Mi ponencia parte de una serie de conversaciones que tuve el placer de sostener
con Rafael Robaina —en aquel entonces mi asesor en lo que todavía se llamaba el Centro de Antropología— sobre las características morales de las religiones afrocubanas, y particularmente Ifá. Tomando en cuenta la afirmación del valor
moral de esas prácticas por parte de sus practicantes (nótese, por ejemplo, el título del libro sobre el tema escrito por el babalawo Adrián de Souza Hernández: Ifá: Santa palabra, la ética del corazón), nos preguntábamos en aquellas conversaciones sobre la mejor manera de conceptualizar la noción de la “ética” de Ifá. ¿Cómo surge tal concepto? ¿Será función de la dinámica de la consulta
adivinatoria, o sea, producto de la interacción intersubjetiva de los que participan en ella? ¿Qué papel juegan las complejas características de la
mitología de Ifá, que forma parte tan central y determinante de la vida de los practicantes? ¿Cómo se compararía esa comprensión de la ética con la de otras formas religiosas, como el cristianismo, con el cual se mezcla en la vida cotidiana en Cuba? ¿Y qué papel podría desempeñar esa fuerza moral de Ifá en la sociedad cubana contemporánea? Pensábamos entonces también en asuntos difíciles,
como la idea de la crisis moral o crisis de valores en la sociedad mundial y en el país, que se discutía en debates públicos, tanto en la prensa nacional como en las calles de la ciudad.
No pretendo en esta ponencia dar respuestas a todas esas preguntas. Vale la pena mencionar que la investigadora Alessandra Basso Ortíz —autora del interesantísimo estudio Los gangá en Cuba (2005)— prepara su tesis doctoral en nuestro departamento en Londres, sobre esa temática, con un enfoque etnográfico. Es un trabajo que promete ser realmente significativo para nuestro ámbito de investigación. En la presente ponencia, mi meta es apenas elaborar algunos criterios más bien conceptuales que considero relevantes sobre la cuestión de la ética. Empiezo con un par de comentarios sobre algunas de las premisas que subyacen en las preguntas que acabo de plantear sobre las características globales
de lo que parece ser la “ética” de Ifá, y los desafíos analíticos que presentan.
Primeramente, la idea de que la “imaginación moral” de la adivinación pueda ser entendida como función de la dinámica de la consulta adivinatoria (intersubjetividad, diálogo, etc.) parece presuponer que la pregunta a formular sobre las características morales de la adivinación es, ¿cómo sucede? Esa
presuposición, a su vez, parece implicar que la adivinación no es inherentemente moral, o, en otras palabras, que las afirmaciones de adivinos y clientes sobre una moralidad no deben ser tomadas en serio. Aquí, para decirlo de algún modo, está la adivinación, y aquí está la moralidad, y el trabajo del antropólogo es entender mediante qué mecanismos una y otra se entrelazan, por ejemplo, mediante la negociación intersubjetiva, el carácter dialógico de la sesión, etc.
Con referencia a Ifá, la forma de adivinación derivada de África occidental que vengo estudiando etnográficamente en Cuba desde 1998, quisiera plantear que ese punto de partida analítico está en total desacuerdo con la práctica de la adivinación. La adivinación de Ifá, sostengo, es “inherentemente” moral, en el sentido de que la obligación moral le resulta constitutiva: para que las palabras del adivino sean genuinamente adivinatorias tienen que ser moralmente
convincentes. Puede servir de ayuda expresar el significado de lo que quiero decir mediante el establecimiento de un paralelo con un ya conocido debate en la
antropología de la adivinación, a saber, el que trata sobre la pretensión de verdad por parte de los adivinos.
Tradicionalmente —desde Frazer y Frobenius, pasando por Evans-Pritchard y Turner, hasta trabajos más recientes de autores como Pascal Boyer y David Zeitlyn—, los antropólogos se han planteado una pregunta: ¿qué tiene la adivinación que hace que
ciertas personas la crean verdadera? La pregunta lleva en sí misma el presupuesto de que no se acepta que la adivinación sea inherentemente verdadera.
Efectivamente, el hecho mismo de que los antropólogos tradicionalmente no hayan vacilado en afirmar que la mayor parte de las adivinaciones son, en realidad, falsas —respecto a remedios mágicos, influencia de divinidades, etc.—, muestra que las bases putativas de la adivinación son, para decir lo mínimo, dudosas. Así que, ¿por qué las personas la creen verdadera?, se pregunta el analista. Y a partir de ahí propone mecanismos extrínsecos mediante los cuales se inviste de verdad a las enunciaciones del adivino, con frecuencia insistiendo en la dinámica
intersubjetiva de la sesión, de manera muy parecida a la que Robaina y yo consideramos en aquellas conversaciones que mencioné.
Como he planteado in extenso en otro lugar, este enfoque equivale a poner la carreta analítica delante de los bueyes. Para empezar, cuando se trata de
practicantes de Ifá, la cuestión de ir a ver un babalawo parte de que las enunciaciones del sacerdote, si son genuinas, deben ser verdad, o sea, están
fuera de duda. Seguramente los babalawos pueden ofrecer un juicio falso, ya que siendo “humanos imperfectos”, como ha dicho un informante, pueden equivocarse o incluso mentir. Pero lo que todo ello significa es que el pronunciamiento no era genuino. Juicios genuinos son aquellos en los que Orula o Orunmila habla a través del oráculo, y lo que distingue las palabras de esta divinidad mayor es, precisamente, que son verdaderas. Así que, desde el punto de vista de los babalawos y de quienes acuden a sus servicios religiosos, preguntarse por qué las personas creen que los pronunciamientos adivinatorios son verdaderos, como han hecho los antropólogos de forma sistemática, es comprender mal qué es la
adivinación. Es un malentendido equivalente al de un etnomatemático que se preguntara por qué los niños de una escuela en La Habana “creen” que el 4 es un número, o más tarde, cuando llegan a la edad de casarse, por qué “creen” que los solteros son hombres no casados. Exactamente lo mismo, sostengo, es lo que sucede cuando uno se pregunta antropológicamente por qué las enunciaciones de los
babalawos son moralmente convincentes: el papel de la verdad y de la fuerza moral constitutivos de la adivinación están analíticamente interconectados; uno es corolario del otro.
Esto me lleva a una segunda preocupación respecto al énfasis analítico que se pone en los mecanismos mediante los cuales se da la imaginación moral de la adivinación, que tiene que ver con el presupuesto implícito de que el analista sabe de inicio qué es lo que cuenta como moralidad en ese contexto. Por el, contrario, me gustaría plantear que cuando se considera a los practicantes de Ifá y se afirma que los juicios del oráculo tienen una fuerza moral en virtud de ser adivinatorios, lo que se sugiere es que se trata de una moralidad distinta a cualquiera que podamos evocar como punto de partida. Una vez más, argumentos que ya he propuesto sobre el tema de la verdad en la adivinación pueden servir para aclarar el tipo de cambio conceptual que tengo en mente. Si para los practicantes de Ifá los enunciados de los babalawos son verdaderos en virtud de ser adivinatorios, como propuse, entonces no pueden ser verdaderos en ningún sentido conocido. Por tanto, puede parecer, por ejemplo, que un típico pronunciamiento adivinatorio como “su enfermedad se debe a un hechizo”, reivindica un sentido de
verdad como cualquier declaración de hecho en el sentido ordinario, por ejemplo, “su enfermedad se debe a presión arterial alta”.
Los análisis antropológicos de la adivinación que tratan de explicar por qué la gente cree en ella utilizan ese tipo de analogía. La analogía, sin embargo, no puede sostenerse, ya que las enunciaciones ordinarias de hechos son inherentemente dudosas (la enfermedad puede o no deberse a la alta presión arterial, en dependencia de los hechos), mientras que las declaraciones adivinatorias no son dudosas por definición. De eso se deduce que las declaraciones adivinatorias reivindican otro tipo de verdad. Más adelante explicaré lo que pienso en ese sentido. Aquí, mi intención es apenas mostrar que las razones para ser escéptico respecto a la pregunta antropológica “¿qué hace que la personas atribuyan fuerza moral a las adivinaciones?” son idénticas, desde
el punto de vista de la estrategia analítica, a las razones para ser escéptico sobre la pregunta “¿qué hace que las personas les atribuyan verdad a las adivinaciones?” Si en el caso de la verdad el caballo de batalla es el presupuesto de que la verdad es propiedad de declaraciones que representan hechos, en el caso de la moralidad, como me propongo mostrar, el obstáculo analítico es el presupuesto de que la moralidad es propiedad de declaraciones “normativas”, esto es, de declaraciones que recomiendan un curso particular de acción frente a otros cursos alternativos. Para entender en qué sentido la adivinación de Ifá es inherentemente moral, luego, se hace necesario conceptualizar la moralidad como algo distinto a una cuestión de recomendación normativa.
Primero, déjenme darles una idea de por qué uno querría decir etnográficamente que la adivinación de Ifá es inherentemente moral. Al hacerlo, me gustaría argumentar que es crucial alejarse de una imagen que ha sido planteada algunas veces por estudiosos académicos de Ifá y por los propios practicantes, que exalta la primordial “sabiduría” de la tradición de Ifá y deja a un lado el contenido ético de su mitología. Como muchos de los presentes sabrán muy bien, la adivinación de Ifá se basa en un vasto y muy complejo corpus mítico que aquí en Cuba toma forma en las narrativas conocidas como patakines (entre los hablantes de yoruba en África Occidental, de donde se originan los practicantes cubanos,
toma forma de versos, conocidos como ese, pero ese tipo de poesía se ha perdido en las traducciones del Ifá al castellano por sucesivas generaciones de babalawos cubanos). Como en las mitologías de las civilizaciones antiguas, ese universo encantado de historias ha sido el paraíso de los intérpretes. Lo que Wande Abimbola, por ejemplo, tachó al “corpus literario de Ifá” (1977) ha sido resaltado por la literatura académica y exegética por tener una significación
ética que puede actuar como un indicador de la dignidad universal de la “cultura yoruba”.
Desde un punto de vista etnográfico, lo anterior se relaciona con dos problemas. Primero, si bien es cierto que las historias de Ifá suelen tomar formas que podrían ser comparadas, digamos, con las fábulas de Esopo —un ejemplo típico mostraría un personaje mítico metiéndose en todo tipo de problemas por no haber hecho caso a una determinada prescripción divina—, la lectura de apenas una
muestra de un vasto corpus mítico brinda algo parecido a un conjunto de preceptos morales. De hecho, como sucede en el caso de las mitologías antiguas de Mesopotamia, Egipto o Grecia, los personajes que figuran en los mitos de Ifá —incluidas las propias divinidades, los orichas o santos— son astutos, roban o matan, o son buenos. Los babalawos, que se pasan la vida memorizando y estudiando esas historias, lo explican de inmediato enfatizando que lo que hace que la mitología Ifá sea tan poderosa es, precisamente, que “todo está en Ifá”. Toda forma concebible de acción, honesta o engañosa, constructiva o destructiva, benigna o maligna, dicen, se encuentra en uno u otro patakí. No importa lo que
esté en el mundo, me decía un babalawo apasionadamente, está también en Ifá, ya que todo viene primero de Ifá (un principio central de la cosmogonía de Ifá sobre el cual no podré extenderme aquí).
Por tanto, podemos decir que, para el moralista, Ifá presenta el mismo problema que el mapa de Borges, que de tan detallado termina cubriendo el área que pretendía registrar: si la búsqueda de la moralidad de Ifá implica identificar preceptos que recomiendan ciertas formas de acción en detrimento de otras, entonces es vana, ya que la mitología engloba todas las formas de acción.
Esto lleva a una segunda distorsión etnográfica implicada en la búsqueda de una “ética del Ifá”, cuyo análisis nos acerca a lo que pienso que es realmente el carácter moral de la adivinación de Ifá. Si todo está en las historias de Ifá, como dicen los babalawos, eso es así porque su rol no es componer un “corpus literario” (para usar la frase de Abimbola), sino actuar como recurso en la práctica de la adivinación.
Como bien saben muchos de ustedes, la adivinación de Ifá se basa en un sistema de 256 configuraciones adivinatorias llamadas odu y consideradas entidades divinas por derecho propio. Cada historia aprendida por los babalawos (o sea, los patakines) se asocia con uno de esos odu. Durante la adivinación, los babalawos usan una técnica complicada que incluye nueces consagradas (los ikines) o la cadena del ekuele para “sacar” una serie de odu, sobre cuya base puedan consultar a sus clientes. En una parte de la sesión, al babalawo se le pide que cuente una selección de las muchas historias asociadas al odu que fue lanzado (aquellas que considere más pertinentes para las circunstancias de la consulta), para que entonces pueda interpretarle al cliente sus “mensajes”. La intención de ese proceso de interpretación manifiestamente no es comunicar un consejo moral a los clientes. Más bien, la tarea del babalawo es, primero, usar los mitos para
identificar preocupaciones particulares que pueden ser relevantes para las circunstancias de sus clientes (enfermedad, perspectivas amorosas, hechicería,
problemas de dinero etc.); y segundo, y de la mayor importancia, recomendarles soluciones apropiadas, que deben implicar curas mágicas, ofrendas o sacrificios a divinidades específicas, u otras ceremonias, incluidos pasos hacia la iniciación del cliente.
El papel diagnosticador y solucionador que cumple la adivinación ya ha sido, por supuesto, exhaustivamente analizado en la literatura antropológica. Menos investigado, sin embargo, es el sentido de obligación que el diagnóstico y la solución les imponen a los clientes. Aquí en Cuba, los practicantes lo llaman “obediencia”. “Es verdad”, me dijo un amigo babalawo una vez, “mi trabajo es aconsejar. ¡Pero que se cuiden si no lo siguen! Puedes venir como amigo a pedirme consejo, y yo te puedo decir lo que pienso, pero de ahí, depende de ti. Pero si vienes a preguntarle a Orula, ¡cuidado!”. Ignorar un consejo dado en una sesión, o elegir no seguirlo, es, dicen los practicantes con frecuencia, “caer en desobediencia”, y uno lo hace bajo su propia responsabilidad. Efectivamente, como los mitos de Ifá —repletos de ejemplos de cosas horribles que pueden ocurrir
cuando, digamos, no se realiza un ebbó ordenado por Orula—, las historias y los comentarios que intercambian los practicantes de Ifá en su cotidiano están llenos de cuentos sobre el tipo de calamidad que Orula y otros orichas les causan a aquellos que consultan y dejan de atender al decreto adivinatorio: un hombre que fue a la cárcel por dejar de llevar a cabo una ceremonia a Ochosi, el dios de la caza; una mujer que perdió a un hijo por dejar de realizar su iniciación como hija de Ochún, la diosa del amor; un hombre cuyo cáncer sufrió una recaída por haber dejado de cumplir su promesa a San Lázaro, protector de los enfermos.
Se podría añadir mucha más materia etnográfica para mostrar particularmente cómo ese sentido de obediencia le permite al oráculo de Ifá actuar efectivamente como el principal regulador de la organización del culto, ya que el tema crucial del que se inicia, y en qué capacidad, es en sí mismo ordenado por medios adivinatorios. (Vale la pena mencionar que esta “regulación adivinatoria”, como la llamo en otro trabajo, es una de las características que tiende a distinguir la práctica de Ifá en Cuba, ya que se le ha dado más énfasis a la función regulatoria del oráculo en el contexto caribeño, donde los lazos de parentesco que en África occidental forman parte importante de la organización del culto, aquí fueron interrumpidos por el trastorno producido por la esclavitud, y remplazados por redes de parentesco ritual dirigido en gran parte por el oráculo).
Voy sin más rodeos a mi tesis sobre moralidad y obligación. La cuestión clave aquí, sugiero, tiene que ver con el concepto de elección. Consideremos la comparación que hizo mi amigo babalawo entre el consejo dado por un amigo y el consejo dado por Orula a través de la adivinación. Supongamos que un amigo te dice: “pareces enfermo, necesitas ir al médico”. Como señaló el babalawo, en ese caso depende de ti elegir seguir o no el consejo de tu amigo. De hecho, la propia noción de consejo, en ese contexto, presupone la posibilidad de elección: es precisamente porque tienes la opción de ir o no ir al médico que tu amigo considera apropiado aconsejártelo. Ahora supongamos que, sobre la base de un
lance de odu en una consulta, el babalawo afirma que Orula dice que estás enfermo y que para que te cures tienes que ejecutar un sacrificio para un oricha
particular, por ejemplo, digamos Changó, el dios viril del trueno. Parecería que cualquiera que sea la obligación que te recete Orula, se presupone que eres libre para elegir si hacerle caso o no, o sea, puedes elegir no ejecutar el sacrificio que se te exige. De hecho, como lo ilustran las historias sobre las calamidades
que caen sobre los que eligen desobedecer al oráculo, las personas con frecuencia no le hacen caso a sus prescripciones.
Sin embargo (y este es el punto crucial de mi tesis), una tal analogía entre imperativos ordinarios expresados por un amigo y los adivinatorios dados por
Orula conducen a una mala interpretación. Una manera de expresar el error interpretativo aquí sería el siguiente: cualesquiera que sean las consecuencias
de no haber seguido el consejo de un amigo, serán siempre contingentes, mientras que las calamidades que sufren quienes desobedecen a Orula son necesarias. En lo que respeta a los practicantes, y como lo resaltan sus mitos una y otra vez, la desobediencia no solamente los expone a la cólera divina sino implica un principio metafísico. Y ese punto crucial se refiere directamente a la cuestión de la elección. Lo que sugiero es que se trata de lo que los clasicistas llaman “ironía trágica”. Como los héroes en una obra griega, los clientes pueden creer que tienen la opción de ignorar los decretos dados por los babalawos en la consulta. Pero lo que muestran las historias de calamidades que resultan de esa elección es precisamente que los edictos de Orula no pueden ser ignorados. Puedes pensar que eres libre para hacerlo, pero de hecho no lo eres: la obligación adivinatoria al final te alcanzará, de modo que las opciones que creías haber abierto para ti, en realidad estuvieron siempre cerradas por necesidad divina.
Por ese motivo, las obligaciones que asienta la adivinación de Ifá sobre la gente no se pueden calificar de “normativas”, si por ello se entiende una fuerza moral que regula la elección de las personas: haga esto y no aquello. La cuestión, entonces, es cómo caracterizar la obligación adivinatoria sin recurrir a la noción de elección.
Para terminar, voy a exponer brevemente lo que creo es la respuesta, e insistir en un único punto a su favor. La premisa clave que rige las concepciones
normativas de la moralidad es que las obligaciones morales son externas a los agentes morales mediante las cuales operan. El reino normativo (que comprende mandatos como “no matarás” y otros semejantes) es, en otras palabras, ontológicamente distinto de los agentes cuyas elecciones pretende dictar. En las ciencias sociales, tal vez el enunciado más conocido de ese presupuesto sobre la normatividad sea el de Durkheim: según el sociólogo francés, el reino moral, la sociedad, es ontológicamente distinto de los individuos cuyo comportamiento regula por medio de la “socialización”. ¿Qué haríamos si tuviéramos que darle sentido a una obligación adivinatoria recusando ese presupuesto? ¿Qué pasaría si propusiéramos que los mandatos del oráculo no son externos a los consultantes, sino internos, en el sentido filosófico de que la propia definición de consultante (de lo que es, ontológicamente) depende de los pronunciamientos del oráculo, de la misma manera que la definición de “4” depende de la idea de
“número”, o la definición de “soltero” depende de las ideas de “hombre” y “no casado”? Desde ese punto de vista, cuando el oráculo te dice que estás enfermo
y que, por tanto, tienes que hacerle un sacrificio a Changó, no está afirmando algo “sobre” ti y sobre lo que “deberías” (dada la opción) hacer. Más bien, lo
que hace es transformar quien eres, convirtiéndote de una persona sana a la que no le hacía falta Changó en una enferma que sí lo necesita. Dejar de hacerle caso al oráculo, entonces, es en verdad actuar contra nuestra propia naturaleza, o sea, actuar como si fuéramos algo distinto de lo que somos, o mejor, algo distinto a lo que nos ha convertido el oráculo.
Claramente, esta sugerencia de que la adivinación de Ifá provoca obligaciones no por interferir en la elección de los consultantes, sino por interferir en los propios consultantes —alterando su constitución ontológica— es algo radical y tendrá que se defendida en más frentes de los que puedo mencionar aquí (un libro que acabo de terminar se trata en gran medida de eso). Me gustaría, sin embargo,
insistir en otro punto a favor de esa interpretación, a saber, que es analíticamente coherente. Al principio de mi ponencia expliqué que el problema de la moralidad adivinatoria es formalmente análogo al problema más familiar de la verdad adivinatoria. Les recuerdo que en este último caso era que los practicantes
sostenían que lo que hacía tan especiales los pronunciamientos adivinatorios no era solamente que eran verdaderos, sino que eran indudablemente verdaderos. Ello implica que a tales pronunciamientos no se los puede entender como representaciones de hechos, ya que dichas representaciones son inherentemente susceptibles a la duda.
Tomar los pronunciamientos adivinatorios como definiciones ontológicas (más que como afirmaciones de hechos) resuelve el problema. Así, puede pensarse que las adivinaciones son verdaderas por definición (ya que son definiciones), y que son de hecho indudables y muy parecidas a las verdades analíticas como la de que “solteros son hombres no casados”. En otras palabras, el cambio analítico que propongo convierte el análisis de la moralidad y el de la verdad en la adivinación en un único y coherente proyecto que me parece que vale la pena emprender.