Suite Habana, un reto teológico

Francisco Rodés

Confieso que muy pocas veces voy al cine, sólo cuando se trata de alguna cinta muy recomendada, como fue el caso de Suite Habana, una película que me dejó muy impresionado y vería con gusto nuevamente.
Parece que ese impacto no fue exclusivo en mí; muchas personas se han expresado igualmente. Y me han dicho que, cada vez que se expone, al final ocurre lo mismo; un aplauso del público y una salida silenciosa de la sala de espectáculos. Yo lo experimenté como un silencio reverente, como cuando se sale de una sala de concierto en donde se ha ejecutado una obra sublime o se termina un culto de adoración muy espiritual.
Quiero pensar que todo acontecimiento que despierte el espíritu de reverencia tiene un sustrato común; hay el sentido inexpresable de lo sagrado. Sólo el silencio, y no las palabras, es apropiado para esos momentos especiales. El éxtasis ante una obra de arte, el respeto ante el dolor ajeno, el recogimiento ante el misterio de la vida son instantes en los que el ser humano oye las antiguas palabras: “quita el calzado de tus pies, porque el lugar en que estás tierra santa es”. Y es realmente curioso que precisamente una película cubana despierte estas emociones, ya que lo normal es que nuestro cine tenga un elevado ingrediente de humor y chacota.
¿Dónde es que toca Suite Habana la veta de reverencia religiosa?
Creo que fundamentalmente el autor nos pone en contacto no con una cinta de ficción, pues no hay actores profesionales, sino personas comunes que ni siquiera hablan, sino que nos dan un testimonio silencioso de cómo desarrollan su existencia diaria, en el contexto de una ciudad llena de ruidos y movimiento. No son personajes extraordinarios, sino seres anónimos, en las situaciones rutinarias de la vida, en las que seguramente una gran parte del público puede reconocerse o reconocer a algún amigo o amiga apreciados.
Este retrato lo logra el cineasta Fernando Pérez al salir con su cámara a la Habana del Centro, la superpoblada y bulliciosa, en la que encuentra una amalgama de personas sencillas, de distintas profesiones, desde el obrero ferroviario al médico y al artista, todos trasladándose en bicicletas, viviendo las estrecheses de la vida diaria de un habanero de “a pie”.
Hasta aquí la cinta sería sólo un álbum folclórico de los cubanos de hoy, enriquecido sí por la poesía de una fotografía y una banda sonora de increíble belleza. Pero lo conmovedor, lo profundo, es lo que se esconde en la apariencia exterior de las acciones y de esos gestos monótonos; esas personas están viviendo y proyectándose así porque en lo íntimo de ellas hay un sueño que las motiva. Este sueño, que de una forma heroica están logrando, es lo que les da razón y fuerzas para vivir. Solamente, por contraste, hay una persona de la que se dice “ya no tiene sueños”. Su carencia es absolutamente patética y conmovedora.
Los “sueños” de esta gente común, entre las cuales estamos también nosotros, son el centro de lo sagrado de este filme y de la vida humana. Sin sueños vivimos sólo por instinto de vivir o por mera costumbre. El sueño organiza todas nuestras energías y dispone todo el ser para arrostrar dificultades, y para emprender cambios en la vida. Nos da el sentido de libertad. Precisamente este espacio de sueños muchas veces se da en el “tiempo libre”, cuando las personas pueden dedicarse a lo que realmente les resulta gratificante.
Este tema del sueño, que tiene su matriz en la esperanza, quizás es el punto de convergencia con la teología cristiana. Porque, como nos lo ha hecho recordar el gran teólogo alemán Jurgen Moltmann, la esencia de la fe es su carácter movilizador hacia un horizonte de esperanza. Y antes que Moltmann ya lo había dicho el Nuevo Testamento: “es pues la fe la certeza de lo que se espera” (Hebreos 11,1). Este cubano y cubana común que viven en una apretada lucha por la subsistencia diaria, increíblemente no están motivados por la satisfacción de las necesidades materiales, sino por la ejecución de un sueño, que aún en las peores circunstancias no les abandona. El ser humano, se ha dicho hasta la saciedad, es un inveterado soñador. Quítele sus sueños, y perderá todo el amor por la vida. Sobre este asunto volveremos más adelante.
El filme se acerca a los gestos más comunes de la vida cotidiana con un lente de aumento que hace ver el sentido ritual de las pequeñas acciones diarias. Hay un regodeo intencional en ciertas facetas; véase por ejemplo el acto del baño. ¿No es el baño para los cubanos lo que delimita el tiempo del trabajo y la entrada en el tiempo del ocio, de la espontaneidad? Al bañarnos, y “vestirnos de limpio”, ¿no estamos experimentando una sencilla alegría, un goce muy especial? En el filme, es como el ritual de purificación para comenzar la segunda y más sagrada etapa del día, en la cual las personas viven sus sueños. Recordemos que para los cristianos el ritual del agua es el símbolo de la nueva vida, de la libertad de los hijos de Dios.
Los gestos comunes, los pequeños ritos cotidianos, son lugares teológicos que hemos olvidado en nuestra fascinación por lo grandioso y espectacular, olvidando que son estos actos rituales comunes los que reflejan la espiritualidad humana. Pensemos por un instante en el acto de saludarnos con un “buenos días” acompañado por una sonrisa. Vivir sin reverencia, sin reparo en aquel o aquella que nos encuentra, sin reconocer la gratuidad de los pequeños momentos de alegría que nos inspiran, es ir perdiendo la calidad de la vida, y retrotraernos a estados más primitivos de civilización. Suite Habana es, sin dudarlo, una mirada a lo pequeño que está cargado de significado.
Pero para Jesús la vida diaria estaba llena de signos de lo divino. Véanse, por ejemplo, las muchas historias de la vida cotidiana, como la emoción de la mujer que barre su casa en busca de una moneda perdida, o la maravilla de aplicar la levadura en la masa de harina para que ocurra el milagro del pan, o del hombre que siembra su semilla y ésta crece en el misterio de la noche. Él nos mostró que lo sagrado envuelve nuestro apurado andar por estos caminos de la vida. ¿Por qué sorprendernos si el resucitado se dio a conocer a sus amigos de Emaús en el simple acto de partir el pan para darles de comer? Fernando Pérez nos dice con su lente que lo sagrado está también en el niño down que logra dominar un cuchillo para rebanar una cebolla, signo de su victoria sobre la limitación.

El reto a la teología cubana

Entendemos por teología el diálogo que establece la Iglesia cristiana con la cultura que le ha tocado en suerte vivir y hacia la cual se siente motivada a testimoniar acerca del evento de Jesús. Puede haber muchos llamados libros de teología que simplemente se dediquen a explicar los contenidos doctrinales de la Iglesia, pero esto no es auténtica teología, esto es más bien catecismo, con lo cual no estamos descalificando la validez de su función específica. Pero la auténtica teología, desde los padres apostólicos, ha sido el reto de dialogar con la cultura, con el mundo que la rodea, en un intercambio en el cual se da y se recibe. Por esto hay tantas teologías como mundos, épocas y culturas hemos tenido y tenemos.
Dicho esto, podemos afirmar que el momento privilegiado de desarrollo del pensamiento teológico, en Cuba, se da a partir del reto que representó el surgimiento en nuestro suelo de un sistema basado en los principios del marxismo-leninismo. Es cuando algunos teólogos cubanos se sintieron en la necesidad de reflexionar sobre el significado de esta nueva situación para la vida y ministerio de las iglesias cubanas. Decimos algunos teólogos, porque verdaderamente la masa de la iglesia cubana estaba bajo el signo de la confrontación, el repliegue, el temor y el síndrome del martirio. Sólo una minoría de laicos y pastores se sintieron impelidos a mirar de frente a los nuevos tiempos y preguntarse qué sentido tenía la fe para los cambios sociales. Así es como va surgiendo un pensamiento teológico osado, honesto y verdaderamente cubano. Surge una teología que se propone despertar la conciencia política de los cristianos, equiparlos para vivir su fe en medio de una sociedad revolucionaria.
Esta teología nos ayudó a pensar en el Dios de la historia, que actúa en todas las esferas de la vida humana, por caminos insospechados; el Dios que nos invita a la encarnación en el pueblo, en sus luchas y esperanzas, a vivir heroicamente al servicio de los demás.
No cabe duda de que la teología latinoamericana vino a fortalecer esta corriente de pensamiento. Parecía que la obediencia a Dios estaba en nuestra entrega a los grandes ideales de un mundo mejor. Así el amor eficaz, el que da pan al hambriento y cura al enfermo, y el que hace justicia al oprimido, vinieron a ser las categorías fundamentales del pensamiento teológico de las décadas del sesenta y del setenta.
Aquellos fueron años de gran creatividad y el tiempo irá decantando lo que había de ingenuo de aquello con un valor permanente. No se trata ahora de negar aquel pasado de tanta belleza y creatividad, sino de mirar los nuevos signos de los tiempos y la realidad de nuestro pueblo con nuevos ojos, y de tratar de articular esta nueva realidad con la visión que se tuvo en el pasado. Asimismo, es importante evitar la flaqueza que tenemos los cubanos de irnos siempre a los extremos. No se trata de un abandono de posiciones, sino de un crecimiento y apertura a las nuevas dimensiones de los retos a enfrentar. Quien quiera seguir pensando en las categorías de la épica heroica, es libre para hacerlo; pero quien tenga oído atento a lo que cineastas, artistas y poetas de nuestro suelo nos están tratando de decir, que oiga.
Si una debilidad se le puede atribuir a la teología es que, en ocasiones, ha establecido un diálogo con las elites intelectuales exclusivamente. Así ha surgido la teología académica, de recinto universitario, vinculada a la modernidad, con su optimista confianza en los logros de los científicos. Recuerdo que una vez, siendo recién graduado de bachiller en teología, me interesé en estudios superiores, y al hacérselo saber al rector de una institución teológica, me preguntó: “¿Sabe usted alemán?” Me sentí aplastado por una barrera inesperada; aprender el alemán para estudiar teología.
Esto hoy lo comprendemos y explicamos por el ambiente cientificista de aquellos años, gracias al aporte de la teología latinoamericana de liberación, que nos ha creado conciencia acerca del sujeto de la teología, aquel que la origina, que hace las preguntas vitales y que no es otro que el pueblo humilde y sencillo, que pregunta por Dios frente a los grandes problemas de su vida. Así pues, la matriz de la teología liberadora es el pueblo; desde su situación, de sus luchas, es que partimos a hacer teología. Los teólogos ayudan a articular y sistematizar esta reflexión que parte, como hemos dicho, del propio pueblo.
Este es precisamente el mismo reto que nos presenta Fernando Pérez cuando, cámara en mano, sale a conocer las historias reales de la gente del pueblo. Los teólogos cubanos que se sienten llamados a interpretar, a la luz de la fe, el momento actual de los cubanos, tienen por necesidad que salir a la calle, oír historias, contemplar el heroísmo anónimo, bucear profundo en los sueños de tanta gente humilde que vive en situaciones verdaderamente dramáticas.
No hay que temer a perder de vista la gran utopía, a perdernos en una teología de la vida privada. La gran historia se alimenta de millones de pequeñas historias, el gran ideal se enriquece con la realización de los sueños de la gente humilde. Porque de esta forma se irá cristalizando una nueva espiritualidad, que será fuente de resistencia contra todo desencanto.
Esas narraciones tienen poder para liberarnos de todo nihilismo y hacernos sentir que sí vale la pena vivir.
Lo que no se le perdonaría a la teología cubana actual es la evasión cínica. Hay muchas formas de evasión, no sólo en una religiosidad enajenada que busca únicamente las emociones intensas. Hay también la tentación de vivir en un universo de verdades universales, de categorías absolutas y hasta de posiciones ideológicamente impecables, pero que no aterrizan en la vida cotidiana del pueblo.
Los cubanos podemos sentirnos agradecidos de que a nuestros dirigentes políticos les sobra la conciencia sobre los grandes problemas de la globalización neoliberal, y es bueno que no sólo los dirigentes políticos la tengan, sino también los dirigentes de iglesia. Pero el aporte específico de la Iglesia y de los teólogos es tener los ojos y los oídos bien abiertos a los problemas que atañen a la salud espiritual de nuestro pueblo.
Ubicarse en el lugar anónimo de los humildes, es difícil. Tal vez ciertos privilegios sean una barrera para esto. Un aldabonazo como Suite Habana es un llamado a los teólogos para adentrarse en el mundo real del que nunca debimos salir. La teología cubana de hoy está llamada a ser narrativa, histórica, sensible, para reflejar las contradicciones y conflictos de nuestra azarosa vida. Tenemos aliados en esos artistas y poetas tan bellamente proféticos.

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