Establecer los criterios centrales de la iglesia como comunidad de salud integral es una tarea ineludible en este principio de siglo tan decisivo para la historia de la humanidad. Los espacios sociales en los que el ser humano puede encontrar amor y compañía se estrechan cada vez más. La humanidad reclama para sí, en medio de su crisis, una comunidad (de fe) que la sostenga y oriente. El trabajo pastoral, de esta forma, habrá de encaminarse a restaurar lo humano que se traduzca en salud integral y cambio social.
Sin embargo, vivimos hoy en la América Latina con paradigmas económicos (de mercado capitalista total), políticos (de democracia electoral, mercantilizada y dependiente de los grandes capitales transnacionales), ideológicos (de la religión de mercado), sociales (de exclusión y marginación) y culturales (de consumo e individualistas) que son evidentemente deshumanizantes. Así, nuestros pueblos están marcados por el dolor, la perplejidad, el miedo, la incertidumbre, el aislamiento, el rechazo, la angustia e incluso la desesperación. Es una realidad marcada por el caos, en la que se excluye a las mayorías y se destruye la naturaleza.
Las consecuencias de este fenómeno de exclusión y destrucción se manifiestan palpablemente en el rompimiento de las relaciones sociales y humanas, en la desintegración de la familia, la comunidad, el barrio, la sociedad. Por tanto, crecen la violencia social, la pobreza y la marginación, la apatía y la desesperanza, el abuso de poder, la desigualdad social, etc. En medio de tanta desgracia, se desarrollan las epidemias mortales: la drogadicción, el alcoholismo, la violencia familiar, la delincuencia, la corrupción. A esto se suman las migraciones y los desplazamientos forzados en busca de la sobrevivencia, la falta de significación personal y la ingobernabilidad de las masas, la descarada corrupción y el ejercicio impune del poder que se santifica satanizando a la oposición. Es el caos donde se funden la irresponsabilidad y la esperanza, el cinismo y la heroica paciencia.
Es en medio de este contexto que surge el tema de la iglesia como comunidad de salud integral. Por ello, hoy más que nunca necesitamos una acción pastoral en la que cada creyente no sea un mero supuesto, sino un ser humano significativamente identificado; necesitamos una pastoral que acompañe al ser humano con verdaderos signos: desde una práctica económica que dignifique al ser humano, desde una práctica de servicio y no desde un poder autoritario y dominador, desde una visión de Dios que no mantenga cautivos a los creyentes ni los acomode al sistema opresor, desde una práctica de la justicia que restituya al ser humano en sus necesidades vitales, desde una psicología pastoral que atienda al ser humano en su sufrimiento y desde una espiritualidad que construya una humanidad armónica y coherente en sus relaciones con Dios, con el prójimo y consigo mismo.
Es por eso que en el desarrollo del presente ensayo se trazarán los criterios pastorales para las diferentes dimensiones del cuerpo humano, de cara a la formación de la iglesia como comunidad sanadora.
Problemática eclesial
Las consecuencias de estas crisis de paradigmas en el interior de las iglesias no se dejan esperar: iglesias que entienden el fenómeno religioso en clave de mercado, modelos de liderazgo autoritarios, ejercicio de la disciplina que degenera en legalismo, ejercicio de la espontaneidad que degenera en desorden. Los programas son más importantes que las personas, guardar las apariencias es más importante que la madurez auténtica, la cantidad es más valiosa que la calidad de vida, la iglesia pierde su carisma original y se burocratiza, la Palabra es un trampolín para
intereses y desahogos pastorales. Así, las diferentes ideologías deforman el rostro de Dios, del prójimo y de uno mismo. A las consecuencias anteriores se añaden otras en el ámbito eclesial: la institucionalización de la iglesia, la promoción de una “gracia barata” y de una “espiritualidad que engorda”, que nada tiene que ver con la transformación de la realidad que se vive. Y todas estas realidades niegan la vida y promueven la muerte temprana e injusta de las congregaciones.1
Hoy la mayoría de las iglesias cristianas han cerrado sus filas y espacios en autodefensa y/o han condescendido con la ideología imperante, por comodidad, conveniencia o ingenuidad. Otras, herederas de un fundamentalismo que “ha sembrado las bases de una iglesia temerosa de los cambios sociales y la transformación”,2 han puesto murallas para los sectores desprotegidos.3 O en otros casos se han vuelto enajenantes, ya que se cultiva una actitud apolítica, un egoísmo espiritualista de evasión. Hasta se ha llegado a confundir en muchos círculos eclesiales la ética capitalista con la ética del evangelio del Reino.
Se pueden mencionar muchos otros problemas que actualmente dejan su nube sobre las iglesias. Pero lo antes dicho pone el marco que servirá de referencia para analizar
la pastoral de Jesús y, desde ella, formar la comunidad del Reino: presencia de salud integral en las familias y en la sociedad.
El ser humano como centro de la misión integral de la iglesia
La misión integral de la iglesia tiene como referencia fundamentalde su acción la vida del ser humano. Y, ante esto, la iglesia corre el grave peligro de valorar la conciencia de sus miembros y de la gente en general a partir de su tradición, sus normas y su doctrina, o de interpretar su misión a partir de principios teóricos y no de la vida misma.
Si la misión tiene como centro de su acción normas o doctrinas –por muy valiosas que estas sean– en vez de tener al ser humano, se verá afectada en la construcción
de la iglesia como comunidad sanadora. La desvalorización de la persona aniquila la esperanza y hace que la pastoral de la iglesia sea mediocre e ideológica. El verdadero evangelio trata a las personas como seres únicos, insustituibles e irrepetibles.
Simbología del cuerpo para la formación de comunidades de salud integral
Lamentablemente, muchos seres humanos viven divididos internamente: en contradicción y desequilibrio entre lo que piensa su corazón, lo que dice su lengua, lo que hacen sus manos y lo que dirigen sus pies. La praxis sanadora de la iglesia trata de que el ser humano se realice sin disociación, para que pueda expresarse en forma unitaria. El ser humano ejerce su vitalidad en la integración
de todo su ser, en armonía y no en contradicción, no en desequilibrio y oposición entre lo que piensa el corazón, lo que habla la boca, lo que hacen las manos, lo que miran los ojos, lo que guía los pies, lo que oyen los oídos. No estaremos liberados ni en camino hacia la plenitud si no aprendemos a realizarnos en unidad. Estos símbolos corporales se refieren a:
– La intención profunda, la interioridad del corazón y del pensamiento – La expresión hablada, la palabra hablada – La realización concreta, las acciones de las manos – La interpretación correcta y los valores del Reino – El camino de esperanza que hay que recorrer – La comprensión y el discernimiento que hay que ejercitar
Jesús legó a sus discípulos los principios básicos de una práctica alternativa, que es la práctica del Reino. Su práctica pastoral (simbolizada con la práctica del cuerpo) quiere edificar una comunidad sanadora.
Por una teología y eclesiología del cuerpo
En la sociedad de hoy, el cuerpo es muchas veces subestimado. Se desconfía de él cuando se presenta sucio, desnutrido y enfermizo; se lo reduce a sexo excitante; se lo explota como instrumento de trabajo y de producción; se lo mercantiliza para el consumo; se lo extenúa con torturas, cuando no se lo mata violentamente. Así se trata a nuestro cuerpo en la civilización posmoderna. El cuerpo de Cristo, que es la iglesia, ha de poner toda su praxis en la transformación de los cuerpos humanos.
Hemos de aprender a respetar el cuerpo como transparencia de los proyectos y sentimientos humanos. Es un regalo, por eso se cuida. La limpieza corporal, el cuidado del enfermo, la delicadeza del gesto en el encuentro de los sexos, la ternura en las manifestaciones de aprecio y cariño, los pequeños estímulos de la vida cotidiana contribuyen a considerar, respetar y admirar el cuerpo humano como centro manifestativo y expresivo de los valores del Reino. Por eso, para la iglesia, el cuerpo debe ser muy importante. La pastoral transformadora de la iglesia trata de que los cuerpos no tengan dolor, no tengan miedo, que
puedan dormir en paz, que puedan trabajar con gozo, que puedan crear el amor, que puedan tener sus hijos, que puedan vivir el futuro sin angustias y ansiedades. Es una pastoral liberadora del cuerpo.4
Además, para los cristianos, el más alto símbolo religioso que existe es el símbolo de la resurrección del cuerpo, que significa libertad y dignidad, identidad, sentido.
Una teología del cuerpo debe usar los símbolos que vienen de una tradición muy antigua, la del Antiguo Testamento, que se caracteriza por el hecho de que la gran
preocupación es el cuerpo: la praxis de las manos, los pies, la mirada, el hablar, el oír. Entonces la pastoral de la iglesia ha de ser realizada en términos de la redención del cuerpo. La lucha que la iglesia ha de hacer por la liberación es, ante todo, una lucha por la liberación del cuerpo. Es pastoral que quiere hacer que el cuerpo tenga un sitio amigo en este mundo. El lugar por excelencia es el cuerpo:
La ternura, la dependencia, la gratuidad y la búsqueda de la singularidad son sucesos que sólo pueden acontecer en la geografía del cuerpo: lugar donde se desenvuelve la vida y se agazapan las fuerzas del horror, el cuerpo es la zona de mediación por excelencia, sitio donde se arraiga y reproduce la cultura.5
Todo el desgarro de la sociedad pasa sobre el cuerpo. Todas las prácticas injustas, opresivas, deshumanizantes han fracturado la realidad del cuerpo. Los cuerpos siguen
aprisionados por los “demonios” que lo condenan al fracaso en el mismo momento de intentar la emancipación. De ahí que la misión y pastoral de Jesús es querer formar
un cuerpo nuevo, transformarlo y potenciarlo para que el cuerpo pueda manifestar todo lo que puede, sabe y tiene.
La humanización del propio cuerpo
Bien sabemos que Cristo vino a enseñarnos a ser plenamente humanos; y sabemos que vivir humanamente es una opción, como lo es también el vivir desfigurada o enfermizamente, perdida y deshumanizadoramente. Recordemos que la condición humana asumida por Jesucristo no es una pasión inútil sino un proyecto en proceso e inacabado, hasta que alcancemos “la estatura de la plenitud de Cristo” (Ef 4,13). En este asumir su condición humana, él nos devuelve la esperanza y la vitalidad de ser seres humanos. En Jesucristo, Dios quiere acompañarnos
para que vivamos esta aventura humana como un proceso de humanización.
Abrirse a una revisión de vida
El camino de la humanización comienza siempre cuando alguien se abre a una revisión de su propia vida. En los evangelios aparece con bastante claridad que solo aceptaron la curación y la salvación ofrecidas por Jesucristo quienes se abrieron a un diagnóstico de su propia vivencia, quienes tuvieron un encuentro profundo con Jesús. Aquellos que se resisten a esta revisión y, por lo tanto, al ofrecimiento de una nueva calidad de vida, no se dejan humanizar. Y sabemos que Jesús quiere despertar las potencialidades “dormidas”, sacudir las conciencias “entumecidas” y vitalizar los estilos fatalistas.
Vivir humanamente significa darse cuenta, tomar posesión de uno mismo, descubrir sus propias vivencias interiores, dejarse confrontar, adquirir una nueva lucidez y
una mayor familiaridad con uno mismo y contactar con su interioridad de una manera sincera y profunda.
Desde esta perspectiva, podemos afirmar que Jesucristo era un diagnosticador: “Conocía el interior de las personas y ponía al descubierto a quienes se dejaban encontrar por él, perforaba las apariencias y condenaba la hipocresía, despertaba el letargo religioso y suscitaba nuevas inquietudes, desenmascaraba las falsas seguridades y colocaba en el centro a los excluidos”.6
Sobre todo, revelaba de muchas maneras que el proceso de humanización pasa necesariamente por un vivir en tensión (paradoja). Vivir la vida cristiana tiene sus propias paradojas: es paz en medio de la lucha. Es sabernos seres del Reino en el apego a lo terrenal. Es meditar en la Palabra y hacer una lectura de la situación. Es vivir piadosamente pero solidarizándose con los pecadores. Es vivir en medio de la injusticia sin acostumbrarse y conformarse a ella. Es gozarse en la esperanza sin perder de vista el sufrimiento en la tribulación. Es orar al Señor para que sane nuestras dolencias y a la vez abrirse a la miseria del mundo recibiendo más dolor. Los creyentes son “como engañadores, pero veraces; como desconocidos, pero bien conocidos; como moribundos, más he aquí vivimos; como
castigados, más no muertos; como entristecidos, más siempre gozosos; como pobres, más enriqueciendo a muchos; como no teniendo nada, más poseyéndolo todo” (2 Co 6,8-10).
Quienes optan por vivir superficialmente, quienes no se contactan con su propia corporalidad, quienes huyen de asumir su vida en paradoja, quienes se tragan los “sedantes sociales” que adormecen la conciencia, con semejantes opciones propician enfermedades tanto del cuerpo como del alma.
Aprender a vivir el propio cuerpo
No es posible separar salud humana y corporalidad. Podríamos decir que la salud humana consiste fundamentalmente en la manera de vivir la propia corporalidad. Estamos hablando, por tanto, de una relación (que ha de ser lúcida, despierta, en paradoja) con el propio cuerpo vivido. Cristo vino para enseñarnos a vivir saludablemente (y santamente) nuestra corporalidad.
La encarnación: una manera de acoger y aceptar el propio cuerpo
La encarnación de nuestro Señor nos enseña que él se hizo cuerpo para que vivamos saludablemente. La encarnación significa concretamente la aceptación y acogida
de ese cuerpo y, por lo tanto, de sus implicaciones. Acogiéndolo, Jesucristo no solo acepta una igualdad básica con todos los humanos sino que además se somete voluntariamente a las leyes básicas de la corporalidad. Vivir saludablemente significa apropiarse de lo no escogido, de lo inacabado e imperfecto, de lo marcado por la caducidad, la fragilidad, la mortalidad.
No hemos sabido humanizar el cuerpo. Hoy se le da un culto al cuerpo a través de un cuidado hedonista. Se busca un cuerpo placentero, agradable, con el que podamos
tener vivencias que dejen fuera el dolor, la fatiga, el malestar. Se busca afanosamente aumentar la capacidad de placer de forma que lo podamos contabilizar en términos de logros. También hoy se quiere un cuerpo digno de ser admirado, como si fuera un producto que es vendible y para la exhibición. En esta autocomplacencia narcisista, como objeto en el que me recreo y otros se pueden recrear, se construye la seguridad y el prestigio. Esto supone un cierto exhibicionismo que tiene su precio, su tiempo y su energía para poderlo presumir. Otros han descubierto su
cuerpo como valor instrumental, como un medio para lograr determinados fines. El problema radica en que todo lo instrumental es de alguna manera susceptible de manipulación e implica la tendencia a tratarlo como objeto quese toma o se deja, según nos sirva.
¿Hasta qué punto los cristianos dejan que el evangelio ilumine la vivencia del cuerpo? La propuesta saludable contenida en la encarnación de Jesucristo tiene otras expresiones y derivaciones: el cuerpo como lugar de encuentro.
Nuestro cuerpo está hecho para salir, para la búsqueda del otro, para el encuentro. En Cristo, esta apertura es, además, el fruto de una opción. Somos seres de relación. Negarnos a ello es negar nuestra humanización. Los ojos, las manos, los pies, la palabra, el oír, los gestos, el porte, van más allá de la pura herramienta y se cargan de significado. Ya no es sano el ojo que ve sino también el que aprende a mirar. Ya no es sana la boca porque meramente se expresa sino las realidades humanizadoras que genera con su hablar. Ya no es sano el oído porque percibe informaciones sino porque acompaña y se identifica con los demás. Ya no es sano el caminar por el hecho mismo de poder andar sino por los caminos que opta.
La praxis de las manos (dimensión económica): el amor
Las manos son el signo de la acción humana. Con las manos se alaba a Dios (Sal 47,2). Las manos abiertas hacia el cielo son signo de una búsqueda transparente del
Dios de la vida. Las manos cerradas significan violencia, enojo, pero sobre todo indiferencia, insensibilidad para dar y recibir. Ya en el Antiguo Testamento se ve que para el pueblo de Israel era normal el que un hombre o una mujer entrara al campo del dueño para satisfacer su apetito. Era una ley de Dios –que no solo debía cumplirse cuando alguien estaba en extrema necesidad– la de encarnar un espíritu de generosidad que no se molestara por ver que un pobre o viajero saciara su apetito en el campo propio.
Por eso, con toda libertad los discípulos de Jesús pueden recoger espigas para satisfacer confiadamente su hambre (Mt 12,1); el problema que los judíos señalaban es que lo hicieron un día sábado. Jesús usa sus manos para curar y repartir el pan a los hambrientos, es decir, para ayudar al pueblo en sus necesidades materiales básicas.
Esta dimensión de lo concreto, lo material, comienza con la encarnación del Hijo, que se hace mundo, materia.
Por ello no le tiene miedo a la materia, ni dudó en asumir la corporalidad humana, a veces trágica, a veces absurda. Y a partir de esta asunción, Jesús se propone usar
sus manos para que los cuerpos se transformen.
Este nivel es el de la vida concreta, el nivel económico de circulación de bienes. Frente a la acumulación, Jesús propone la donación, el reparto comunitario y la comunión con el pobre. Se observa esta práctica en el reparto del pan y en la transformación de los cuerpos.
Jesús educa a sus discípulos en actitud de donación (Lc 6,27-38). Por ejemplo, el “joven rico” cumple con la justicia del Reino cuando reparte sus bienes con los pobres. La miseria de este personaje no consiste en su tener sino en su incapacidad para dar, para compartir, para identificarse con los sencillos, los ignorantes, los pobres. Y de esa manera, para ponerse en marcha y seguir a Jesús.
En esta práctica de amor económico, recordemos que Jesucristo mismo se torna pan para compartir, pan que se da para la vida. Siguiendo la praxis de Jesús, ¿cuál es el riesgo concreto que ha de asumir la iglesia? En primer lugar, todos los hombres y mujeres están llamados a sentarse a la misma mesa. No como el pobre Lázaro de la
parábola, buscando migajas mientras los perros le lamían las llagas (Lc 16). Sentarnos juntos, reír juntos, dialogar juntos son signos de ser una comunidad de mesa. En segundo lugar, hay que compartir el propio pan. No es el pan de los demás el que se parte de una forma impositiva, hay que partir el propio y compartirlo con los otros: así brota la comunión. Cristo se ha partido, ha regalado su existencia al mundo. No se trata de ofrecer la sangre de los otros, hay que ofrecer y derramar la propia, regalar la existencia: sólo así se suscita la alianza como unión de
amor. Es la praxis de aquellos que saben que, con Jesús, la existencia se gana en la medida en que se ofrece y se va dando por los otros; es asumir el riesgo, el camino y la aventura de ser su iglesia, ser pan y vino que se ofrece y se comparte para la liberación y la vida plena de muchos más.
Lamentablemente vivimos en un mundo donde se clasifica la vida del ser humano: decimos que hay ricos y pobres, grandes y pequeños, sabios e ignorantes, libres y
esclavos. Y la principal fuente que causa esta clasificación y división es la fuente económica. El tener o no tener hace la diferencia. Los que no tienen deben vender su fuerza de trabajo a los que sí tienen para sobrevivir. Esta fuente económica hace la diferencia entre las personas: diferencia de cultura, de educación, de nivel social y de poder. Así, el que tiene más, gobierna y a la vez impone un sistema de vida y de relación basado precisamente en las clasificaciones. Y son estas clasificaciones lo que impide la vivencia del proyecto de Jesús: ser comunidad de bienes.
En las primeras comunidades de fe, en lugar de usar las fuentes económicas como una marca de clasificación y de separación, de jerarquía y de manipulación, se usaban
como un don del Señor para provocar unidad y fraternidad, igualdad y relaciones amorosas entre los hermanos. ¿Por qué pudieron transformar esta fuente –que la
mayoría de las veces se usa para oprimir– en un medio para la comunión y la vida? Porque vieron, oyeron y creyeron que Jesús de Nazaret primero extendió sus manos y su vida para compartir todo lo que era y tenía.
Hoy más que nunca necesitamos aprender a compartir lo que somos y lo que tenemos: tareas, vivencias, dones y por qué no, los bienes. Me ha tocado ver a hermanos que
comparten su mesa, alimentando. Otros abren su casa, siendo hospitalarios. Otros más comparten hasta su ropa, su dinero; otros comparten su fuerza física o intelectual para el beneficio de muchos hermanos. “Tener todas las cosas en común” (Hch 2,43-47) es una realidad que edifica y presenta a la iglesia como una alternativa de esperanza para la vida humana.
En mi experiencia pastoral he podido constatar que no hay cristiano pobre que no pueda descubrir a otro hermano con quien pueda compartir. Por ejemplo, las iglesias
de Macedonia padecían mucha tribulación y extrema pobreza, pero esta atribulada pobreza se ha desbordado en riqueza de generosidad. Ellos compartieron con la iglesia de Jerusalén (también pobre) no solo lo que podían sino más allá de sus fuerzas (2 Co 8,3) y, además, lo hicieron con alegría (2 Co 9,7).
La iglesia que manifiesta la fraternidad de la igualdad pone su granito de arena para que el Reino de Dios y su justicia se manifieste entre nosotros; comienza a escribir una nueva historia que, a la vez, es voz profética para este mundo que clasifica, divide y vive en desigualdades profundas. Así, la vieja creación comenzará a desaparecer y empezará a vislumbrarse la nueva creación como signo de esperanza para muchos.
Todo esto nos lleva a una pregunta: Si Dios es un Dios “compartido”, ¿está obligado a resolver el problema del hambre, es decir, a convertir las piedras en pan? Jesús responde: “No sólo de pan vivirá el hombre” (Mt 4,4). Porque el problema de la humanidad no se puede resolver sencillamente a través del alimento. No podemos confundir a Dios con una economía, mucho menos con una cultura de consumo. Hemos de descubrir a Dios en libertad.
…el diablo supone que el que tiene el pan lo tiene todo, que controla al ser humano. Cree que el ser humano se postra ante aquel que les ofrece alimento. De ese modo, son felices y eso basta. De acuerdo con la visión del diablo, el ser humano es primordialmente un estómago. Le basta con tener, convertir el universo en objeto
de consumo, disfrutar de la existencia y olvidar la libertad y sus problemas. Según Satanás, eso debería haber hecho Jesús. Pues bien: Jesús ha preferido hacernos libres.7
Jesús no quiere que el “interés económico” sea el principio absoluto que rija nuestras vidas. Quizá nada descubre las idolatrías veladas del corazón que las actitudes económicas de los cristianos. Muchos llevan la billetera y la cuenta bancaria muy cerca del corazón. El pecado más extendido y menos reconocido en la iglesia hoy es la “avaricia, la cual es idolatría” (Col 3,5). Porque hay quienes
renuncian a su fidelidad al Señor por los beneficios económicos. Hay gente que con tal de no perder su fuente económica, o con tal de subir de nivel económico, hace
pequeñas concesiones, tolerando el acoso sexual sin mostrar su protesta, arreglándoselas de alguna manera con tal de no perjudicar sus intereses económicos. De ahí la, frase contundente de Jesús de que “no sólo de pan vivirá el hombre”.
Entonces la iglesia ha de aprender a ser desprendida para poder ser compartida. Tiene que ejercer su praxis de las manos no para acumular ni para acaparar sino para
compartir en las necesidades de los cuerpos.
La praxis de los pies (dimensión política):la esperanza
Por el pie del ser humano hay que entender su forma de portarse en la vida y el camino que sigue. El tema de los caminos se presenta insistentemente en las Escrituras (Sal 1) como un signo de que ha llegado el Reino de Dios. Jesús curó a los cojos y puso en pie al paralítico (Mt 9,2). Esto simboliza, además de la salud física, que todo ser humano puede caminar según los caminos de Dios. Hay esperanza para todos. Este es el camino de esperanza que recorren los seguidores de Jesús, sus discípulos. El pie simboliza la autoridad (poder) de alguien; por eso el vencedor en la antigüedad asentaba el pie sobre la nuca del vencido (Jos 10,24). Pero Jesús, en lugar de hacer esto, lava los pies de sus discípulos porque él quiere expresar su autoridad como diaconía, como servicio que implica una igualdad fundamental entre todos los seres humanos y como poder verdadero basado en la justicia y la equidad.
Lo contrario de esta práctica es el poder como dominio.
Jesús propone a sus discípulos que no actúen com“jefes de las naciones” que dominan e imponen sino que sean servidores y den vida (Mc 10,42-46), ya que todos son hermanos entre sí (Mt 23,8-9). Jesús critica severamente la situación de los poderosos y su concepción del reinado de Dios como poder que domina.8
Jesús proclama el reinado de Dios a favor de los excluidos. Esta práctica intenta transformar las relaciones de poder. La iglesia ha de ser una comunidad que use su poder para servir: el poder de la diaconía.
El poder puede ser sanador o destructivo, puede liberar o esclavizar, dar vida o matar. Por el poder los ciegos y leprosos quedan curados, los muertos resucitan, los cielos y la tierra se transforman. Pero también, del poder nace el orgullo, la opresión, la avaricia, la manipulación, el odio, las injusticias, la violencia.
Hoy el poder es más visible en compañía de la crueldad que en el silencio del servicio. Hoy se busca el poder por amor al poder. No estamos interesados en el bien común; solo estamos interesados en el poder. Hoy sabemos que nadie se apropia del puro poder con la intención de aflojar la mano. El poder no es un medio, es un fin. El objetivo del poder es el poder.
No somos libres para escoger entre el amor y el poder. Solamente somos libres para escoger las alianzas entre ellos: o el poder del amor o el amor al poder. Y es a partir de esta visión que construimos nuestra vida y el mundo.9
Si el poder es un fin en sí mismo, es enfermizo y destructivo. Pero si el poder es un medio que está al servicio del amor, la solidaridad, la misericordia, la justicia, la paz, es un poder liberador, sanador y potenciador. En este poder,
la iglesia debe sostenerse: el poder infinitamente amoroso y el amor infinitamente poderoso de nuestro Dios harán que los valores del Reino triunfen en medio de todo.
Sin esperanza sólo hay dos alternativas: el suicidio o la dejadez, la esclavitud irremediable o la entrega prostituida del cuerpo a otros “amores”. Por el contrario, creemos en una esperanza sin prostituirse.
Pastoral, poder y misión
La verdadera acción pastoral no se da desde los centros de poder sino desde la construcción de una pequeña comunidad de fe; pequeña y débil, que vive como opción el no usar el poder para dominar. Aunque es pobre y pequeña, es rica. Una iglesia que pone en marcha un mecanismo de gran poder cierra muchas más puertas de las que puede abrir. La fuerza poderosa obstaculiza el camino del Señor.
La iglesia, cuando quiere ser poderosa, se deforma y se masifica, y esto supone la pretensión de tener privilegios sociales, mendigando favores al sistema a cambio
de la neutralidad. Siente miedo de perder lo logrado y, en algunas ocasiones, tiene que salir en defensa de lo establecido. La iglesia fiel a su Señor es pastoral que no se vende al mejor postor, ni se compromete con los poderes de la ciudad hipotecando su vocación redentora y profética con tal de tener cabida en el “reparto de utilidades” con los que detentan el poder político, económico, social
o religioso.
Resistencia al poder
Jesús tiene una categoría para referirse a todos aquellos que resisten la fascinación del poder. El habla del “pequeño rebaño” (Lc 12,32) para referirse a los que, con la fuerza de la Palabra de Dios, encuentran el suficiente valor para superar sus miedos (el miedo a salir de su estructura de vida, que ejerce dominio pero da seguridad). Son aquellos que han escogido vivir la verdad y se resisten a
las mentiras del poder y de la posesión.
Jesús aprovecha todas las ocasiones que se le presentan para enseñar a sus discípulos a percibir su propio sentido de Dios, del ser humano, y a comprender su fe y su praxis, tan diferentes del mundo; “diferencia” que conlleva tres aspectos íntimamente relacionados entre sí: la alianza con el Dios diferente (Dios de misericordia), la constitución de un grupo diferente (eminentemente fraternal e igualitario), mediante una acción diferente definida por el rechazo al poder (la grandeza que se realiza en el servicio y no en la dominación).
El llamamiento a la diferencia está formulado en el pasaje bíblico que dice: “Vosotros en cambio, nada de eso”. Esto significa que la comunidad no debe organizarse según las estructuras de poder, de dominación y de mentira que son habituales en el mundo. Por eso, hoy más que nunca, necesitamos una comunidad cristiana que se organice de un modo verdaderamente diferente del mundo normal.
Si renunciamos a la diferencia, retornaremos a las jerarquías de poder, a la división entre superiores e inferiores, entre dignos e indignos, entre importantes e insignificantes y, sobre todo, entre amigos de Dios y rechazados por Dios, entre los que son grandes delante de Dios y los que son pequeños, que deben tener miedo de Dios, y que no pueden hacerse valer ante él, a no ser por los grandes “mediadores”.
¿Cómo tener una praxis diferente y vivir diferente? Jesús nos lo dice en las bienaventuranzas. “Dichoso” es una expresión que se usa para darle la razón a alguien y felicitarle por la decisión que ha tomado. “Dichoso” se refiere, pues, a la verdad de la vida, a su autenticidad. “Dichoso” significa: “Bravo, estás en lo cierto”; estás en lo cierto al no poner en el centro de tu deseo la voluntad de poder. Entonces la iglesia se situará en la sociedad no entre los violentos sino entre los mansos, no entre los verdugos sino entre los que lloran, no entre los aprovechadores y los opresores sino entre los que tienen hambre y sed de justicia. La iglesia está en lo cierto cuando, con Jesús y todos los profetas que le precedieron, se hace profeta y orienta su vida, sus opciones y sus actos a la realización de una acción humana diferente.
La praxis de los ojos (dimensión ideológica): la fe
Sabemos que la actitud profunda del corazón es la más importante en la perspectiva bíblica. Pero el corazón puede sustraerse de todas las miradas y queda hundido en el
pecho. Y no es posible conocer los pensamientos ocultos de un corazón humano más que indirectamente, por lo que se expresa en el rostro y, más concretamente, a través de los ojos.
Este nivel se refiere a la mirada. Intenta transformar las interpretaciones ideologizadas del Dios del Reino y del reinado de Dios. Jesús quiere dar nuevos ojos para que vean desde su perspectiva. Por eso, ver con ojos de fe equivale a conversión o cambio de valores.10
Jesús propone que Dios es liberador, amor, misericordioso, padre acompañante, compasivo. Y, como valores, propone a sus discípulos la dignidad de la persona humana, la justicia en la distribución de los recursos, la solidaridad con los marginados, el respeto a la libertad del otro, la disposición a servir, la capacidad de soportar los conflictos, y un amor universal que supere todas las diferencias existentes entre los seres humanos. Frente al temor de tener una imagen de un “dios” severo, vengador, justiciero, cobrador de deudas, juez, controlador de la vida, Jesús suscita libertad; frente al miedo, Jesús genera confianza, y frente al egoísmo, Jesús promueve la generosidad. La iglesia es la comunidad de creyentes en Jesús que ve al Dios de la Vida y a la vida misma de una manera diferente.
La praxis de la boca (dimensión ético-social): la justicia
La lengua es un órgano de la boca, pero también es lenguaje humano con posibilidades de verdad y/o mentira, de edificación y/o destrucción, de expresar afectividad y/ o indiferencia. Con la boca se come y se dan besos pero, sobre todo, con ella se habla. En la Biblia interesa el hablar profético. Mediante la lengua se pueden transmitir o bien ocultar las intenciones secretas del corazón. Puede decir
lo que piensa o expresar lo contrario de lo que tiene en el corazón. (Pr 18,20-21).
Jesucristo quiere que el hablar de la iglesia exprese el fondo del corazón, que sea transparente y refleje el hablar de Dios; y esto último en forma especial. El hablar de Dios es el hablar profético, para hacer evidente la justicia de Dios. Y cuando hablamos de la justicia nos estamos refiriendo a la justicia restitutiva, que restituye al que lo necesita. La justicia del Reino no es la justicia distributiva que da a cada quien lo que merece. Ni se trata de la justicia equitativa que da a cada quien por igual, sin importar la condición y la realidad de cada quien. La justicia del Reino es la justicia restitutiva, que “hace justicia a los oprimidos y da pan a los hambrientos. Suelta a los prisioneros; abre los ojos a los ciegos; levanta a los que han sido doblegados; ama a los justos. Que guarda a los forasteros; sostiene al huérfano y a la viuda…” (Sal 146,7ss). Por ello, la iglesia debe buscar el Reino de Dios y su justicia con una pasión tan fuerte que manifieste su “hambre y sed de justicia”.
La praxis de los oídos (dimensión psicológica):la sabiduría
La iglesia está llamada a ser una comunidad que practica la sabiduría. El oído simboliza y significa la audición, pero sobre todo la comprensión y el discernimiento. Tener oídos es ser apto para comprender (Hch 2,14), pero evidentemente es posible toparse con unos oídos que no quieren escuchar ni comprender, para no tener nada de qué hablar con los demás (Hch 17,32); también se puede “hacer oídos sordos”. Como es sabido, no hay peor sordo que el que no quiere oír. Es posible cerrar los oídos para no oír tonterías (Is 33,15), pero también es posible cerrarlos para no oír la Palabra del Señor (Hch 7,57). Pero también por el oír viene la fe. En toda la Biblia, cuando Dios escucha es para liberar, salvar, curar, corregir, instruir y escucha para relacionarse con profundidad.
La iglesia debe desarrollar su capacidad de atender (oír) porque es la que le da la posibilidad de practicar la sabiduría. Debe poner su oído atento al clamor de los pobres, de los sufrientes, de los olvidados. La agenda de la iglesia no está centrada en sí misma sino en su exterior.
Uno de los aportes de la Psicología Pastoral ha sido el revalorar la escucha como elemento transformador y de salud en las relaciones humanas de cualquier tipo y nivel. Se aprende a escuchar no solo dejando de hablar sino echando mano de la riqueza que existe en algunos ejercicios espirituales del silencio, la meditación y la introspección que también se pueden reflejar en nuestras oraciones.
La iglesia debe enseñar a escuchar y a ejercitar la empatía como capacidad de “ponerse en los zapatos del otro”. Bien sabemos que hay que escuchar el doble de lo
que hablamos, por eso Dios nos dio dos oídos y una boca. El escuchar debe ser libre; no puede hacerse bien si cada quien piensa que el modo como uno resolvería las cosas es la única y mejor forma con la que los demás deben también resolver lo suyo.
El escuchar puede generar tal confianza que permite al otro exponer sus más íntimos pensamientos y sentimientos, lo cual le da alivio pero a la vez le puede ayudar a
clarificar el siguiente paso en su vida. Dice Bonhoeffer que el primer servicio que la iglesia puede ofrecer es el escuchar al otro. El principio de la solidaridad proviene de la escucha atenta y sincera.
La praxis del corazón (dimensión espiritual): la integración
En la tradición bíblica el corazón es el que refleja la intención profunda de la interioridad. El corazón es el fundamento de la vida psíquica (Jr 17,9-10). El corazón es el fundamento de la inteligencia (Dn 2,30). El corazón es el fundamento de la voluntad: es el que forma los proyectos y el que decide su ejecución (1 R 8,17; 2 Co 9,7). El corazón es el fundamento de la vida emotiva, es el lugar de las emociones (Is 65,14). El corazón es el fundamento de la vida espiritual (Jos 24,23; Jl 2,12-13; Sal 86,11).
Así, pues, el corazón se presenta como el centro y el todo de la persona, la sede de la vida íntima: pensamiento, memoria, sentimientos, decisiones. Es el centro decisivo de la personalidad. Hay dos alternativas: abrir el corazón a Dios y a su Palabra, unificar el corazón para comprometerse al camino de Dios, o endurecer el corazón y no confiar en Dios y seguir su propio camino.
La iglesia está llamada a vivir al ritmo del corazón de Jesucristo (espiritualidad). Sentir como él siente, pensar y actuar como él actúa. Desde el Antiguo Testamento Dios quiere dar un corazón nuevo para su proyecto de humanidad
nueva (Jr 11,19), proyecto que en Jesucristo se hace realidad. Por eso declara Jesús: “Bienaventurados los de limpio corazón porque verán a Dios” (Mt 5,8). Porque se trata de ver a Dios en el rostro de los demás, y así estar preparados para ver a Dios cara a cara. Por eso también declara que “donde está tu tesoro, ahí está también tu corazón” (Mt 6,21). Porque se trata de que el corazón de la iglesia trabaje por el Reino de Dios y su justicia. La iglesia es comunidad de hermanos que abren su corazón en transparencia y claridad para relacionarse en profundidad.
Conclusión
La salud integral tiene que ver con una acción pastoral diferente que articule de manera coherente estas cinco dimensiones: económica, política, ideológica, ético-social y psicológica. Y las cinco han de ser coherentes a la luz de la dimensión espiritual que es la praxis del corazón.
Son dimensiones que deben articularse con los valores del Reino: en la praxis económica, el amor; en el uso del poder, la esperanza; en la ideológica, la fe; en la ética social, la justicia del Reino; y en la psicológica, la sabiduría. Son valores que han de emanar desde una espiritualidad liberadora, sanadora y potenciadora.
Cuando estas dimensiones humanas y sus respectivos valores se expresan, se realizan y pasan por el cuerpo humano, la salud integral de la iglesia será una realidad que
contribuya a la formación, transformación y potenciación de la vida plena y liberada.
Notas:
1 Gustavo Gutiérrez: Beber en su propio pozo, Instituto Bartolomé de las Casas, Lima, 2004, p. 10.
2 Varios autores: Tensión no. 1, Fraternidad Teológica Bautista Mexicana, México D.F., 1983, p. 64.
3 Cabe señalar la excepción de los grupos pentecostales que trabajan en los sectores más pobres. Pero de lo que se trata es de que las iglesias dejen de ser iglesias masivas y de que no cierren sus puertas a los cambios sociales.
4 Rubem Alves: La teología como juego, La Aurora, Buenos Aires, 1982, p. 44.
5 Luis C. Restrepo: El derecho a la ternura, Arangano, Bogotá, 1995, p. 179.
6 Juan Martín Velasco (ed.): Misión sanante de la comunidad cristiana, Verbo Divino, Estella, p. 130.
7 Xabier Pikaza: Evangelio de Jesús y praxis marxista, Marova, Madrid, 1977, p. 189.
8 Casiano Floristán: Teología práctica: teoría y praxis de la acción pastoral, Sígueme, Salamanca, 1993, pp. 50-51.
9 Rubem Alves, op. cit., p. 45.
10 Casiano Floristán, op. cit., pp. 50-51.