Retos a la reflexión teológica en Cuba desde la perspectiva de un joven pastor

David Puig

Antes de cualquier pretensión o intento de colorear mi discurso con un mensaje teológico eficaz para la Cuba en que vivimos, permítanme agradecer públicamente a las personas que han preparado desde el comienzo este bello encuentro, y, aún más, en lo personal, compartir desde mi corta y sencilla visión con quienes han guiado y moldeado en todos estos años de estudiante mis inquietudes teológicas y políticas. También quiero agradecer la oportunidad que le dan a mi generación para expresar nuestras ansiedades juveniles, auténticamente teológicas y humanas, pero muchas veces ignoradas o subvaloradas.
El tema que me atrae y convoca en esta tarde nace de una experiencia que me tocó vivir algunos domingos atrás. No es tan novedoso y ha estado presente, se pudiera decir, desde las mismas comunidades cristianas primitivas, especialmente en las comunidades juaninas y paulinas. Me refiero a la tensión que se reclama y debe existir entre identidad y relevancia del mensaje cristiano.
Me pregunto entonces, como punto de partida de mi reflexión: ¿cómo estructurar y presentar un mensaje cristiano fiel en su esencia y a la vez elocuente y relevante para la sociedad cubana actual?
En un estudio sobre Bonhoeffer, Jürgen Moltmann caracterizó a la teología liberal de finales del siglo xix y comienzos del xx como una pérdida del centro. Según el autor de La teología de la esperanza, el énfasis e interés de los teólogos liberales por conjugar la fe y el entendimiento cristianos con la teología natural y el racionalismo los alejaban precisamente de su centro y su esencia.
Como contrapartida a esa manifestación reaccionó la teología dialéctica de los años veinte y treinta del siglo xx, encabezada por Karl Barth y la neortodoxia. Este era un intento por retomar la Palabra trascendente, revelada y encarnada de Dios, como tema y centro de la teología.
Pero si bien con los teólogos dialécticos se rescataba la esencia y el punto de partida del mensaje cristiano que debía ser la Palabra de Dios, se planteó el problema de cómo recuperar, a partir del centro, el horizonte de la misión cristiana. Entonces, si el gran aporte de la teología dialéctica había sido rescatar el centro, la revelación divina y el verbo de Dios encarnado en la humanidad, la gran limitante consistía en la pérdida de la perspectiva y trascendencia del mensaje cristiano en un mundo crecientemente secular, al que le interesaba cada vez menos los aspectos relacionados con la religión cristiana.
El mensaje teológico había encontrado su identidad, pero se hallaba ante la disyuntiva de cómo hacerse relevante en la sociedad. Evidentemente, de poco nos sirve tener y reconocer el centro si no hallamos también el horizonte. No hay centro sin horizonte, no hay centro sin circunferencia, y hablando concretamente, no hay Cristo sin su regio señorío secular, corporal y mundano. A este fenómeno de pérdida del horizonte se le añadiría la reacción de la Iglesia y la teología cristianas frente al liberalismo, el marxismo y el modernismo, y frente al proceso de secularización que asumió la sociedad occidental moderna. La Iglesia vivió un enclaustramiento hacia adentro, y la teología llevó el anuncio del Evangelio únicamente a la zona de lo privado del ser humano.
En ese momento crítico del mensaje y la historia del pensamiento cristianos es Bonhoeffer, el Bonhoeffer de Tegel –concluiría Moltmann en su estudio– uno de los primeros en proponer el punto intermedio y dialógico entre identidad y relevancia que rescataba el horizonte y desentrañaba la esencia del mensaje cristiano en un mundo que se había vuelto adulto. Bonhoeffer marcó un punto de partida para cualquier intento de las generaciones posteriores de hacer teología. Si bien era necesario entender y aprehender el camino de nuestra fidelidad a la Palabra de Dios, aún más lo era descubrir el modo de hacer plausible y efectiva esa Palabra encarnada de Dios en una sociedad secular, ajena, y a veces contraria a la voz del Evangelio.
En el siglo pasado, muchos ejemplos nos remiten y acercan al afán del teólogo de Tegel por conjugar la identidad y la relevancia del mensaje cristiano. Permítanme mencionar sólo algunos, sabiendo que cometo la traición de olvidar a otros tantos, pero ya estos bastarían para iluminarnos e ilustrarnos, en cierto grado, sobre el camino a seguir en nuestro intento de hacer elocuente el mensaje y la Palabra de Dios a nuestro pueblo. Estoy aludiendo a La declaración teológica de Barmen, la Gaudium et Spes, la constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo de Concilio Vaticano II, los documentos Kairós en Sudáfrica, y otros ejemplos que no fueron marcados por la tinta sobre el papel, sino por la sangre sobre los cuerpos. Me refiero a Martin Luther King, Jr., Arnulfo Romero, Ignacio Ellacuría, Mauricio López, entre tantos y tantas que, en su fidelidad al Jesús de los Evangelios, perpetuaron su mensaje en el corazón de sus pueblos.
Entonces vuelvo a preguntarme: ¿cómo estructurar y presentar un mensaje cristiano fiel en su esencia, pero a su vez elocuente y relevante para la sociedad cubana actual?

Anécdota de la madrugada de resurrección

Quisiera centrarme en algo que me ocurrió hace unos domingos atrás, específicamente el domingo de resurrección.
Nuestro programa de resurrección iba a comenzar con un matutino a las seis y treinta de la mañana. Salí de mi casa a las cuatro de la mañana para poder estar en tiempo en el matutino. Y, efectivamente, a las cuatro y cuarto de la mañana, me encontraba en la parada de 23 y L, frente a la heladería Coppelia, a la espera del P1 que me llevaría hasta el Reparto Mañana. Lo que yo no imaginaba a esa hora era que la madrugada del domingo de resurrección me depararía una experiencia que golpearía no solamente mi condición de pastor y cristiano, sino, y en un mayor grado, de cubano.
Toda la calle y las aceras estaban llenas de travestis, jineteras, prostitutas y proxenetas que se pasaban una jeringuilla unos a otros y se gritaban horrores de un extremo a otro de la calle. Se fajaban y amenazaban con cuchillos para tratar de capturar todos los autos de turismo que pasaban por allí. Evidentemente, no se trataba del documental de Lizet Vila.1 Una cosa es mirar y observar ese mundo frente a una pantalla y otra bien diferente es vivirlo.
Desde la perspectiva limitante del balcón en que me encontraba, observaba el panorama de esa madrugada y me preguntaba: ¿qué ocurre con estas personas después de estas noches en las que se esconden para poder ser ellos? Una persona me respondió de cerca: “Nada, regresan a los lugares que escogen para descansar; muchos han sido expulsados por su familias y no tienen donde vivir; duermen diez, doce horas y luego regresan a su circuito, hasta que son expulsados de allí y tienen que trasladarse a otro sitio”.
Y no reacciono ante una opción sexual, que creo corresponde a la decisión íntima y libre de cada ser humano, sino ante una opción de vida, que, en este caso, es una opción de antivida. Tal fue mi consternación y estremecimiento en esa madrugada, que al llegar a mi iglesia transformé el sermón que llevaba y hablé sobre mi experiencia en la parada de 23 y L.
El mundo o submundo que me tocó compartir la madrugada de resurrección, en la esquina de 23 y L, significó un momento crítico de mi vida como pastor, que me obligó a detenerme y reflexionar sobre aquella realidad tan cercana a mí como cubano, pero, a la vez, tan alejada de la reflexión disciplinada sobre el contenido de mi fe. Era imposible ignorar o evadir, como cristianos y teólogos, nuestra responsabilidad con aquellas personas.
Más allá de las ausencias de virtudes, los excesos y las actitudes extravagantes para nuestras tradiciones y normas de conductas, sobresale el sufrimiento y el sin sentido con que esas personas cubren sus vidas, y, en un mayor grado, el rechazo que experimentan. Aunque padecer y ser rechazado pudieran no ser idénticos. El sufrimiento, en cierta medida, se puede celebrar y admirar. Puede suscitar compasión entre muchos sectores de nuestra sociedad. Pero el ser rechazado arrebata su dignidad al sufrimiento, y lo convierte en algo denigrante y sucio. Sufrimiento y ser rechazado designan la cruz; y precisamente ellos pudieran estar llamados a ser también los crucificados de nuestro tiempo y nuestra sociedad.

Y la teología, qué…

Si nuestra expresión teológica demanda el ser efectiva para nuestro tiempo, y no solamente ubicarse en su identidad y su centro, que por lo demás ha estado siempre claro en nuestras reflexiones (Jesucristo el verbo de Dios encarnado), no le queda otro camino (ìåôá ^ ïäúó, método) que contextualizar y humanizar su reflexión, siguiendo la tesis del teólogo canadiense Douglas J. Hall, “la fe es el valor, producto de la gracia para comprometerse con el mundo, y la teología es la reflexión disciplinada y el comentario acerca de ese compromiso de fe, por tanto la teología es contextual y esto por definición”. Otro intento sería alejarnos del auténtico y efectivo método teológico.
Por otra parte, las teologías de la liberación, las teologías y hermenéuticas feministas, indígenas y negras, entre otras, confrontan la reflexión teológica con la realidad de nuestros pueblos pobres y explotados. Se enfrentan a las tendencias de privatizar, individualizar y enajenar la religión, y desentrañan la esencia del mensaje cristiano del Evangelio para nuestros tiempos y contextos.
Aun dentro de esta extensa sombrilla que es la América Latina, cargada de etnias y culturas, a la que el Apóstol de los cubanos llamaría Nuestra América, Cuba tiene sus propias y peculiares características. Requiere presupuestos y análisis particulares que se correspondan con nuestro contexto.
Si bien los esfuerzos e intentos de esas teologías han llegado a sectores que durante siglos han cargado el peso del sufrimiento y la exclusión, en estos momentos hay otros que reclaman nuestra atención y reflexión.
Al hacer un sencillo y breve recorrido por la historia del pensamiento teológico de la Cuba en revolución, sobresalen momentos e intentos ilustres, en los que se patentiza un mensaje cristiano fiel a su esencia, la esencia del Jesús histórico y de los Evangelios, y, al mismo tiempo, relevante en el contexto en que vivía nuestro pueblo. Por ejemplo, Teología en revolución, la Confesión de Fe de la Iglesia Presbiteriana Reformada de 1977, con las limitantes que ya se han expuesto en esta tarde. También me siento obligado a mencionar a aquellos movimientos en los que se experimentó por primera vez la necesaria revolución del laicado, en los que la teología se hacía pueblo y el pueblo se hacía teología. Me refiero a la COEBAC y al Movimiento Estudiantil Cristiano (MEC), entre otros intentos que hicieron relevante el acontecimiento del Dios encarnado en el mundo en la sociedad de entonces, en aquellos años de contradicciones e incomprensiones que nuestras iglesias vivieron y sufrieron, tanto dentro como fuera de ellas.
Pero nuestra sociedad se transforma y aparecen otros sujetos, elementos y sectores que aunque se desconocían en el pasado inmediato, se presentan en tanto evidencias reales que reclaman nuestra atención como teólogos y teólogas.
En este momento –y todos coincidimos en que se trata de un momento crítico económica, política, social y teológicamente, y que al sumar todas las crisis podemos llamarlo un Kairós–, es necesario darnos cuenta de que nuestro contexto es muy diferente al de los años setenta, los ochenta e incluso el de los noventa. Por lo tanto, requiere y demanda nuevos presupuestos y paradigmas, nuevos esfuerzos capaces de hacer efectiva y relevante aquella vieja historia de pescadores, pobres diablos y mujeres solitarias, una cruz y una tumba vacía, cuyo mensaje ha inspirado vida, y vida en abundancia, a todos aquellos y aquellas que no han encontrado sentido y voz en un mundo donde la historia aún la escriben los poderosos.
Desgraciadamente, en pocas ocasiones se toman en cuenta, desde nuestros púlpitos y cátedras, la realidad y el sufrimiento de esos crucificados de nuestros tiempos. Poco les hemos dicho y poco les decimos a aquellas y aquellos, casi siempre sin nombres, a quienes el sufrimiento y el rechazo les perforan su integridad y el sentido de sus vidas. Muchas veces, en el mejor de los casos, desconocemos o preferimos olvidar que ellos y ellas también forman parte de nuestra historia y nuestra sociedad.
Pero si bien nuestra soñolencia, el acomodamiento de nuestras iglesias y el status quo que nos ha proporcionado muchas veces lo oficial han cegado, condicionado y empobrecido nuestro discurso, y han hecho desviar y confundir nuestra misión en varias ocasiones, hay otro elemento aún más dañino y perjudicial: la moral burguesa presentada por nuestros antepasados como la santa ley de Dios para nuestras vidas. La santa ley que nos ha deformado presentándonos a estos nuevos sujetos de la sociedad como pecadores, raros, pervertidos, impíos, antisociales, enemigos de Dios y las buenas costumbres, necesitados de arrepentimiento y juicio, y que ha levantado los muros y cerrado las puertas que nos llevan a su encuentro. Que sería, según el Evangelio, el encuentro con Jesús.
La reproducción de esa moral burguesa, tan frecuente en nuestras teologías y prácticas eclesiales y que durante siglos se ha confundido con el mensaje del Gólgota y la tumba vacía, acrecienta aún más el paroxismo y la ineficacia de nuestro mensaje teológico en la Cuba de hoy.
El encuentro pleno con Dios en nuestra sociedad, que no es otra cosa que nuestra espiritualidad, no se hace ni se puede lograr mediante arrebatos o emociones religiosas, mucho menos por el seguimiento de un dogma dicotómico, burgués, moralista y anticuado, ni siquiera desde la cátedra ni en estos círculos teológicos, sino por el camino auténtico del buen samaritano, que no sólo cuida y da de comer al hambriento y al necesitado, sino que reconoce en su camino a aquellas personas, víctimas la mayoría de la sociedad y la religión, que sufren el sinsentido y el rechazo en sus vidas. “La meta es el olvido, yo he llegado antes”, escribiría en uno de sus poemas memorables el escritor argentino Jorge Luis Borges. Que el olvido y la indiferencia hacia esos sectores que van apareciendo en nuestra sociedad no siga siendo una generalidad en nuestras teologías y la meta de aquellos hombres y mujeres con los que me tocó coexistir esa madrugada de resurrección.
Es mi deseo y mi llamado que la teología cubana actual, desde su reflexión y praxis, fusión indisoluble si se quiere manifestar el logos del theos, entienda y comprenda su relevancia también en el acercamiento a esos sujetos.
Sólo de esa manera, entre otras también auténticas, estaríamos encontrando nuestra identidad de cristianos y cristianas encarnadas en este pueblo, permaneciendo –y con esto invierto el sentido de la ecuación– fieles a la herencia que recibimos de aquel que confesamos Señor, que fue llamado, precisamente, amigo de pecadores y prostitutas, que encarnó el dolor de los sinsentidos y los excluidos de su época.

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Notas

*—Ponencia presentada en el Encuentro Intergeneracional sobre Teología Cubana, celebrado en la Catedral Episcopal La Santísima Trinidad, de La Habana, en abril del 2005.

1—Realizadora cubana autora de importantes documentales, entre otros, Sexualidad, un derecho a la vida, sobre la formación de un grupo de travestis como promotores de salud.

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