Para mí, hablar de teología en Cuba significa situarme como un ser humano que pertenece a una cultura. Una cultura que, según Fernando Ortiz, es co-mo el ajiaco, como la caldosa: un producto que resulta de la mezcla de muchos elementos; cada uno da sabor y co-lor; cada uno da y toma de los otros para terminar al final en un producto único con un sabor propio y característico. Esa mezcla, esa diversidad nos constituye como cubanos y cubanas, y de ella quiero partir en mi reflexión.
Porque para mí la teología no es una reflexión que nace en la academia. Para llegar a la academia y dejarse ver en tomos y volúmenes, la reflexión debe primero ser parte de la experiencia cotidiana. Es por eso que nuestro quehacer teológico estará determinado siempre no sólo por nuestro contexto, nuestra historia y nuestra cultura, sino también por factores de género, raza y clase que nos forman como seres humanos y que están indisolublemente ligados a nuestra vida y nuestra experiencia de fe.
Di mis primeros pasos como estudiante de teología en una época en la que las mujeres no la estudiaban. Fue una época muy rica, llena de inquietudes frente a los cambios que se daban en nuestra sociedad. Recuerdo que espacios como el Seminario de Matanzas, el Movimiento Estu-diantil Cristiano y el propio Consejo de Iglesias constituían centros de reflexión y diálogo en los que la riqueza del mo-mento que vivíamos nos estimulaba e inspiraba. En esos lugares nos reuníamos para hacer y decir lo que no podíamos ni hacer ni decir en nuestras propias iglesias, que entonces vivían momentos de estancamiento y confusión.
Las primeras reflexiones teológicas que hicimos fueron reflexiones comunitarias en los talleres y las jornadas Camilo Torres. Allí, en medio de ricas discusiones, comenzamos a percibir la importancia del hacer y el actuar como cristianos y cristianas en una sociedad que luchaba por la justicia y la equidad para todas y todos. Fue en esos espacios donde aprendimos la necesidad de una preparación bíblico-teológica que nos acompañara y nos abriera el ca-mino del diálogo y la comprensión de nuestra misión, como parte de la Iglesia y del momento histórico que enfrentábamos. Comprendimos entonces que el quehacer teológico tiene que ser una parte muy importante de nuestra ex- periencia, para después poder convertirse en discurso y expresarse a través de una gran diversidad de formas. Y en aquellos tiempos la teología tomó forma de canción. Hicimos canciones que hablaban de nuestros sentimientos, de nuestra experiencia de fe, de lo que vivíamos como cristianas y cristianos cubanos en un país que también cantaba a la libertad, al amor y a la justicia.
Comencé así a cuestionarme mi papel como mujer en la Iglesia. Enfrentaba responsabilidades, realizaba tareas como líder del MEC, y como madre y esposa de un presbítero episcopal que apenas ganaba para poder mantener a su familia. Más tarde, como trabajadora que, antes de obtener la plaza, tuvo que enfrentar la discriminación por sus creencias religiosas. En medio de todas esas luchas del día a día, decidí estudiar otra carrera. La teología tenía que hacerse en el camino, en aquellos espacios en los cuales, como parte del pueblo cubano, yo pudiera ser útil y aportar un granito de arena al desarrollo de mi país. Y comencé a estudiar otra vez, a la vez que trabajaba, criaba a dos niños pequeños, y afrontaba la doble jornada de trabajo como la mayor parte de las mujeres trabajadoras. En fin, una historia que la mayoría de ustedes ya conoce y que ha sido muy importante en mi formación.
Mucho después vinieron nuevamente años de estudios teológicos, ya con una formación y una experiencia que fueron la base que ayudó a consolidar y a nutrir mis convicciones y mi perspectiva teológica de hoy.
La situación social de nuestro país nos condujo a la lucha por la igualdad y la equidad entre los hombres y las mujeres. La Revolución abrió los espacios, hizo leyes, sacudió las conciencias, y alertó a las mujeres cristianas. Nuestras iglesias, como siempre, caminaban a paso de tortuga, pero las mujeres comenzamos a pensar y a cuestionar. Nos dimos cuenta de que, de la misma manera que se luchaba en el espacio social por la igualdad de derechos y deberes, teníamos que hacerlo en el espacio eclesial.
Primero cuestionamos los espacios y después nos dimos cuenta de que el problema no era sólo de espacios; teníamos que tener conciencia de nuestra situación. Toma-mos conciencia de que nuestra experiencia no aparecía en la reflexión teológica ni en la reflexión bíblica. Eramos las eternas ausentes; repetíamos la experiencia que otros codificaban y sistematizaban, como si fuera la nuestra, como si nosotras no hubiésemos vivido, como si no tuviéramos ninguna participación en las luchas cotidianas, como si nuestras experiencias no aportaran nada en aquel camino de nuevos análisis, nuevas ideas, nuevas preguntas y respuestas. Y sin embargo, nuestras iglesias estaban llenas de mujeres.
Comenzó entonces un período de reflexión desde nosotras mismas. Nos apropiamos de conceptos nuevos, aprendimos el significado de nuevas categorías como las de género y raza, que iluminaron nuestro camino y nos ayudaron a ver más claramente los objetivos de nuestras luchas por la equidad. Comprendimos lo que era la ideología patriarcal, nos lanzamos a rescatar aquellos rostros de mujeres olvidados en la historia, la Iglesia y la Biblia. Nos unimos a mujeres cristianas de otros países latinoamericanos que tenían las mismas inquietudes. Compartimos con ellas nuestras ideas, nuestras experiencias y perspectivas, y, en ese caminar, nos encontramos hasta hoy, junto a muchas mujeres cristianas cubanas que desarrollan no sólo nuestra reflexión teológica desde la perspectiva de mujeres cubanas comprometidas con su pueblo, sino también como mujeres que abren ventanas para que la luz penetre e ilumine la casa. Cada una aprovecha su espacio; entre ellas, las líderes y pastoras que se han te-nido que enfrentar a estructuras androcéntricas y machistas, y las graduadas de teología con estudios e investigacio- nes que han contribuido a la reflexión teológica cubana. Pero, sobre todo, el aporte ha sido el trabajo en diferentes comunidades, en las que se unen al pueblo creyente en la construcción de nuevos caminos hacia un mundo más humano, más justo y equitativo, y una familia más inclusiva de seguidoras y seguidores de Jesús.
Son muchos los desafíos a los que nos enfrentamos:
Necesitamos desarrollar una conciencia mayor sobre nuestra diversidad. Como cubanas y cubanos, somos una mezcla, y en ella radica la gran riqueza de nuestra creatividad y nuestra forma de enfrentar la vida.
Asumir el paradigma de la diversidad es uno de nuestros grandes desafíos de hoy. Este nuevo paradigma nos enfrenta a la necesidad de situarnos de una forma diferente como seres humanos. Diferente con respecto a nuestro mundo, diferente con respecto a nuestras tradiciones, diferente con respecto a nosotras y nosotros mismos. Tenemos que dejar de pensar que somos “superiores a”, “mejores que”; superiores por ser seres humanos al resto de los seres vivos; superiores por ser cristianos al resto de los creyentes.
El paradigma de la diversidad nos desafía a sentirnos seres humanos que formamos parte de nuestro mundo, parte del universo que nos rodea; no como seres superiores con derecho a destruir la naturaleza, a dominar el entorno para romper, desbaratar, destruir, sino como cuerpos que pertenecen a un cuerpo mayor. Somos la conciencia de la tierra y, como tal, responsables de proteger y defender la creación que nos permite vivir. Somos parte de la gran diversidad de nuestro Universo.
Este desafío nos lleva a sentirnos, como cristianas y cristianos, parte de una tradición que es importante en nuestra vida, y a través de la cual hemos experimentado la presencia de lo sagrado. Una tradición que nos coloca en el camino de sentido de Jesucristo, que trata de establecer el equilibrio entre el amor al próximo y el amor a nosotras y nosotros mismos, y que nos desafía a unirnos a nuestro pueblo en la lucha por un mundo mejor. De nin-guna manera eso nos da el derecho a creer que nuestra tradición es la mejor, que nuestras verdades son las únicas, que nuestra experiencia de fe es el único camino. Nuestra tradición es también producto de la mezcla de diversas culturas, y tiene sus raíces en el judaísmo y este, a su vez, en las culturas semitas occidentales. Nuestra tradición fue impuesta a los pacíficos pobladores de nuestras tierras, a los que los colonizadores consideraban herejes paganos y que infelizmente fueron exterminados, sin que pudiéramos conocer la riqueza de su espiritualidad ligada a la tierra y a la naturaleza. Esa es una espiritualidad que ahora necesitamos recuperar para sensibilizar a nuestros jóvenes y niños en el cuidado de nuestro Universo y en la preservación de la creación.
El paradigma de la diversidad nos desafía a respetar al otro, a la otra, aunque no vivan como yo vivo ni crean lo que yo creo. A abrirnos al diálogo interreligioso y a la comprensión de otras expresiones y otras formas de espiritualidad, más allá de los límites estrechos de nuestros denominacionalismos. Sentirnos parte de nuestro pueblo es conocer y respetar otras expresiones religiosas que forman parte de nuestra cultura, de nuestra historia, que se han mezclado también con nuestra tradición cristiana y que muchas personas practican después que salen de nuestras iglesias. El pueblo es el que ha iniciado ese diálogo.
El paradigma de la diversidad nos desafía a desarrollar un quehacer teológico en plural, comunitario, que sea ca-paz de integrar voces diversas, experiencias diversas, que sea capaz de descubrir nuevos rostros de Dios, y nutrirse y enriquecerse de una forma interdisciplinaria. Una reflexión comunitaria que sea capaz de escuchar, dialogar, compartir ideas y experiencias, no sólo con otras expresiones religiosas, sino también con personas profesionales y científicas que de una forma honesta y sincera se entregan a la construcción de un mundo más justo y equitativo.
Es precisamente esa diversidad que integramos y que nos constituye la que hoy nos desafía a desarrollar teologías de resurrección, que afirmen y defiendan la vida, que sean capaces de expresar la experiencia de vida de un pueblo que se ríe a carcajadas, aun en los peores momentos. Buenas Nuevas de Resurrección que expresen la experiencia del Misterio Divino que, para muchas de noso- tras, ha dejado de ser único, todopoderoso, masculino e inalcanzable. El Misterio Divino está en nosotras, en nosotros, en el Universo, en la tierra; nos habita, nos penetra, nos transforma y nos envuelve, como una madre amo- rosa en la que somos, nos movemos y existimos.