Los ñáñigos y los sucesos del 27 de noviembre de 1871: memoria histórica, dinámicas populares y proyecto socialista en Cuba

Mario Castillo

Para Walterio Carbonell, José Luciano Franco, Trinidad Benedict,
_tanto como para Federico Chang, Fernando Martínez Heredia,
Tato Quiñones, Tomás Fernández Robaina,
maestros de generaciones._

Hace casi ocho años Tato Quiñones publicó un revelador artículo de investigación histórica en torno a la protesta armada protagonizada por un grupo de hombres anónimos en las vísperas del 27 de noviembre de 1871, frente al inminente fusilamiento de los ocho estudiantes de Medicina en los alrededores de la antigua cárcel de La Habana.1 Se sabe que eran negros y ñáñigos; que uno de los estudiantes que ese mismo día sería asesinado formaba parte de uno de los juegos de la potencia abakuá Bakokó Efó. La mayoría de aquellos hombres desconocidos murieron asesinados a tiros y bayonetazos y sus cuerpos fueron tirados en varios sitios en los alrededores del Paseo del Prado y de la actual Avenida de las Misiones. Tato Quiñones convocaba, al final de aquel texto, a hacer un acto de justicia histórica con aquellos hombres que, desde las más remotas posibilidades de salir con vida de tal acción, se lanzaron con heroísmo a protestar tanto contra la impunidad del poder colonial, ofuscado frente a las victorias que por esos días cosechaba el Ejército Libertador, como contra la impotencia de la “sociedad decente” habanera, de donde provenían casi todos los jóvenes estudiantes, atrapada entre su idea del respeto al orden civilizado y la indignación silenciosa frente a la felonía de la canalla española, cegada por el odio indiscriminado contra toda expresión de lo cubano, incluidas las jóvenes generaciones, lo más prometedor de una sociedad.
La conspiración impersonal del silencio fue la respuesta a aquel texto de Tato Quiñones desde 1998 hasta hoy. Ocho años que se suman a los casi treintisiete que separan el texto de Tato de aquel discurso del Che –pronunciado con la vocación indomablemente transgresora que siempre caracterizaría al argentino, el 27 de noviembre de 1961–2 en que él recordó aquellos sucesos, evocados por primera y única vez en un acto público dentro de la Revolución. En un momento determinado, a fines de los años noventa, el silencio se tornó omisión cuando se erigió una tarja, junto al monumento a los estudiantes, en recordación a Federico Capdevila, el oficial español que defendió a los jóvenes en el amañado juicio militar que se les montó, lo que excluyó aún más la arista heroica de aquellos hechos, protagonizados por este grupo de ñáñigos anónimos.
Años más tarde, un grupo de jóvenes reunidos en torno al espacio de la Cátedra Haydee Santamaría, a la que Tato Quiñones pertenece por la juventud que emana de sus actos, decidimos organizar el homenaje que él tan justamente pedía. Desde septiembre de 2006 pusimos manos a la obra, con un entusiasmo limpio, sin esperar permisos, convencidos de que hacíamos un acto que, dentro de los marcos de una sociedad en revolución, era de justicia y revolucionario. El resultado de aquel trabajo colectivo se plasmó en el muro del parque frente al monumento al yate Granma, sitio aproximado donde cayera uno de los mártires anónimos de aquel 27 de noviembre, una obra maestra del azar, la historia y la topografía.

Explorando los silencios…

Nunca olvidaré aquella mañana de sábado de fines de octubre de 2006 en la que cuatro jóvenes, dos negros, un rubio y un mulato, a los que se sumarían otros “multicolores” más, decidimos discutir las razones de por qué secundar a Tato Quiñones en aquella candela. “Para reivindicar al hombre negro”, dijo uno de nosotros ese día; fue el preludio de una discusión fecunda que concluyó en el consenso de que no podíamos hacer de aquello “una cosa de negros”. Había muchas más personas, hechos y experiencias olvidados. Teníamos delante un pequeño pedazo de una gran memoria histórica mutilada, recortada por los mismos cánones colonizados que habían diseñado el Capitolio Nacional o el Aula Magna de la Universidad de La Habana. Era un vacío que no parecía responder a una simple acción de racismo (aunque de eso tenía un poco), mala fe de individuos o incluso instituciones, sino a una dominante y persistente lógica de pensar y articular la representación de nosotros mismos como sociedad, como nación y como individuos. Estábamos frente a uno de los puntos problémicos heredados de una de las revoluciones –la de 1959– que más lejos llevó en América la demolición social del capitalismo neocolonizador y dependiente y que, sin embargo, hasta hoy no ha podido independizarse de un canon patriótico eurocéntrico, en el que solo los antiguos liberticidas, los señores de la propiedad y la riqueza o los entendidos en los valores librescos europeos pueden ser recordados como protagonistas de los actos libertarios y de la dignidad cívica. Una memoria histórica patriótica concebida sobre la base de al menos tres operaciones moduladoras:

•—-la transferencia del protagonismo de las oligarquías esclavistas criollas en el orden colonial hacia las luchas antiesclavistas y anticoloniales;
•—-la descontextualización del auge plantacionista cubano y de las formas de resistencia a este régimen respecto al ciclo internacional de revoluciones sociales, que justamente tiene en el período 1789-1871 el momento más intenso;
•—-el silenciamiento de las prácticas autónomas y los saberes políticos del sector de los negros y mestizos libres y de la población esclava en la historia sociopolítica de la Isla.

La puesta en escena de estos procedimientos reguladores de la construcción de la memoria histórica patriótica cubana ha producido unos “efectos de verdad” que han permitido:

•—-circunscribir en cierto imaginario social la rebeldía esclava a la “natural barbarie negra” y no como parte de las formas en que se expresa la modernidad plantacionista en Cuba y del ciclo revolucionario internacional 1789-1871;
•—-vaciar de contenido emancipatorio de naturaleza moderna a las conspiraciones organizadas por los sectores negros y mestizos de la Isla en la época esclavista y situarlas en el horizonte de los levantamientos espontáneos e inorgánicos contra la brutalidad sistémica;
•—-convertir los sucesos iniciados en 1868 en el momento fundacional único de la lucha por la libertad en Cuba, pasando por alto una densa serie de sucesos y experiencias de luchas anteriores de los sectores subalternos en el seno del orden colonial de la Isla.

La eficacia hegemónica de esta memoria histórica esclavista se puede detectar a través de la propia historia de cómo se constituyó, desde la abolición de la esclavitud, el movimiento asociativo e intelectual negro en Cuba hasta su disolución a mediados de 1960. Entre el Directorio Central de Sociedades de Color, creado a mediados de los ochenta del siglo xix y la Federación Nacional de Sociedades de Color de 1937 en adelante, pasando por el Partido Independiente de Color o el Club Atenas, se promovió, en disputa con otras visiones también vivas en el seno de la sociedad, la de que los más altos fines de estas organizaciones pasaban por la desafricanización cultural y de la memoria histórica de los descendientes de los africanos en Cuba. El “adelanto” no se circunscribió solo a la piel y la apariencia física, sino que implicó asumir la cultura occidental con un bajo nivel de criticidad, proceso en el que la mitología patriótica se tomó como un hecho natural y no como una construcción cultural, un dispositivo ideológico de la hegemonía burguesa posesclavista en Cuba, en la cual no hubo espacio no solo para los ñáñigos, sino para los no blancos en particular y los humildes en general, como actores políticos en la vida pública de la Isla, y menos como protagonistas, como sujetos de la historia. Frente a una memoria histórica nacional diseñada según los requerimientos de esa hegemonía burguesa posesclavista y el profundo coloniaje cultural sufrido por la intelectualidad negra y mestiza en la Colonia y la República, Walterio Carbonell publica en 1961 Crítica: cómo surgió la cultura nacional, su revolucionario y poco leído libro, donde lanzó la tesis, mayormente ignorada hasta hoy, de que el proceso revolucionario iniciado en 1959 era prueba contundente de la contribución de África a la cultura cubana:

[…] no es que el Poder Revolucionario en Cuba fuera más fuerte que todos los poderes revolucionarios habidos en el mundo, sino porque el catolicismo era mucho menos fuerte aquí que en otras partes del mundo […]. No es que la Revolución haya vencido la religión de los burgueses, sino que esta estaba vencida desde hacía mucho tiempo por las creencias africanas y espiritistas […]. Si la Iglesia no pudo mover a ningún sector de las capas populares –como podría hacerlo en España, México o Colombia–, esto se debe a que la religión africana domina la vida religiosa de las clases trabajadoras del país […]. La cultura africana ha ablandado y debilitado la estructura reaccionaria de la familia española. […] África ha facilitado el triunfo de la transformación social del país.

A pesar de los denodados esfuerzos ya conocidos por asumir e incorporar el legado cultural africano al proceso cultural desencadenado por la Revolución, más de cuarenta años después de publicado el libro de Walterio, en el Instituto Superior de Arte se clausuró la Cátedra de Estudios Afrocubanos Argeliers León, a lo que siguió la misma conspiración del silencio que desfiguró la dimensión de los sucesos del 27 de Noviembre. Claro que entre un hecho y otro media una densa gama de matices, de avances y retrocesos, pero todo ello forma parte de algo que se ha ido olvidando paulatina e inquietantemente en la vida pública de Cuba socialista: la tensa dialéctica entre los contenidos civilizatorios y los libertarios en el proceso revolucionario, donde está en buena parte involucrada la viabilidad emancipatoria del proceso.
Entre nuestras variables de futuros posibles podría estar aquella en la que vivamos en una sociedad donde los contenidos civilizatorios, que involucran importantes factores cuantificables como los exitosos “índices de crecimiento económico”, los “grados de instrucción”, “seguridad pública” y social, “índices de natalidad”, etc., se entrecrucen de manera establemente opresiva con bajísimos contenidos emancipatorios, expresados en apatía cívica, rutinización de la participación popular en la toma de decisiones, desintegración del sentido de lo colectivo-comunitario y un largo etcétera. Esto sería peligroso porque podría afectar el sentido que la idea de nación (la patria, como ser femenino) ha tenido en la historia de Cuba, como templo de igualdad y justicia, haciendo remerger el fondo de complicidad de todo nacionalismo con las formas eurocéntricas de ordenamiento social y las modernas estructuras de opresión capitalista, que prefiguran lo que ya señalaron, desde 1889, esos otros olvidados en la historia de Cuba, los legendarios obreros cubanos anarquistas, poco antes de entregar en masa sus almas y sus bolsillos a la imperecedera utopía de Martí: “la patria está compuesta por sus hijos y no existe una patria libre si esta mantiene a sus ciudadanos oprimidos dentro de sus fronteras […] poca importancia tiene si los que nos esclavizan son extranjeros o ciudadanos cubanos: la realidad es la misma”.3
No es casual que en ese otro imprescindible libro descolonizador de nuestra memoria histórica, Biografía de un cimarrón, Esteban Montejo recordara en sus evocaciones de Cuba en la década del noventa del siglo xix que: “Los más populares eran los anarquistas […] ellos eran algo así como los ñáñigos, porque estaban muy juntos y para todo tenían sus contubernios”. En una sociedad profundamente injusta, dominada por un Estado colonial despótico y eurocéntrico, los ñáñigos y los anarquistas cuestionaban cuatro pilares del orden social cubano de esa época: la injusticia social, el estatismo colonial (y el estatismo en general), el eurocentrismo y la atomización social de los humildes. El gran peligro que representaban para el orden social era que ellos solo respondían ante sí mismos, de acuerdo con sus reglamentos y organización autónomos y fue en los sindicatos anarquistas y los juegos ñáñigos donde se produjeron las formas asociativas según las que negros, blancos y mestizos confraternizaron, además de en los campamentos mambises de Cuba Libre. Cuando se estableció la primera república burguesa, neocolonial y proyanqui, fueron igualmente los anarquistas y los ñáñigos dos de los focos habituales de la represión estatal, a los que se sumarían puntual y sangrientamente los Independientes de Color en 1912.
Más allá de la mitología racista y colonizada vigente, la sociedad ñáñiga está orgánicamente vinculada con los procesos de formación sociocultural del sujeto popular cubano y, en particular, con la clase obrera en las grandes ciudades del occidente de la Isla. Una historiografía generalmente concentrada en manifiestos oficiales, número y descripción de huelgas, manifestaciones políticas e indicadores económicos, perdió de vista la historia social y cultural de la clase obrera cubana en el seno de las clases populares en la Isla. La asociatividad de los ñáñigos ha contenido buena parte de todas las hermosas promesas de la sociedad cubana: la solidaridad, la hermandad, el sentido comunitario, una noción abierta y plural de la cultura cubana frente al legado africano y europeo; aunque también algunos de los estigmas más visibles y persistentes: un sentido excluyente de lo masculino, una noción sectaria de lo colectivo y unas relaciones muy permeables a la “guapería”, en el sentido específico que le dio Esteban Montejo: “hombres ambulantes que se fajaban, alardeaban, buscaban odios y se emborrachaban… negros y blancos”.

Trayectorias y dilemas de lo popular

Más allá de la dificultad específica para fijar definitoriamente a los ñáñigos dentro de un arco valorativo, debemos señalar que somos herederos de una tradición intelectual de la Ilustración que ha naturalizado una visión profundamente simplificadora y cínica sobre el pueblo como sujeto político, y ello ha sido así porque la emergencia del proyecto intelectual y político de la burguesía coincidió históricamente con la creciente visibilización de las masas populares, a partir del proceso de consolidación de los nuevos Estados nacionales seculares, que al desprenderse de la autoridad papal romana, perdieron su carácter divino y necesitaron de la sociedad y de los sectores populares en particular para construir su nueva legitimidad. En este contexto, casi todos los teóricos de la Ilustración coincidieron en que el pueblo interesa como legitimador de la hegemonía burguesa en esos nuevos Estados, pero molesta como expresión condensada de la superstición, la ignorancia y la turbulencia. Por eso, la dominación burguesa, allí donde se ha instalado sólidamente, además de establecer la propiedad privada como valor central, ha puesto en funcionamiento un dispositivo sociocultural de “inclusión abstracta y exclusión concreta”4 del pueblo como sujeto protagónico en la vida pública nacional.
Los románticos, como reacción frente a las falacias y los tempranos desastres sociales provocados por el proyecto ilustrado, instituyeron un campo de conocimiento y un proyecto sociocultural cuya base no eran las abstracciones ilustradas, sino lo que ellos llamaron las “costumbres populares”. Entendieron lo popular como tradición, residuo elogiable, depósito de la creatividad premoderna, lo que condujo a una visión estática, idílica y estetizada del “pueblo bueno” que cimentó las frágiles bases de lo que serían después los estudios folclóricos.
Frente a esta idealización paralizante y amorfa de lo popular, los protagonistas de las revoluciones europeas de 1848-1850, y entre ellos particularmente Carlos Marx y sus compañeros, desarrollaron la crítica política e intelectual del romanticismo y llamaron la atención sobre las clases sociales como una variable fuerte que atravesaba al pueblo, a la sociedad civil, como le denominaban en aquella época. Un rasgo común a las corrientes del pensamiento socialista del siglo xix fue su tendencia al reduccionismo radical en la comprensión de los procesos y conflictos sociales, que convirtió variables como género, raza, edad, matriz cultural, en secundarias respecto a la de clase. De aquí nació un consenso no escriturado, una ilusión compartida por casi todos los revolucionarios de los siglos xix y xx, de que una vez derrotada la burguesía, el imperialismo, etc., la homogeneización del pueblo en torno a una ideología y un imaginario revolucionarios era inevitable y deseable.
Suponiendo la pertinencia de estas visiones en una época como la del capitalismo industrial, en la que efectivamente se produjo un fuerte antagonismo social de tipo clasista entre la burguesía y los proletarios industriales, las consecuencias de este reduccionismo en la comprensión de las dinámicas populares han sido de larga duración. Por una parte, cuando los revolucionarios anticapitalistas llegaron al poder, asumieron que “las diferencias en el seno del pueblo” eran solo obra del imperialismo y por tanto calificables como traición; se convirtió lo que debió ser el aprendizaje colectivo de la autogestión social de la vida cotidiana en un asunto de seguridad estatal, con lo que no se produjo la esperada socialización de lo político, anunciada por Lenin en El Estado y la revolución en 1917, en la que el último de los cocineros podría ejercer funciones gubernamentales, si no la estatización de lo social.
Por otro lado, más allá de las incompatibilidades ideológicas, el reduccionismo social del pensamiento socialista decimonónico convergió hacia el reduccionismo disciplinario-civilizatorio contenido en todos los programas de reforma social en el marco de los capitalismos monopolistas, los capitalismos periféricos latinoamericanos y los socialismos históricos del siglo xx, sistemas bajo los cuales los sectores populares sufrieron una socialización orientada hacia los mismos fines: convertirlos en piezas provechosas para las maquinarias estatales, dóciles a la legislación, físicamente útiles, ubicables, clasificables y numerables a la mirada del vigilante invisible. De ahí que, en 1937, un reconocido revolucionario anticapitalista como León Trotsky pudiera afirmar en su clásico texto La revolución traicionada que: “si la revolución de octubre no hubiera producido más que una aceleración en la asimilación de los modelos de la técnica y la higiene eso hubiera bastado para justificarla históricamente”.
De vuelta de todas las variantes modernas de dominación conocidas, sería necesario superar las nociones cosificadas y ahistóricas de lo popular. Tendríamos que convenir en que lo popular no es, sino que está siendo un proceso político cotidiano, compuesto por un conjunto disímil de estrategias de vida y negociaciones, del cual nacen las formas de “lucha” más egoístas y anticomunitarias, y también nuevas significaciones sociales, nuevos y redificadores sentidos de vida, el saber popular, en el que se condensa la actividad creadora del pueblo.

La integración, la igualdad y el occidentalismo en Cuba

De profundas raíces en la injusticia de la vida cotidiana brotaron las nociones de abolición de la esclavitud sin indemnización, tea incendiaria a los campos de caña, igualdad de razas, independencia con justicia social… Esas no fueron ideas librescas concebidas por las dirigencias revolucionarias ilustradas, que los no blancos en Cuba, esclavos y libres, “acogieron con entusiasmo”, sino prácticas profundamente populares, subvertidoras del orden social, que tardaron un sintomático tiempo en ser aceptadas como “respetablemente revolucionarias”. En particular, la independencia con justicia social demoró decenios en formar parte del proyecto escriturado de la nación cubana, hasta que Martí, codo a codo con los humildes, negros, blancos y mestizos, recuperó las huellas innombradas de José Antonio Aponte en aquella fracasada conspiración de 1812 por la independencia y la justicia social, no sin antes hacer la purga crítica tanto del anexionismo y el reformismo conservador y racista, como del independentismo hidalgo y juridicista que emergió el 10 de octubre de 1868.
Ese inmenso esfuerzo que han desplegado los sectores subalternos en Cuba durante más de doscientos años por conquistar la igualdad y la justicia ha ido acompañado de otro, no menos enorme, que ha sido el de la occidentalización cultural. Cuba es probablemente una de las sociedades más temprana e íntegramente occidentalizadas de la América, y esta condición ha penetrado y se ha hecho dominante hasta en las formas de concebir la igualdad y la justicia mismas, y en muchos sentidos los no blancos en Cuba estuvieron en la vanguardia de este proceso. Un poderoso vehículo a través del cual se ha implementado ese propósito de occidentalización cultural ha sido el de la integración del negro. Esa matriz propositiva, originaria de la cultura política francesa, con su universalismo republicano,5 ha configurado durante más de cien años la dinámica de las luchas contra la discriminación racial en Cuba, dando lugar a paradójicas consecuencias, cuidadosamente olvidadas.
Si en el plano social la integración del negro sirvió para articular las necesarias luchas contra la discriminación racial en el empleo, los centros de enseñanza y los espacios públicos, en las que se han alcanzado importantes victorias, en el plano cultural, ya desde antes de constituirse Cuba como Estado nacional, produjo los imaginarios plenamente colonizados y puntillosamente burgueses de aquellos “negros finos” que negaron cualquier pertinencia del legado cultural africano en Cuba, simbolizado de la manera más rotunda en el Club Atenas. En el plano político, dictadores como Gerardo Machado y Fulgencio Batista utilizaron ampliamente el recurso de la integración política de las élites negras a las corruptas maquinarias político-gubernamentales del país, lo que abrió el camino a un conservadurismo negro, cuya expresión intelectual quedó personificada desde la fundación de la República en las figuras de Juan Gualberto Gómez y Martín Morúa Delgado, quienes, a pesar de las inmensas diferencias ideopolíticas y personales que los separaban –uno, el intelectual antirracista e independentista íntegro, el otro, el agudo pensador negro ex autonomista espurio– quedaron atrapados en la maquinaria de legitimación social del Estado cubano posrevolucionario y neocolonial, como excelsas figuras decorativas negras de un statu quo racista y colonizado. La conjugación orgánicamente contradictoria de estas aristas de la integración del negro condujo a una sustancial amputación de la capacidad crítica de las dirigencias políticas e intelectuales no blancas en Cuba en los ciclos revolucionarios de 1930-1933 y de 1953-1959.
La respuesta de las vanguardias revolucionarias de los treinta y los cincuenta a esta situación paradójica fue, aunque con signo ideológico distinto, también desde la misma matriz integracionista republicana, lo que condujo a que tanto Antonio Guiteras como Fidel Castro, los líderes más relevantes de las dos revoluciones cubanas del siglo xx, no abordaran en sus textos programáticos, Programa de la Joven Cuba y La historia me absolverá, la dimensión racial del conflicto social cubano, no porque fueran unos blanquitos revoltosos de clase media con una lejana noción del drama del racismo, como pudiera pensarse desde un punto de vista no blanco, sino por el sesgo demagógico que podían adquirir sus palabras al reproducir uno de los temas centrales del repertorio temático con el que las maquinarias propagandísticas de los partidos políticos definían las pujas electorales.
En una sociedad como la Cuba posterior a 1933, donde lo racial fue convertido en infratexto de un drama sociopolítico protagonizado por proimperialistas, reformistas, radicales y comunistas, “el mulato con sangre china”, el sargento-coronel Fulgencio Batista, quien encarnó en sí mismo la pluralidad racial de la Isla, se construyó un poder en torno a un cuerpo militar de alta eficacia represiva, capitalizando para sí una heterogénea base social portadora de un imaginario más racializado de lo que era común en la época. Y fue ese capital político que negoció con la embajada yanqui en La Habana, el que lo convirtió en el hombre más sólidamente establecido en el poder en Cuba después del descalabro general de 1933, en torno a un programa reformista militar imbatible.6
Los revolucionarios, en la hora clave de 1933-1934, envueltos en una dura pugna entre comunistas, guiteristas y auténticos, formularon unas políticas antimperialistas y obreristas de matices varios, donde no se transparentaron los códigos específicos del conflicto racial cubano; ello refrendó la vieja y perniciosa noción de que “esas son cosas de blancos”. Guiteras y el movimiento que él vertebró no se proyectaron, al menos públicamente, sobre el tema, esto provocó en un conflicto titánico y solitario con los intereses imperialistas y el polo batistiano; Ramón Grau San Martín, con su ruidosa y poco efectiva Ley del 50 % del trabajo nativo, buscó la recuperación estatal de puestos de trabajos en manos de extranjeros que se sobrentendía que debían pasar a manos de nativos blancos; mientras que el Partido Comunista recién en los treinta inició su vía crucis negro, uno de cuyos primeros actos fue reproducir los términos de la política comunista norteamericana en el traspatio neocolonial, al concebir a los negros como una “minoría nacional” en Cuba, la solución a cuyos problemas sería la creación de un “territorio autónomo” en el sur de la provincia de Oriente, hasta convertirse, en pocos años, en la organización política que más eficazmente sirvió como vehículo para la construcción de un movimiento sociopolítico y cultural de lucha contra la discriminación racial y por los derechos sociales en la Isla.
La incorporación de la estética negrista en el campo simbólico e ideológico de los comunistas, encarnada en figuras como Nicolás Guillén, Alberto Peña, Teodoro Ramos Blanco, entre otros; el activo apoyo a los liderazgos sindicales de Aracelio Iglesias, Jesús Menéndez o el Proyecto de Ley de Educación y Sanciones contra la Discriminación Racial, presentado en la Convención Constituyente de 1939, formaron parte orgánica del frente de acciones desplegado por los comunistas, que los colocó como eje de un gran proceso de politización obrera y popular entre los sectores negros y mestizos del país, lo que condujo a que en algunos sectores de opinión de la época se considerara que en Cuba “el comunismo es cosa de negros”.
Es con los gobiernos auténticos que comienza el temprano declive del espacio social y político liderado por los comunistas en torno a la lucha contra la discriminación racial y la integración social del negro. En un contexto ideológico y geopolítico internacional marcado por el inicio del conflicto ideológico comunismo-mundo libre, que traducía el conflicto geopolítico Unión Soviética-Estados Unidos, a partir de mediados de los cuarenta el Partido Socialista Popular es ilegalizado, no sin antes perder la batalla en sus bases sindicales. Además, fueron asesinados dos de los líderes obreros más grandes del país vinculados al Partido: Aracelio Iglesias y Jesús Menéndez. Finalmente, el Partido se subordinó en lo fundamental a la política exterior del Estado soviético en el Caribe. El Proyecto de Ley de Educación y Sanciones contra la Discriminación Racial se tornó una de sus pocas herramientas de lucha en el escenario político del país, pero quedó a merced de las maquinaciones de cabildeo político de los personeros del Partido Revolucionario Cubano (Auténtico) [PRC (A)] en el gobierno y luego del batistato.
Con la segunda dictadura de Batista, de 1952 a 1958, se estableció más plenamente en el país un patrón racial de tipo norteamericano en los espacios públicos y en la vida cotidiana; se trataba de una virtual segregación en los espacios de esparcimiento público, los centros de enseñanza, los parques y las asociaciones. Paralelamente se intensifica una gestión gubernamental orientada a apoyar a los sectores profesionales y políticos no blancos, lo que se expresó en actos como el decreto presidencial para la creación de un Club Nacional de Sociedades (negras) Juan Gualberto Gómez, un fondo presidencial –finalmente no concretado– para ampliar una playa privada para profesionales negros en el Club Marbella de Guanabo, la entrega de la orden Carlos Manuel de Céspedes al Club Atenas, máxima condecoración oficial de la época, o la concesión gubernamental de una beca para continuación de estudios en Europa a la pianista negra Zenaida Manfugás.7
Como resultado de la prosecución del más acabado blanqueamiento cultural, protagonizado por las élites negras, la década del cincuenta es el período de mayor subordinación al corrupto sistema político imperante en la Isla y a los grupos de poder de coyuntura, y el de mayor descrédito moral del liderazgo de las grandes asociaciones negras y mestizas en Cuba. Lo que había arrancado en la década de los ochenta del siglo xix como un vigoroso movimiento, pleno de potencialidades y fecundas contradicciones, se convirtió en una entelequia vacía, plagada de pugnas internas, sin capacidad de representación de las siempre postergadas masas trabajadoras negras y mestizas de toda la Isla.
La revolución de 1959 fue el momento excepcional donde se puso en práctica, con un rigor difícilmente superable por cualquier otra experiencia revolucionaria pasada o futura, el programa de la integración social del negro. Como parte de ese proyecto, se implementó tanto la más completa igualdad social y la lucha gubernamental contra la discriminación racial, como el desmontaje asociativo exclusivista, tanto de blancos y negros como de españoles, chinos, haitianos, judíos, jamaicanos, etc., así como la clausura de la mayoría de las organizaciones sociales anteriores a 1959, superadas por la nueva lógica revolucionaria y por la marea de la irrupción popular y sus nuevas formas de asociatividad. El Estado revolucionario, con un inédito apoyo de masas, se convirtió en el protagonista y en el adalid de la promesa de cambio.
Nada dejó de hacer ese poder revolucionario para demoler las bases materiales e institucionales de la discriminación racial en Cuba, pero la instauración de un tipo de universalismo igualitario en poco más de diez años derivó en que se invalidara a cualquier practicante de las religiones afrocubanas a militar en la UJC [Unión de Jóvenes Comunistas] o en el PCC, esto paralelo a una folclorización de las prácticas socioculturales afrocubanas, las cuales se entendió que tendencialmente debían desaparecer. En esta perspectiva, los ñáñigos, tiempo después del fallido intento de hacer un primer congreso de sociedades abakuá en Cuba revolucionaria y aportar el alto número de estibadores mártires que causó el brutal atentado al vapor La Coubre, fueron clasificados como una organización de alto perfil delictivo, que se convirtió en modelo en el imaginario de todos aquellos jóvenes que no tuvieron espacio, ni querían formar parte del futuro de hombres de ciencias que se anunció, mientras que a nivel de imaginarios infantiles, los sueños de un niño mulato cubano nacido en pleno socialismo –el autor de estas líneas– eran ser como un niño ruso y que cayera nieve en la Isla… hasta que una noche inolvidable, atropellando una canción en ruso frente al televisor, donde pasaban la inauguración de las olimpiadas de Moscú 80, mi tío indignado me gritó: “¡Cállate, negrón!”

Descolonización, pluralidad y proyecto socialista

El patrón de trayectoria de nuestra revolución de 1959 ha sido resultado de la confluencia entre 1) el capital subversivo de las tres revoluciones anteriores en la Isla, 2) el legado revolucionario occidental moderno y 3) las condiciones de la Guerra Fría. Cada uno de estos factores confluyó para que ese proceso desde temprano desarrollara al menos tres características distintivas: 1) un sentido del cambio revolucionario como realización de una moralidad atemporal y teleológica, por encima de la voluntad de los sujetos implicados en el cambio; 2) una práctica transformadora orientada a la homogeneización sociocultural y política de los sujetos revolucionarios, que conduce a una visión de la pluralidad, en el mejor de los casos, como un adorno del nuevo orden y no como un recurso político activo de la Revolución; 3) un tendencial debilitamiento del protagonismo de las organizaciones populares en la defensa y la economía socialista, a favor de una gestión tecnocrática y verticalista, propia del socialismo de Guerra Fría (“real”) que obstaculizó la socialización del poder y generó una creciente despolitización de la vida cotidiana y una ritualización de la participación, en una época como los años ochenta, en la que, contradictoriamente, la dirección del país redescubre la “doctrina de la guerra de todo el pueblo”.
El antirracismo, como parte de los fines de justicia y emancipación social que han signado el proceso iniciado en 1959, debe romper con los efectos perversos que han generado tales características del proceso revolucionario, comenzando por plantearse, para ser consecuente, no el derecho de los negros a ser como los blancos, sino la igualdad en oportunidades, la libertad de opciones y el derecho a la pluralidad sociocultural y política desde la cual ejercer el protagonismo popular en la definición y realización de los fines estratégicos del proceso revolucionario, a la vez que reconocer y crear una nueva cultura sobre la crítica y el debate en torno a las formas cotidianas en que los revolucionarios reproducimos las prácticas y el sentido común de las dominaciones heredadas de siglos. La lucha contra la discriminación racial no puede tener por horizonte la integración tal y como ha sido entendida en las políticas gubernamentales al uso, pues el proyecto de la integración presupone la naturalización de la hegemonía occidental burguesa en la vida cotidiana. Necesitaríamos una pluralidad con perspectiva libertaria que conduzca, no a restituir viejos y nuevos guetos igualmente excluyentes, sino que permita reconocer y aunar fuerzas para luchar mejor contra todas las jerarquías y opresiones simultáneas que han sostenido y sostienen la dominación capitalista moderna en sus variantes burguesas y burocráticas.
Para hacerle frente a futuros retornos de la república de ron-playa-tabaco-sexo y al tutelaje imperialista del Plan Bush y sus seguidores en Cuba y fuera de ella, y refundar el proyecto de nación cubana y el socialismo cubano del siglo xxi, no es el mestizaje racial y cultural el que nos puede servir, con sus frutos enfermos de coloniaje remozado por perniciosas nuevas élites mulatas, ni los planes civilizatorios para crear “capital humano” disciplinado e incondicional frente a un capitalismo burocrático nacional; tampoco un ilusorio retorno a “la raíz africana” (una “inocencia perdida” que solo se recuperaría creando, aquí y ahora, el futuro) sino la descolonización sociocultural, que nos garantice arribar “[…] por métodos e instituciones propias, nacidas del país mismo, a aquel estado apetecible en que cada hombre se conozca y se ejerza […]”.8

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Notas

1—Tato Quiñones: “Historia y tradición oral en los sucesos del 27 de noviembre de 1871”, La Gaceta de Cuba, no. 5, septiembre de 1998.
2—Ernesto Che Guevara: Obras. 1957-1967, t. II, Casa de las Américas, La Habana, 1970.
3—El Productor, 18 de junio de 1889, en Aleida Plasencia: Enrique Roig San Martín. El Productor, Biblioteca Nacional José Martí, La Habana, 1967; y también en Gerald Poyo: Con todos y para el bien de todos. El nacimiento del nacionalismo popular cubano en la emigración, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1995.
4—Ver Jesús Martín Barbero: “Cultura popular hoy”, Signos, abril de 1988.
5—Malcolm X ha señalado que en los Estados Unidos “la palabra integración fue inventada por un liberal norteño” y la define como “una imagen, una pantalla de humo que ha confundido los más profundos anhelos del negro norteamericano”, ver Autobiografía. Malcolm X, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1977, p. 310.
6—Todavía está por publicarse una biografía de Batista que llene de contenido la ya clásica y vaciada caracterización de “agente del imperialismo en Cuba”.
7—Estos aspectos han sido trabajados de manera inédita por Alejandro de la Fuente en su valioso libro A Nation for All. Race, Inequality and Politics in Twentieth Century Cuba, University of North Carolina Press, Chapell Hill & London, 2001 [tiene una edición en español: Una nación para todos: raza, desigualdad y política en Cuba, 1900-2000, Colibrí, Madrid, 2001]. Sin embargo, al no desarrollar una crítica sistemática a la lógica de la integración, no analiza con el necesario detenimiento las consecuencias sociales de las tibias políticas integracionistas desarrolladas por los dictadores cubanos, con lo que su libro se torna una detalladísima indagación en las desigualdades raciales en Cuba pre y posrevolucionaria, pero pierde el horizonte crítico más allá de la denuncia, hasta trivializarse el texto al llegar al período de los años noventa.
8—José Martí: “Manifiesto de Montecristi”, t. IV, Obras completas, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975, p. 101.

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