los bienes materiales, Zuinglio parte de una afirmación central: la tierra y sus frutos son de Dios (Sal 24,1). Él los ha dado para que sean usados libremente, sin pagar, por lo cual deberían estar a libre disposición de todos. Si las personas hacen una propiedad privada de aquello que le pertenece a Dios, violan el doble mandamiento de amor a Dios y al prójimo, y se hacen eternos deudores de Dios. Por eso, para el reformador, la propiedad privada tiene su raíz en el pecado.

Al introducir su visión de la ley como “escudo protector” y como “dique de contención” de las obras que son fruto del pecado, Zuinglio señala que Dios comenzó dando su mandamiento “no codiciarás”, a fin de que no se diera lugar a agitación y desgracia por causa de la propiedad. Pero dicho mandamiento resultó demasiado elevado “para nuestra carne”. De modo que para que la codicia, que nos habita y domina desde Adán, no arruine totalmente la sociedad humana, Dios tuvo que dar un mandamiento más elemental, ubicado en el marco del orden jurídico civil: “no robarás”. Quien lo transgrede, vulnera tanto la “pobre” justicia humana como la justicia divina.

Así pues, frente al reclamo de los campesinos, Zuinglio reconoce y confirma la obligación del pago de intereses y diezmos como orden legal válido (sobre la base del derecho humano). Mientras la autoridad civil ordene aportarlos, deben ser pagados, pues en la comunidad civil ha de tenerse por deuda todo aquello que la autoridad legítima y competente define como deuda y obligación y que está reglamentado contractualmente bajo la protección del derecho vigente. Si ella decide suprimirlos —lo cual está dentro de su potestad—, debe cuidar que quienes hayan adquirido un derecho a recibir diezmos sean resarcidos de acuerdo a las condiciones en que los mismos hayan sido adquiridos.

Por otra parte, Zuinglio insiste en que, si se quiere proteger a la comunidad de derecho en el espíritu del amor cristiano, y no abandonarla a su total desgarramiento por causa de la codicia, entonces se debe —y con ello se dirige especialmente a la junta de gobierno— encontrar soluciones paso a paso, por el camino de la reforma social, que modifiquen el sistema de tributos según el criterio de la justicia divina de la Biblia, para reconducirlo hacia su finalidad social original (apoyo a los pobres, fundación de escuelas, sostén de los predicadores, etc.). Para el reformador, la autoridad civil tiene la obligación de ocuparse de que no se haga abuso de los diezmos y de tomar medidas para evitarlo. Por ello advierte que si el gobierno no busca caminos por la vía pacífica y legal, evidencia ser una autoridad injusta, y la persistencia de la injusticia llevará a que se busquen las soluciones por la fuerza.

Zuinglio aplica el mismo razonamiento fundamental al pago de intereses y préstamos hipotecarios: a fin de preservar un orden de derecho que llegue a posibilitar la paz social, deben ser pagados. Sin embargo, la autoridad civil debe suprimir toda reglamentación injusta. Así, por ejemplo, sostiene que la aplicación del “interés compuesto” no debe ser tolerada, y que la reglamentación que establece un porcentaje fijo de un 5% para los préstamos —la cual, según su opinión, “ni siquiera merece ser llamada justicia humana”, pues “no considera ni la Palabra de Dios ni la ley de la naturaleza”— debe ser reformada. Por ello, amonesta a los magistrados para que modifiquen esa modalidad de interés, suprimiendo los contratos que establezcan la obligatoriedad de su pago con independencia de los frutos obtenidos por el tomador del préstamo o arrendatario. Solo el interés como “compra de frutos” sería admisible; es decir, como aquel porcentaje de rédito ligado estrictamente a la producción y su rendimiento, obtenido por el “comprador” (inversor o prestamista), que de ese modo no solo tiene derecho a compartir las ganancias, sino que a la vez acepta y se compromete a sobrellevar equitativamente las eventuales pérdidas de la empresa.

Así, la intención fundamental del reformador apuntaba a introducir un nuevo ordenamiento social de la “justicia humana” desde las premisas y demandas de la “justicia divina”, apelando a la conciencia de los representantes de la autoridad civil en ese sentido —un programa que se explica por el hecho de que, en su situación histórica concreta y desde su perspectiva (marcada por la conciencia de estar viviendo un tiempo especial y decisivo, un “kairós”, en que Dios revela poderosamente la luz de su Evangelio)—, Zuinglio consideraba a la autoridad civil bien instruida por la Palabra de Dios como el instrumento más adecuado para realizar cambios sociales por la vía pacífica, en contra de la acción destructiva de los intereses sectoriales egoístas.

Ello no solo presupone la escucha del mandamiento de Dios y la acción acorde por parte de los cristianos que intervengan con diferentes responsabilidades en el ámbito institucional-público fundado en el derecho (que Zuinglio entiende como el espacio concreto de protección contra los poderes opresores y tiránicos, en el que los cristianos deben servir a la justicia de Dios a través de su interacción política), sino también demanda la libre proclamación de la Palabra de Dios por parte de la comunidad cristiana, pues desde allí se recordará a los cristianos cuál es su tarea concreta y se dirigirá la pregunta crítica a la autoridad civil, de si se ocupa rectamente de su encargo de garantizar la libertad del evangelio y de someter todos los ámbitos de la sociedad y la política a la norma superior de la Palabra de Dios.

Bajo la influencia de la predicación de Zuinglio y el movimiento evangélico, en Zúrich se logró transitar un camino de reforma e integración social que, si bien de modo atenuado, fue asumiendo las demandas de las comunidades rurales, lo cual contribuyó decididamente a mantener alejada de su territorio la sangrienta “Guerra de los Campesinos”.

Relevancia actual del discurso zuingliano sobre la justicia divina y la justicia humana

Para finalizar, nos proponemos señalar sintéticamente algunas de las perspectivas que consideramos de mayor relevancia en relación con los desafíos con que en la actualidad se ven confrontados los cristianos y las iglesias en el campo socioeconómico.

En primer término, cabe destacar que la justicia divina del evangelio, el orden del amor solidario, es vista por Zuinglio como un poder transformador. Su sujeto propiamente dicho es el Espíritu Santo, que actúa mediante la Palabra de Dios en la conciencia y a través de los actos de los creyentes. Él es la única fuerza capaz de vencer el egoísmo y la codicia, que todo lo destruyen. Inscribiendo la obra reconciliadora de Cristo en el corazón del pecador, enciende en él el amor y la misericordia, y con ello la disposición a no elevarse para dominar al otro, sino a servirlo solidariamente en la comunidad de hermanas y hermanos. Ese obrar vivificante y renovador del Espíritu divino no se restringe a la “interioridad del alma”, al “seno de la iglesia”, no se proyecta meramente al “más allá”, sino que se extiende —testimoniando y estableciendo el señorío de Cristo— en toda la realidad creada, tanto en la naturaleza como en la historia, penetrando y transformando no solo la vida privada, sino también la vida pública, en todos sus niveles y sus ámbitos.

Ahora bien: Zuinglio es plenamente consciente de que en un mundo “quebrado” radicalmente por el pecado, no es posible imponer directa e “inquebrantadamente” los criterios del evangelio. Pero su pensamiento, aun manifestando una clara conciencia en cuanto a que, mientras las personas vivan en cuerpo y alma sobre esta tierra, no desaparecerá la tensión entre lo absoluto y lo relativo, entre lo último y lo penúltimo, entre la justicia divina y la justicia humana, no da lugar a una postura supuestamente “realista”, que rechaza como ilusoria toda posibilidad de cambio social a favor del bien común y el de toda la creación (acomodándose y legitimando lo dado). Antes bien, plantea la relativización de la justicia y los ordenamientos humanos, pues parte del conocimiento de que ellos no tienen su “norma” en sí mismos, sino que deben recibirla a través de la justicia divina del evangelio. En el campo de la economía el enfoque del reformador suizo implica el rechazo más tajante a todas aquellas ideologías que reclaman para ese campo de la actividad humana una supuesta autonomía y autorregulación (como lo hace hoy el neoliberalismo). A la vez, da lugar a la afirmación de que la economía debe recibir sus metas desde “fuera de sí”, a partir de la necesidad de que sirva a la voluntad de Dios revelada en Jesucristo, quien vino a traer vida en abundancia para todos (Jn 10,10).

De ahí que el necesario marco institucional —en la vida de la iglesia, de la economía y la sociedad civil y del Estado— deba ser reconocido por los cristianos como el espacio de resistencia y de servicio, en el cual, los compromisos que asuman y las acciones que emprendan por amor al prójimo y con vistas al bien común, deberán dejar que se haga presente la fuerza transformadora del Evangelio y su justicia. Su acción en el campo de la economía, por ejemplo, no podrá eliminar totalmente la propiedad privada, pero buscará subrayar su estrecha ligazón social; no les será posible impedir el egoísmo y la codicia, pero combatirán la usura e impulsarán la organización e integración de los grupos sociales más débiles y marginados, trabajando en una forma de hacer economía que sirva a la reproducción y al sustento de su vida material concreta de todos, y con su testimonio reforzarán la conciencia de que las personas solo poseen los bienes materiales como administradores de un préstamo, por el cual deberán rendir cuentas a Dios.

En esa perspectiva, la iglesia cristiana, con su proclamación y testimonio, tiene una responsabilidad profética (y política) indelegable. Pero su responsabilidad no es solo hacia afuera, pues con respecto a su organización institucional y a la administración de su propia economía —como bien lo evidencia el conflicto en torno al pago de los diezmos al cabildo catedralicio por parte de las comunidades eclesiales locales en el territorio de Zúrich— deberá dejarse interpelar permanentemente sobre los criterios a los que responden las decisiones y medidas que instrumenta, sobre el modo en que ejerce su propia mayordomía en todos sus niveles: ¿al servicio del testimonio del amor y la solidaridad de Dios con los pecadores, pobres, débiles y marginados o al servicio de su autoedificación institucional y de sus “funcionarios”? ¿Al servicio de la común misión de todas sus comunidades o solo considerando las necesidades e intereses de las más “fuertes”? ¿Especulando con los beneficios que le reporte una actitud complaciente con los poderes de turno o dispuesta a sufrir necesidades por amor a Jesús y a su “rebaño”?

El carácter relativo y variable de los estatutos legales y económicos de la sociedad, ligados en lo ético-social al mandamiento del amor del Sermón de la Montaña es lo que Zuinglio hizo valer frente los poderosos de su tiempo, interesados en la absolutización y eternización del status quo. Ese también es uno de los desafíos e impulsos fundamentales que las cristianas y cristianos de hoy recibimos de su herencia teológica.

Notas

1. Para este epígrafe utilicé Gottfried Locher: Die Zwinglische Refor-
mation im Rahmen der europäischen Kirchengeschichte, Vandenhoeck & Ruprecht, Gotinga y Zúrich, 1979; Berndt Hamm: Zwinglis Reformation der Freiheit, Neukirchner Verlag, Neukirchen-Vluyn, 1988.

2. Ver U. Zuinglio: “Sobre la justicia divina y la humana…” en René Krüger y Daniel Beros (trad./eds.): Ulrico Zuinglio–Una antología, La Aurora, Buenos Aires, 2006, pp. 149-191.

3. Ver U. Zuinglio: “La libre elección de los alimentos” en Ibid., pp. 33-50.

4. Ver U. Zuinglio: “Las 67 Conclusiones o Artículos” en Ibid., pp. 77-84; “Explicación y fundamentación de las Conclusiones o Artículos” en Ibid., pp. 85-128.

5. Ver U. Zuinglio: “Sobre la justicia divina…”, en Ibid.

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