Me sorprende que en el programa de este evento se hable de la teología cubana como algo pasado, aun cuando sus lo-gros sean desafíos para nosotros hoy. Quizás no fue esa la intención de los organizadores, pero, en mi percepción, nuestra teología se presenta aquí como algo acabado, terminado. Esto es lo que el idioma nos su-giere con la utilización de algunos verbos en pasado: “Lo que nos ha dejado la teología cubana, cómo respondió a su contexto, aportes y desafíos…” Si es así, entonces tengo que remitirme a la historia de mi propia experiencia de fe y su relación con la teología cubana, para poder determinar si esta existe o no existe. En caso afirmativo, de-terminar lo que aportó al pensamiento y a la acción de los cristianos cubanos, o, de lo contrario, replantearnos su pertinencia y formalización.
Antecedentes
El primero de enero de 1959, los cristianos no contábamos con una teología que supiera interpretar los cambios sociales, económicos y políticos que la Revolución traía consigo. En aquel momento, los que formábamos parte de la Iglesia cubana teníamos una concepción de Dios trasplantada del Norte. Era más bien una interpretación pietista que inmovilizaba la acción y nos sumía en un aletargado espiritualismo, desprovisto de compromiso y vida. Tanto es así que en los primeros años de la Revolución no encontramos un sustrato teológico que nos per-mitiera situarnos a favor de la justicia social, el bienestar colectivo y la lucha por el progreso.
Esa incapacidad teológica provocó que mi generación se dividiera en tres grandes grupos: los que decidieron marcharse del país, porque, según ellos, era imposible ser cristiano en una sociedad socialista; los que prefirieron abandonar la fe y las iglesias, y se sumaron a la corriente ateísta, porque eso les daría oportunidades de estudio y trabajo sin ningún tipo de contratiempos o discriminaciones. Y, por último, los que escogimos quedarnos en la Iglesia –algunos de ellos aquí presentes– y mantener firmes nuestras convicciones.
Sin embargo, no tuvo que pasar mucho tiempo para que ese “remanente” se fragmentara en dos: los que convertirían a la Iglesia en un gran ghetto, al aislarse de los quebrantos del mundo y la participación social, y asumir la fe como “opio”. Y los que preferíamos mirar “del sol la luz”, tomar partido junto al bien, la justicia y el progreso, y ha-cer todo lo posible para que “la iglesia fuese la iglesia”, sin dejar a un lado su papel profético.
Veamos ahora la teología de estos últimos, los que queríamos transformar la Iglesia y la sociedad, en plena correspondencia con los postulados de la fe y las enseñanzas de Jesucristo.
De nada nos sirvió en aquel momento lo aprendido en la escuela dominical, lecciones que procedían, en su ma-yoría, de la Casa Bautista de Publicaciones de El Paso, Texas, cargadas de concepciones a favor del American way of life, y por tanto, anticomunistas (un caso concreto es el de mi denominación, pero no estuvo ausente en otras). Los que tenían alguna formación teológica no contaban con el instrumental requerido, puesto que sus métodos respondían a intereses foráneos, a prácticas adecua- das a la dominación que nos imponían las iglesias madres.
Por favor, que quede claro que no todo lo que vino de las agencias misioneras fue incorrecto, retardatario y negativo. Pero las concepciones teológicas que implantaron en nuestro suelo no se correspondían con la historia cubana, con el maravilloso surgimiento de las iglesias evangélicas en Cuba –patrióticas y mambisas–, ni tampoco con las raíces de mestizaje y sincretismo de nuestra cultura.
Una teología de alborada
Cuando mi generación buscaba una interpretación de Dios que se ajustara a los ideales de una nueva sociedad, en un esfuerzo comunitario por el bien y la justicia, el Mo-vimiento Estudiantil Cristiano (MEC), de forma visionaria, y con la eficaz ayuda de la Federación Universal de Movimientos Estudiantiles Cristianos (FUMEC), trajo a Cuba un módulo de textos teológicos que abriría una nueva vertiente entre los jóvenes inquietos de la época. Aquellos li-bros fueron repartidos en todo el país, y a partir de entonces el pensamiento de autores como Dietrich Bonhoeffer, Emil Bruner y Karl Barth comenzó a impactar entre nosotros por su concepción de Dios abierta, positiva y contextual.
No se trataba de una teología cubana, pero sí de una buena experiencia europea que podía ser adaptada, y de hecho lo fue, a las condiciones que atravesábamos. Considero que aquella inyección fue adecuada. Junto a otras experiencias, logró apaciguar la ya divulgada teología modernista.
Muchos de los jóvenes de la generación que represento tenían en el pensamiento teológico modernista una fuente novedosa de Dios. La implementación de esta teología había chocado violentamente con el pensamiento conservador de nuestras iglesias y líderes, pero no pretendo evaluarla aquí. Creo que fue valiosa en el período de entre- guerras en Europa, cuando uno de sus exponentes, Albert Schweitzer, la hiciera aceptable, admirable y asumible por un gran número de cristianos. El hecho de que a través de la experiencia de fe y la comprensión de Dios, un hombre como Schweitzer lo dejara todo –la fama, las posiciones, los recursos y la vida– por atender a los enfermos de Lamberené, en el centro de Africa, habla muy alto del concepto de Dios. Pero lo que fuera válido para la Europa de la pri- mera mitad del siglo xx no necesariamente tenía que ser aplicable a un pueblo en revolución, a una nación del mal llamado Tercer Mundo, con una fuerte dependencia del pie-tismo teológico de las agencias misioneras fundacionales.
Sin embargo, el pensamiento teológico –también europeo– que nos llegaba a través del MEC traía un concepto diferente: una iglesia militante y comprometida con su con-temporaneidad, una iglesia que interpretaba a Dios en medio de la reconstrucción de la posguerra y que conocía los abismos que se estaban abriendo entre los dos mundos en pugna: el socialista europeo y el capitalista occidental.
Una teología cubana
Me gustaría hablar ahora de los inicios de la teología desde mi experiencia propia. A mi entender, se comenzó a hacer teología cubana en dos textos que me ayudaron no sólo a entender el pensamiento y la acción de Dios en los tiempos, a conocer su kayrós, sino también a fundamentar mi opinión política. Me refiero al ensayo La misión de la iglesia en una sociedad socialista (agosto de 1965), del doctor Sergio Arce, y Vigencia del mensaje de Cristo para nuestra acción (1971), del reverendo Francisco Rodés.
Creo que sin la lectura, estudio y análisis de ambos materiales, al menos para los que luego integraríamos la Coor-dinación Obrero Estudiantil Bautista de Cuba (COEBAC) y el movimiento ecuménico cubano desde el Consejo de Iglesias, era imposible hablar de una teología contextual y cubana. Se hacía indispensable la ubicación histórica y el análisis coyuntural para entonces entender a Dios y ver su acción salvífica y redentora en la historia humana.
No creo que el hecho de mencionar a dos autores pueda excluir a otros. Desde Santiago de Cuba primero, y luego desde Matanzas, el doctor Adolfo Ham se esforzó en preparar a pensadores críticos que, a partir del análisis de otros muchos, pudieran “retener lo bueno”, y hacer sus propias fundamentaciones de Dios y su quehacer histórico. En Camagüey, el venerable Juan Ramón de la Paz, un “cura de aldea”, proclamó una “teología práctica” que esta-ría dada y compartida en la acción de cada día, en el abra-zo solidario con el otro, en el trabajo creador, en la integra- ción a las acciones concretas de la comunidad. Sin llegar a sistematizar el pensamiento, la propuesta camagüeyana (desconocida para muchos y, a veces, olvidada en la historia) era una novedosa forma de hacer teología, nada academicista y bien fundada en los pilares de la entrega y el servicio.
Considero que sería muy injusto desconocer el pensamiento teológico de inspiración martiana que trajera en los momentos más difíciles de nuestro quehacer teológico un pensador como el doctor Rafael Cepeda, quien nos enseñó a leer a Martí, a nuestros próceres, a nuestros “misioneros mambises”, a ver que la teología que precisábamos tenía que ser cimentada en una historia de rebeldía, luchas y contratiempos, y coronada con el Dios-compañero que camina al lado de los que “sufren y padecen”.
Ante el cúmulo de teóricos y prácticos que nos han ayudado a fundamentar nuestras posiciones, pienso que sí hay teología cubana que no ha sido totalmente sistematizada, que no es academicista, y que se desconoce en la mayoría de nuestras instituciones teológicas.
La teología de un pueblo liberado
Cuando llegaron a nosotros los textos de Gustavo Gutiérrez, José Ignacio González Faus, Jon Sobrino, Ignacio Ellacuría y Leonardo Boff, entre otros, con su sabia interpretación del Exodo y sus planteamientos acerca de una teología latinoamericana (pertinente, adecuada, imprescindible para los hermanos y hermanas al sur del Río Bravo), ya los cubanos habíamos comenzado un análisis de nuestra propia realidad, y, sin sistematizarla adecuadamente, repito, vivíamos ya la interpretación de Dios que era necesaria a nuestra experiencia de fe.
Para nosotros, liberarnos del faraón, emprender el camino del desierto, caminar con esperanza hasta la tierra prometida ya no era un ideal de futuro, sino una opción de presente, una caminata que tenía lugar en cada lucha popular, en cada agresión de los enemigos, en cada discriminación que sufríamos por parte de las estructuras do-minantes. Ya nosotros no requeríamos la liberación que planteaban los exponentes del Sur, sino el análisis y la reflexión de lo que correspondía a una iglesia liberada de la opresión, el dominio imperial, las fuerzas destructoras del capitalismo y la competitividad. Era imprescindible “la teología de un pueblo liberado”.
Recuerdo haber oído, en más de una oportunidad, el llamado de los que contribuyeron a nuestra formación teológica a la realización de un concepto teológico propio, ni europeo ni sudamericano ni norteamericano, sino cubano. No sé por qué siempre hemos sido tan proclives a la copia de patrones externos, nosotros, que somos un pueblo único y muy especial. Los patrones de conducta impuestos durante la conquista neocolonial de la Iglesia cubana por las juntas domésticas de las iglesias madres de los Es-tados Unidos nos lastraron tanto que llegamos a reconocer que una teología exterior podría sernos útil.
El final de la historia
La desaparición del campo socialista y la desintegración de la Unión Soviética trajeron un cambio sustancial en todas las esferas de nuestro país. La teología no estuvo ausente de ese terrible momento. Algunos tal vez pensaron revivir la teología de la esperanza, aquella que fuera fuerte, deseable y adecuada en la Europa de las posguerras. Pero la idea suponía una nueva transposición. Para otros, surgió entonces la teología de la desesperanza. Los “alumbrones”, la falta total de transporte, la carencia de alimentación, la pérdida de valores, las nuevas agresiones de los enemigos: parecía como que “Dios había muerto”, y con El la esperanza.
Un trabajo del licenciado Obed Gorrín, quien ya está en la presencia del Señor, ponía un gran énfasis en la es-peranza, y marcó un nuevo hito en la poca literatura de la época. Se trataba de una fundamentación bíblico-teológica del Dios-presente. Me hubiera gustado que en aquel momento el doctor Arce escribiera algo así como “La mi-sión de la Iglesia durante el periodo especial”, que, como la anterior reflexión a la que ya hice referencia, nos hubiera marcado el pensamiento y la acción de los cristianos en un momento tan agónico de nuestro acontecer nacional. No lo hizo; pero creo que vale decir que tampoco nos abandonó, ni él ni los otros pensadores teológicos cubanos que comenzaron a replantear la situación en términos de teología.
El hecho de que el período especial estuviera unido a una apertura hacia la fe y los cristianos, dada a partir de los acuerdos del Cuarto Congreso del Partido Comunis- ta de Cuba y la reunión de Fidel con líderes de iglesias evangélicas, nos hizo entender la situación con un sentido esperanzador.
Algo que lamentar
El crecimiento de la iglesia en Cuba –como ha dicho el muy reverendo Odén Marichal: “en diez años lo que antes se hizo en cien”– trajo aparejada una nueva complejidad: la falta de preparación para analizar el proyecto de Dios pa-ra la historia humana. La teología vino a ocupar un lugar ínfimo en la preocupación de las iglesias y los creyentes.
La década de los noventa fue el tiempo para hacer crecer a la Iglesia, vigorizar las instituciones, reasumir relaciones con el Norte, hacer proselitismo en muchos casos y defender posiciones denominacionales.
Aquella teología cubana contextual, pobre pero profunda, fue rechazada; los valores del individualismo, el sectarismo y el conservadurismo, ahora sin la influencia pietista, volvieron a surgir con mucha más fuerza. Hablamos de una nueva teología cubana, bajo la cual se encuentran las posiciones de las iglesias madres. Posiblemente algunos no quieran llamarla teología cubana, pero en realidad lo es, porque la hacen pastores, líderes y pensadores cristianos con sede en Cuba, aunque con pensamiento de allende los mares.
Qué encontramos ahora
Por un lado, continúan los “profetas”, quienes, como en los tiempos del Antiguo Testamento, luchan contra los males del entreguismo, el anti-Dios, la “idolatría”. Resulta lamentable que son –o permítanme decir que somos– los menos. Pero hay una condición que no ha cambiado, y esa es que no nos sentimos derrotados ni estamos cansados de seguir interpretando el proyecto de Dios en nuestro vivir cotidiano, de hacer teología a lo cubano. Antes hemos vivido momentos peores.
A la par, se refuerza una teología, con transplantes o sin ellos, en la que sobresalen los neopentecostales, los mesiánicos, los apostólicos, los de la prosperidad, entre otros. Todos tienen sus propias concepciones teológicas. Dije propias porque no he encontrado otra palabra; tal vez exista, pero prefiero dejar la empleada. Sin embargo, están cortados por la misma tijera: enemigos del progreso social, de la paz con justicia, del bienestar colectivo, de la construcción del Reino, de la iglesia-pueblo, de la lucha por los derechos de los seres humanos, de la iglesia comprometida con su historia.
¿Por qué no decirlo? Es complicada y movediza la arena teológica que pisamos, entre otras cosas por los intereses creados y la presencia del dios-dólar que, aun devalua- do y cambiado por el peso cubano convertible, continúa su dominación sobre el pensamiento “teológico” –y lo entrecomillo– de muchos que dicen, como en los billetes estadounidenses, in God we trust, pero que intercalan el vo- cablo this entre la primera y la segunda palabras.
Qué hacer
1. Buscar la necesaria unidad en la diversidad, entre todos los que queremos una opción comprometida de Dios. Dejar a un lado las susceptibilidades, las discrepancias y las retóricas, para unirnos en la búsqueda y la subsiguiente sistematización de una teología cubana que represente nuestro quehacer histórico, las ansias del pueblo al que nos debemos y del que formamos parte indisoluble.
2. Educar a nuestras iglesias en una lectura de las Sagradas Escrituras que nos haga entender el proyecto histórico del Reino de Dios en los tiempos que vivimos. Ubicar la centralidad del mensaje bíblico en nuestros cultos y, sin descuidar el valor de la adoración y la alabanza, retornar a la esencia del quehacer teológico de los reformadores, en el que la Palabra era la espina dorsal del culto público.
3. Mirar con intensidad al Sur. Entender que la teología cubana tiene muchos más puntos de coincidencia y de realización con las experiencias de nuestros hermanos y hermanas que sufren también los apretones de la dominación del Norte, el saqueo de sus riquezas y la discriminación.
4. Intensificar el amor como motor impulsor de to- do nuestro accionar. El Dios que debe sustentarse en la teología cubana debe ser más el Dios-amor que el Dios-justicia, por ser el primero el que nos revela la encarnación de Jesucristo.
5. Tener en cuenta que no somos una isla, que no estamos solos, y que el quehacer de la teología no es potestad de líderes burocráticos o académicos trasnochados, sino de todo un pueblo de creyentes en Jesucristo.
6. Por último, y no por ello menos relevante, desterrar de nuestro suelo toda concepción de Dios centrada en el pensamiento fundamentalista. Esto no implica vivir en una liberalidad ética que cause el rechazo y la crítica de los más conservadores de nuestro pueblo cristiano, sino entender el proyecto de Dios sobre la base de la libertad en la que fuimos creados.
A modo de conclusiones
La teología cubana ha existido, y existe. Si su sistematización no siempre ha tenido el auge que requiere, y no ha logrado impactar a todo el pueblo de Dios en Cuba, su alcance, y sobre todo su colaboración al desarrollo y la conservación de los valores de la fe, es significativamente loable.
Nuestra teología ha tenido que debatirse bajo el impacto de las culturas teológicas de dominación. Eso es una realidad, pero el tiempo, especialmente el de los últimos cuarenta años, nos enseña que es hora ya para la creatividad, propia y autóctona.
Es imprescindible trabajar en la concepción teológica que se requiere para una época tan conflictiva como la que vivimos, signada en los últimos días por un retorno a la esperanza en los valores propios.
Si hace veinte años el libro Fidel y la religión inició un diálogo popular sobre la pertinencia de la fe; si el diálogo del 2 de abril de 1990 entre el gobierno y los líderes de iglesias evangélicas hizo posible que apareciera en los me-dios masivos de comunicación el tema de la validez de la fe y que se produjera una apertura para el desarrollo de la misma, ahora que el presidente de nuestro país plantea públicamente la fe como una opción personal y libre, los teólogos –o mejor, todo el pueblo de Dios– estamos llamados a que el quehacer teológico sea cubano. Cubanísimo.