¿Sabía usted que hay
barcos de carga en los cuales,
a cambio de mil pesos,
lo llevan y lo traen a usted
de Buenos Aires a Estocolmo?
¡Tardan tres meses en total!
(Horribles, esos transatlánticos que hacenel viaje en
cuatro días…)
Julio Cortázar en carta a Luis Gagliardi
4 de enero de 1939
¿Quién había tenido la idea funesta de medir el tiempo
y sujetar sus vidas a la tiranía irrisoria del reloj?
Juan Goytisolo
Imagina lo que es el tiempo para el beduino que viaja sobre su camello a través del desierto del Sáhara, o para el marinero vasco que pesca bacalao en alta mar, o para el campesino griego que cultiva su viñedo o, por qué no, para el santo de la leyenda que pasó sin darse cuenta doscientos años escuchando el canto de un pajarillo. El tiempo para ellos es el ritmo natural de las mutaciones. La primavera, la noche, los cambios de la luna, la caída de las hojas, el invierno, el viento del sudeste. El tiempo tiene miles de rasgos, y no se mide exactamente, sino a través de múltiples mutaciones naturales, sociales y personales.
Joseba Sarrionandía
Aunque el género Homo sólo tiene dos millones de años de existencia, ya dispone de la capacidad para destruirse a sí mismo… Ni tan siquiera lograremos probablemente emular la trayectoria de la cucaracha, que viene evolucionando
desde hace aproximadamente doscientos cincuenta millones de años.
Richard Morris
No albergaba ninguna duda de que, con tiempo, los humanos podríamos crear una sociedad moral. El problema era, y yo lo sabía demasiado bien, que el tiempo
se estaba acabando.
Jane Goodall
La larga duración que caracteriza al “tiempo ecológico” se opone al corto plazo en el que se desarrollo la vida política, por no hablar del carácter instantáneo del
tiempo comercial.
Gilbert Rist
Aflojar las constricciones del tiempo-parámetro, para rencontrar la
flexibilidad, los horizontes abiertos del tiempo-compañero y del tiempo-devenir,
constituye un desafío democrático, una exigencia de ciudadanía. El tiempo se vuelve un elemento decisivo de nuestra cultura política.
Jean Chesneaux
…y no conocen la prisa/
ni aun en los días de fiesta.
Antonio Machado
Tiempos de vértigo
Siendo el tiempo una dimensión tan básica de la existencia humana, de la vida de la biosfera y del devenir del cosmos, resultaría sorprendente que no afecta-
ra y se viera afectado de forma profunda por un acontecimiento del calibre de la crisis ecológica global. Así sucede, de hecho: no hay más que pensar en el vértigo que nos asalta cuando caemos en la cuenta de que en cierto modo, se acaba el tiempo para salvar el mundo: pensemos en la enormidad que significa alterar dramáticamente el clima del planeta, acabar con las reservas de petróleo y eliminar los bosques tropicales en apenas tres o cuatro generaciones…
Por otra parte, nuestras intervenciones —mediadas por la potencia tecnocientífica moderna— se prolongan hacia futuros casi inimaginables: pensemos en lo que representa la modificación de los genomas de las especies vivas, que puede traer consigo una reorientación de la evolución biológica, o la introducción en la biosfera de residuos nucleares que emitirán radiación ionizante durante decenas de miles de años…
Cerca y lejos, rápido y lento, son cuestiones candentes en nuestra época, el mundo de los siglos XX y XXI. Cabe mostrar que algunos de los aspectos más sobresalientes de la crisis ecológica mundial, y de los problemas ambientales locales, han de verse como dificultades con el tiempo: desajustes y conflictos temporales. Por otro lado, intensos debates contemporáneos como los que versan sobre desarrollo sostenible, reciclado de materiales, moratorias tecnológicas, energías renovables, irreversibilidad de los daños a los ecosistemas o reducción del tiempo de trabajo, pensados a fondo no son sino debates sobre nuestra relación con el tiempo. En las páginas que siguen me propongo explorar algunas de las formas en que se entrecruzan la crisis ecológica y el vector temporal. Pero convendrá comenzar dando un pequeño rodeo.
Concepciones del tiempo
Una muy copiosa literatura ha abordado la cuestión de las concepciones del tiempo.1 De modo rapidísimo, y limitándonos solo a nuestra propia cultura, cabe decir que entre la Antigüedad grecorromana y el mundo judeocristiano, pasamos del tiempo cíclico y mítico al tiempo lineal y orientado; y entre la Edad Media y la Edad Moderna, tuvo lugar otra transición desde el tiempo flexible —marcado por los ciclos de la naturaleza, ese “tiempo natural de las mutaciones” al que hacía referencia el poeta vasco Joseba Sarrionandía en una de las citas iniciales de este ensayo— al tiempo de reloj.
Los griegos y los romanos no fueron los únicos pueblos antiguos que consideraban que el tiempo era cíclico. La filosofía india del tiempo de los Vedas (entre 1500 y 600 a.C.) concebía los ciclos dentro de otros ciclos. El más corto era una edad, calculada en unos trescientos sesenta años humanos, mientras que el más largo correspondía a las vidas de los dioses, que se estimaban en cerca de trescientos billones de años. Pero el tiempo no se agotaba, incluso después de pasar esos billones de años. Los propios dioses morían y volvían a nacer, y los ciclos cósmicos de creación y destrucción se prolongaban eternamente.2
Solo cuando se generalizan los relojes mecánicos —a partir del siglo XIV— se llega a una novedosa concepción del tiempo, inconcebible en épocas anteriores: el tiempo como una magnitud abstracta y homogénea, con existencia propia. Este fue, por cierto, uno de los factores que precipitaron la revolución científica del siglo XVI. Juan de Mairena definía al ser humano como “el animal que mide su tiempo”, “el animal que usa relojes”;3 y Lewis Mumford, especialmente, ha insistido en la importancia del reloj mecánico como uno de los avances tecnológicos más trascendentales que se produjo en la sociedad occidental. Fue el reloj lo que permitió disociar el tiempo de los ciclos naturales y llegar a la noción de tiempo abstracto. “El reloj, no la máquina de vapor, es la máquina clave de la moderna edad industrial.”4
La metáfora favorita de Newton para el sistema planetario es que se trataba de un inmenso mecanismo de relojería. La naturaleza del mundo sublunar empezó entonces a ser contemplada en términos de mecanismo de relojería… El tiempo se convirtió en una obra humana: en los entornos urbanos, la iluminación artificial acabó con la necesidad de luz natural… El tiempo mecánico impuso una nueva disciplina al género humano dentro, fuera de las fábricas y en toda su vida social: el mundo social adquirió las mismas dimensiones que el mundo físico newtoniano. Expresándolo con una imagen, el Padre Tiempo se transformó como por ensalmo en un reloj mecánico. 5
En nuestras vidas individuales se conjugan los ritmos circulares basados en la repetición (día y noche, rutinas de la vida cotidiana, transcurso de las estaciones) con la flecha del tiempo lineal, donde los acontecimientos son únicos e irrepetibles. El tiempo circular de los astros ha de acomodarse de alguna forma con el tiempo lineal de la historia. Y tanto los cronobiólogos como los médicos del trabajo saben bien que si no acertamos en esa conjugación, si contrariamos en exceso los biorritmos naturales de nuestro organismo, las consecuencias pueden ser muy negativas.6
Una enfermedad cultural
La falta de tiempo (por el culto a la velocidad, la aceleración de los ritmos, la compartimentación de la vida cotidiana, la dilatación de los trayectos que se recorren cada día en las aglomeraciones urbanas, la centralidad del trabajo asalariado y de un ocio mercantilizado, etc.) se ha convertido, en los países del Norte rico del planeta en algo así como una enfermedad cultural que tiende a contagiarse al mundo entero. Un dicho africano señala que todos los blancos tienen reloj, pero nunca tienen tiempo. Y Joaquín Araujo ha escrito: “Todo es poco menos que estafa si el tiempo de los relojes, que no existe, mide las relaciones entre los seres humanos”.
En los días en que se conmemoraba —con grande e impúdico despliegue de propaganda— el décimo aniversario de la caída del Muro de Berlín, llamaba la atención cómo volvía una y otra vez, en entrevistas a ciudadanos de países del exbloque soviético, un tema recurrente: el lamento por el tiempo perdido. Antaño, en aquellas sociedades seudosocialistas de baja productividad, había tiempo para to-
do, y particularmente para la amistad y el amor; en el brave new world capitalista parece que no hay tiempo para nada. Anette Endesfelder —una joven berlinesa oriental— lo expresaba así: “El tiempo era diferente. Antes, verse con los amigos se consideraba una ocupación en sí misma. Hoy da la sensación de que estuvieras desperdiciando el tiempo. Parece que hay que estar trabajando todo el día.”7 Ivan Klima, novelista checo, lo enunciaba a su modo: “El espectáculo es el nuevo Dios. En los viejos tiempos las amistades eran más íntimas, más intensas. En parte porque teníamos mucho tiempo para cultivarlas, mientras que ahora todo el mundo corre de una cita a otra.”8
El socialismo cuesta demasiadas tardes libres, se quejaba Oscar Wilde. La democracia tiene esa misma dimensión temporal: lleva tiempo, mucho tiempo. El tiempo necesario para el contraste de pareceres, el uso público de la razón, el debate libre, la formación de consensos, la revisión de las decisiones, la exigencia de responsabilidades: la calidad de estos procesos es incompatible
con la prisa. Las sociedades donde la gente “no tiene tiempo” no pueden permitirse la democracia.
(Dicho sea de paso: esa es una de las razones del antagonismo profundo entre capitalismo —con su impulso hacia la constante aceleración— y democracia. Sin olvidar nunca que sin democracia en las fábricas y oficinas y campos, sin democracia en los centros de trabajo, no hay democracia. Y que sin democracia para decidir sobre la investigación científica y el desarrollo tecnológico, en este nuestro mundo de potencia tecnocientífica creciente, no hay democracia.)
Las cuestiones de la ciudadanía y de la responsabilidad van de consuno, y ambas han de pensarse en su dimensión temporal. Evoquemos aquella definición or-
teguiana de la nación como “proyecto sugestivo de vida en común”: resulta evidente que tal proyecto solo puede concebirse inscrito en la duración, en cierta relación con la historia. Pero el ciudadano, sugería hace más de dos decenios el pensador francés Henri Lefebvre, se ha degradado en usuario y mero consumidor.9 El primero piensa y actúa dentro de un campo de responsabilidades, y por ello dentro de la duración, del tiempo como duración. Reflexiona sobre las experiencias pasadas, intenta extraer las lecciones de la historia, y evalúa las previsibles consecuencias futuras de las diferentes opciones sociales. El consumidor, por el contrario, se desparrama en la búsqueda de las satisfacciones inmediatas, mientras su campo temporal se empobrece tremendamente.
La cuestión del sentido se entrelaza igualmente con el tiempo. Solo somos capaces de dar sentido a nuestros actos y nuestra vida mediante su inserción en el tiempo como duración, en contextos de acción que se despliegan a lo largo del tiempo. La degradación del tiempo en sucesión de momentos inconexos nos sume en un sinsentido invivible. Por eso —como ha observado Jean Chesneaux en su agudo ensayo Habiter le temps— las crisis en nuestra relación con el tiempo son crisis de sentido.10
Las cinco “flechas del tiempo”
Casi todas las leyes básicas de la física, y en particular las de la mecánica y las de la física nuclear, son indiferentes respecto al sentido del tiempo. Ni las leyes de la electricidad, ni las de la mecánica cuántica, ni las de la mecánica, distinguen entre el pasado y el futuro. Sin embargo, desde la perspectiva humana (y también para la vida orgánica en general) la característica más descollante del tiempo es precisamente su unidireccionalidad e irreversibilidad: de ahí la metáfora usual de la “flecha del tiempo” (que acuñara el astrónomo británico Arthur Eddington).
Físicos y cosmólogos saben que existen cinco formas diferentes de distinguir la dirección del tiempo.11 La más importante de todas es la segunda ley de la termodinámica, o principio de entropía. Es quizá la más general de las leyes que ha descubierto la ciencia: se aplica a casi todo (también a la vida de los seres vivos, asunto sobre el que volveré enseguida). Esta ley afirma que la energía se degrada (disipándose en forma de calor) en sus sucesivas transformaciones; también puede enunciarse diciendo que la entropía de un sistema aislado no decrece nunca. Había menos entropía en el pasado, y habrá más en el futuro.12
Cabe destacar que la segunda ley de la termodinámica no se refiere para nada al “flujo” del tiempo. No dice nada de ese momento que llamamos “ahora”, el cual se desplaza inexorablemente hacia el futuro. La segunda ley tan solo dice que el Universo se muestra diferente en las dos direcciones opuestas. A este respecto, no existe nada en la física que sirva para describir ese flujo. La física no dice nada sobre la velocidad a la que el tiempo “queda atrás” con relación a nosotros.13
La primera es, pues, la flecha entrópica. La segunda “flecha del tiempo” es la flecha cosmológica: la expansión del universo después del Big Bang inicial. La materia de que está formado el universo se hallaba más comprimida en el pasado, y estará más dispersa en el futuro. La tercera flecha tiene que ver con una partícula subatómica, el kaón, y podemos ignorarla aquí: es la menos importante.14 Tras la flecha del kaón viene la cuarta flecha del tiempo, o flecha electromagnética: las ondas electromagnéticas (la luz, los rayos X, las ondas radioeléctricas, los rayos ultravioletas e infrarrojos…) se propagan hacia el futuro, nunca hacia el pasado.
Finalmente, la quinta flecha —la más importante para nosotros, junto con la flecha termodinámica— es nuestro sentido subjetivo del tiempo, una flecha psicológica. Mientras que el tiempo físico no conoce instantes privilegiados, ni hace uso de la noción del ahora, esta resulta fundamental en nuestra experiencia vivida del paso del tiempo, la cual se relaciona con los procesos biológicos cíclicos (biorritmos) que se producen en el cuerpo.
Tiempo y entropía para los seres vivos
Todo lo vivo —y en particular todo lo humano— está sometido a la segunda ley de la termodinámica, el principio de entropía, que es un principio de degradación, desintegración y deterioro. Pero los seres vivos viven de su propia desintegración, combatiéndola con la regeneración. Contra la disipación entrópica de la energía, las plantas aprovechan la luz solar para concentrar —en la fotosíntesis— energía bioquímica que después aprovecharán todos los seres vivos.
En cada organismo, las moléculas se degradan y mueren, y son remplazadas por otras. La apoptosis —muerte celular programada— se halla en la base de tal
proceso de renovación. Las células del esqueleto humano, los nervios y los riñones se forman una sola vez y tienen que durar toda la vida; las de la piel tienen una vida media de diecinueve días; el aparato circulatorio necesita diariamente miles de millones de células nuevas. En unos siete años, el cuerpo humano se renueva en
un 90%. Se ha calculado que producimos cada año el equivalente a doscientas veintiocho paredes de intestino delgado, dieciocho hígados y seis vejigas urinarias.15
“Vivimos empleando el proceso de nuestra descomposición para rejuvenecernos” —escribe Edgar Morin—, “hasta el momento en que ya no podemos más”.16 Las se-
cuoyas pueden vivir más de cuatro mil años; un cocodrilo, más de cien años; un colibrí, solo dos o tres años.17
Tiempo de la naturaleza, tiempo del cuerpo, tiempo de la vida social, tiempo
del sistema industrial Pues bien: como avancé antes, la crisis ecológica mundial tiene mucho que ver con el desgobierno de los tiempos, con la aparente incapacidad de las sociedades industriales para organizar de manera razonable las temporalidades diversas que afectan a los seres humanos (y en particular, con su actual incapacidad para tener en cuenta el largo plazo y proyectarse en él). Como mínimo, este desgobierno se refiere a cuatro temporalidades diferentes cuya coordinación falla estrepitosamente en las sociedades más industrializadas:
Tenemos en primer lugar el tiempo del cuerpo: los ritmos del desarrollo, la madurez, la reproducción y la crianza, el envejecimiento y la muerte; los biorritmos ajustados a la luz a través de ese “reloj interior” que es el llamado núcleo supraquiasmático (un pequeño núcleo de unas ocho mil células situado en el hipotálamo cerebral). Los seres humanos, como casi todos los demás animales terrestres, nos caracterizamos por “ritmos biológicos circadianos” (“en torno a un día”: así los ciclos diarios de emisión de hormonas —testosterona, melatonina, cortisol, serotonina…—) y circanuales.18 Aquí habría que considerar también los ciclos menstruales de las mujeres, acompasados a los meses lunares.
En segundo lugar tenemos el tiempo de la naturaleza: la sucesión de las generaciones; los ritmos cíclicos de las estaciones, los ritmos anuales de los animales migratorios, las oscilaciones de las poblaciones de presas y predadores en ciclos de varios años, los tiempos largos de la evolución biológica de las especies.
Hay que tener en cuenta, además, el tiempo de la vida social: tiempo para el juego, el encuentro con el otro, la socialización de los niños y niñas, la vida familiar, las actividades culturales, la acción política.
Por último, hay que considerar el tiempo del sistema industrial y financiero. La mecanización de las actividades productivas va de consuno con la imposición a toda la sociedad del tiempo lineal homogéneo, abstracto, medido por relojes.
En los últimos decenios del siglo XX, esto culmina en la aparición de un “tiempo-mundo” o “tiempo global”, el de las redes de telecomunicaciones y los mercados financieros donde la información circula a inimaginables velocidades, que crecien-
temente se impone a las diferentes sociedades con sus temporalidades hasta hace poco tan diversas. “El proceso productivo se presenta objetivamente como un gran flujo informático que atraviesa los espacios tradicionales destruyéndolos y que anula las distancias temporales con una inaudita aceleración del tiempo (casi has-
ta la desaparición de las temporalidades tradicionales: noche, día, laborable, festivo, etc.)”.19
Como antes observé, las sociedades capitalistas contemporáneas tienen una enorme dificultad para hacerse cargo de la duración, de los tiempos largos. Por cierto que ello se echa a ver no solo en los problemas ecológicos, sino en toda una serie de cuestiones y opciones sociales, desde la creación cultural hasta las privatizaciones. Pensemos en estas últimas: privatizar, considerado desde el prisma del tiempo, equivale a privilegiar lo inmediato, la rentabilidad a corto plazo, ignorando que la lógica temporal de los servicios públicos es harto diferente (han de operar en la duración para satisfacer necesidades sociales inscritas a menudo en tiempos largos). Los resultados, a menudo, son desastres previsibles: la educación, la sanidad o los transportes públicos en la Gran Bretaña pos-thatcheriana.
En nuestros días, por detrás de la degradación de la capa de ozono estratosférico, el calentamiento climático, las grandes contaminaciones planetarias, la hecatombe de biodiversidad, o la desforestación y destrucción del suelo fértil, apreciamos graves problemas de temporalidad. Los tiempos largos de la biosfera, con sus equilibrios y sus transformaciones, chocan contra el “tiempo global” de los mercados financieros, el ciberespacio y las telecomunicaciones. Ahí se opera en una suerte de ubicuidad instantánea —se trata del fenómeno, repetidamente analizado, de la “contracción del espacio-tiempo” en nuestro mundo globalizado—,20 pero subordinada a una lógica del beneficio a corto plazo, incapaz de tomar en consideración el porvenir.
Choques temporales
Los tiempos del sistema industrial pueden chocar brutalmente contra los tiempos de la biosfera. Así, pensemos que grosso modo hicieron falta trescientos millones de años para capturar el carbono atmosférico que quedó depositado en los combustibles fósiles como el carbón, el petróleo o el gas natural; mientras que las sociedades industriales apenas están empleando trescientos años para devolverlo a la atmósfera, quemando los combustibles fósiles para obtener energía. Se trata de un proceso un millón de veces más rápido: un forzamiento brutal de los tiempos de la biosfera. Quizá no haya que sorprenderse, por tanto, de que desemboque en un cambio climático potencialmente catastrófico.
Junto con el cambio climático, el mayor problema ecológico que estamos causando los seres humanos de la era industrial es sin duda la hecatombe de biodiversidad: y también puede interpretarse en clave de choque temporal (en este caso, entre el rapidísimo ritmo de la destrucción de diversidad genética y los larguísimos tiempos necesarios para que surja la misma). A escala mundial, la pérdida de biodiversidad es dramática: se trata de una “crisis global de extinción de especies”, según las Naciones Unidas.21 La amenaza contra las selvas de los trópicos resulta especialmente preocupante, porque se estima que en ellas se encuentran —en sólo el 6% de la superficie terrestre— la mitad de las especies vivas del planeta. Si continúan las actuales tasas de extinción, a mediados del siglo XXI podrían desaparecer entre uno y dos tercios de todas las especies vivas del planeta. 22
Las consecuencias de esta hecatombe son inimaginables, pues la biodiversidad es el “seguro de vida” de la vida: a mayor diversidad mayor capacidad de autorregulación del ecosistema, y por eso la diversidad es generadora de estabilidad. Una elevada biodiversidad permite a los ecosistemas responder a las perturbaciones, adaptarse a los cambios, hacer frente a las crisis. Los ecosistemas más simplificados son los más vulnerables.
Científicos como E.O. Wilson llevan más de un cuarto de siglo lanzando angustiados gritos de alarma. Para ellos, la pérdida de la diversidad genética será peor que,
agotar toda la energía fósil, el colapso económico, una guerra nuclear limitada o ser conquistados por un gobierno totalitario. Por muy terribles que nos resultaran todas estas catástrofes, en el plazo de unas pocas generaciones podrían ser reparadas. El único proceso que está teniendo lugar en la década de los ochenta y que necesitará millones de años para ser corregido es la pérdida de la diversidad genética y de especies producida por la destrucción del hábitat natural. Con toda probabilidad, esta es la locura que nunca nos perdonarán nuestros descendientes.23
Y los ejemplos de choque temporal podrían multiplicarse:
la capacidad de autodepuración de ríos, lagos y estuarios se ve desbordada por el rápido ritmo con que los colmamos de desechos, el proceso físico-químico-biológico de formación de suelo fértil es cientos de veces más lento que la destrucción del mismo por prácticas humanas inadecuadas… En todos estos casos asistimos a una tremenda colisión de tiempos.
Estamos acostumbrados a ver los problemas de contaminación bajo una óptica espacial: contaminación como acumulación de materia inadecuada en un lugar inadecuado. Pero, en general, los problemas de contaminación pueden verse como problemas de choque temporal: en el largo plazo (y si no se exceden umbrales de irreversibilidad), prácticamente todo es biodegradable. Por eso la economía ecológica tiene una perspectiva interesante sobre recursos naturales, tiempo y contaminación.
Tres momentos de aceleración brutal
A partir de nuestra aparición como especie desde la gran corriente de la evolución biológica, los seres humanos hemos cambiado a la vez que modificábamos nuestro entorno. Ahora bien, en esta larga historia de coevolución entre la biosfera y los seres humanos podemos distinguir tres importantes “cambios de ritmo”, que son tres momentos de aceleración brutal en los cambios que el ser humano le impone a la biosfera.
El primero, hace cuarenta o cincuenta mil años años, se produce cuando en el transcurso del proceso de hominización, el paso rápido de la evolución cultural se sobrepone al paso lento de la evolución biológica. El “gran salto adelante” (discernible en el registro paleontológico por los rápidos avances en el terreno de la fabricación de herramientas y de la creación artística) tiene lugar al sustituir la cultura de nuestros antepasados, los hombres de Cromañón, a la cultura de los hombres de Neandertal (de evolución lentísima, acompasada a los cambios biológicos), quienes posiblemente no poseyeron la capacidad de lenguaje articulado similar al nuestro.24
El segundo momento de aceleración, mucho mejor conocido, se da con la sedentarización y el desarrollo de las culturas agrícolas hace unos doce mil años: se trata de la revolución neolítica.
El tercer momento, ya en tiempos históricos, es la formación del mundo moderno a partir del siglo XVI, con el desarrollo en paralelo de la tecnociencia y de una “economía-mundo” capitalista, que desemboca en la Revolución Industrial a partir del siglo XVIII y culmina en la “fase fordista” de la misma desde los años treinta de nuestro siglo. Hoy, todo parece indicar que la última de estas tres grandes aceleraciones ha excedido los límites que permiten una coevolución positiva de las sociedades humanas con la biosfera que las alberga.
Estamos agotando el tiempo
Causa angustia la escasez de tiempo para reaccionar adecuadamente a las consecuencias de nuestros propios actos: el decurso global del desarrollo tecnocientífico, y la marcha de la sociedad industrial se asemejan cada vez más a la carrera suicida de un vehículo fuera de control. Al obrar así estamos agotando el tiempo. “Ya no nos queda tiempo para seguir equivocándonos”: tal era la dramática advertencia con que Sicco Mansholt, el radicalizado expresidente de la Comunidad Económica Europea, cerraba en 1974 su libro La crisis de nuestra civilización.25
El tiempo se está acabando. Algunos problemas han alcanzado ya una magnitud que impide abordarlos con éxito, y los costes de la demora son monstruosamente altos. Si no despertamos y actuamos con rapidez, podría ser demasiado tarde… La rapidez de la evolución y de las actuales mutaciones nos lleva a considerar que el factor tiempo posee en sí mismo un valor ético. Cada minuto perdido, cada decisión aplazada, significa más muertes por hambre y desnutrición, significa la evolución hacia la irreversibilidad de los fenómenos en el entorno.26
Así, por ejemplo, resulta evidente que no hay proporción entre la velocidad con la que introducimos en la biosfera sustancias químicas de síntesis, u organismos transgénicos, y la velocidad con la que evaluamos los posibles daños que pueden causar. Según señalaba en el verano de 2001 el director de la Agencia Europea de Medio Ambiente, Domingo Jiménez Beltrán, ¡para el 75% de las aproximadamente cien mil sustancias químicas que se comercializan en la Unión Europea apenas se cuenta con datos sobre su toxicidad! Y para el 86% de las sustancias de producción elevada (más de mil toneladas al año), los datos son insuficientes para una mínima evaluación de riesgos.27 Está en marcha una estrategia para colmar esa laguna informativa, pero de nuevo tenemos un problema de tiempo: al ritmo actual de las evaluaciones en la UE, ¡se tardaría un siglo en evaluar nada más que los dos mil productos químicos con gran volumen de producción!
Velocidad en el transporte: la perversión de los medios en fines
Con algunas excepciones ocasionales, la velocidad no es un valor en sí misma:28 si la perseguimos es con carácter instrumental. Ganar tiempo en el transporte o ser más productivos en el trabajo permitirá —así se nos dice— disfrutar de más tiempo para la vida, de mayor “calidad de vida”. ¿Qué hay de tales promesas si nos atenemos a la realidad?
Tantísimos esfuerzos para ganar tiempo no han dado como resultado una reducción del tiempo que destinamos al transporte (lo que permitiría disponer de
más tiempo para el ocio, la convivencia, el arte, la participación democrática o el trabajo), sino que de forma perversa se han traducido en un aumento de las distancias por recorrer, manteniéndose intacto o incluso aumentando el tiempo que empleamos en el transporte. Así, por ejemplo, la distancia que recorre el madrileño promedio para ir al trabajo se ha duplicado entre los años setenta y los noventa.
El nivel de irracionalidad sustantiva del sistema de transporte que prevalece en las sociedades más industrializadas (basado en el automóvil privado) no se aprecia cabalmente si no intentamos hacer en términos de tiempo el cómputo total, “desde la cuna a la tumba” como pide la buena metodología ecológica. Precisamente esto es lo que calculó Ivan Illich, para los EE.UU de los años setenta, en su libro Energía y equidad.29 Según sus cuentas, el norteamericano promedio dedicaba más de mil quinientas horas al año a su automóvil: sentado dentro de él, trabajando para pagarlo, o para pagar la gasolina, los seguros, los peajes, las infracciones y los impuestos para la construcción de carreteras y aparcamientos (y eso sin contar el tiempo que pasa en los hospitales, en los tribunales o viendo publicidad automovilística en el televisor). Estas mil quinientas horas anuales le sirven para recorrer un promedio de diez mil km, es decir, seis km/h: la velocidad del peatón. Con la salvedad —puntualizaba Illich— de que el estadounidense promedio destina a la circulación la cuarta parte del tiempo social disponible, mientras que en las sociedades no motorizadas se destina a este fin solo entre el 3 y el 8%. ¡Verdaderamente, para este viaje no necesitábamos alforjas!
En aquellos años, José Manuel Naredo aplicó este tipo de cálculo al caso español: los dos modelos de automóvil más usuales entonces (R-5 y 124), a partir de hipótesis más optimistas que las de Illich, permitían recorrer unos ocho km por cada hora destinada a conducirlos y sufragar sus costos.30. Rehaciendo los cálculos en los noventa, Naredo obtuvo resultados algo mejores para el automovilista (por el abaratamiento relativo de los costos del automóvil respecto del salario medio): para los modelos Citröen AX y Citröen ZX, trece-catorce kilómetros por hora (a igual velocidad que en los cálculos de 1974), pero solo ocho-nueve kilómetros por hora con las velocidades de circulación más bajas en los trayectos urbanos a las que ha dado lugar la congestión de las grandes ciudades.31 De nuevo nos movemos casi a la velocidad del peatón, o del ciclista bajo los supuestos más optimistas (e irreales).
Quien ignora la posibilidad de debatir racionalmente, cordialmente, humanamente sobre valores, acaba irremisiblemente extraviado en la confusión de los medios con los fines.
Tiempo para la vida
La obsesión por la productividad es una obsesión por el tiempo: más producto en menos tiempo y con menos trabajo humano. Muchos conflictos ecológicos se explican así: no tenemos tiempo (según el productivismo dominante) para permitirnos una agricultura sustentable, un sistema razonable de transporte…
En el caso del transporte, responsable de un porcentaje tan enorme del impacto ambiental de las sociedades industriales modernas,32 parece claro que la
obsesión por el “más deprisa todavía” es uno de los factores que más inciden en la devastación ecológica. Pensemos, por ejemplo, en las velocidades de circulación de los automóviles: la máxima eficiencia energética de los vehículos se encuentra a la velocidad moderada de ochenta-noventa km/h. A partir de ahí, las leyes de la mecánica hacen que los motores consuman cantidades crecientes de combustible con rendimientos decrecientes, hasta el punto de que —según datos del antiguo Ministerio de Industria y Energía español— bajar de ciento veinte km/h a noventa km/h supone un ahorro del 25% en el consumo de combustible. Algo análogo sucede con la construcción de carreteras, cuyo impacto ambiental está en relación directa con la velocidad de circulación para la que se diseñan. Si se pretende que en las carreteras se circule a ciento veinte km/h, entonces la anchura de la vía será de 23,5 m, en vez de los 15 m necesarios para circular a cien km/h; los radios de curva mínimos, en lugar de medir 450-600 m, pasarán a ser de 650-900 m.33
Todo hace pensar que el impacto ambiental crece desproporcionadamente cuando inten-
tamos apurar los últimos minutos, no con una relación lineal, sino exponencial. Al fin y al cabo, tales pautas se muestran en las relaciones entre otras magnitudes ecológicas bien conocidas: los costos económicos de la descontaminación, por ejemplo. Aparecen diversas leyes de rendimientos decrecientes; y cabe conjeturar que algo semejante sucede con el tiempo. Así, en un trayecto ferroviario como Madrid-Valencia, la diferencia entre el AVE y el ferrocarril convencional optimizado, en un viaje de un par de horas, puede ser de solo quince minutos, pero ese cuarto de hora que gana el AVE multiplica la destrucción (¿por tres, por diez, por treinta…?)
Cuando hablamos de transporte, no cabe duda de que la prisa se transforma directamente en insostenibilidad ecológica. Quien se haga la ilusión de poder apurar las bellezas de París en un fin de semana, no considerará siquiera la posibilidad de viajar en tren; también aquel que solo disponga de tres días para descansar en Mallorca preferirá el avión, desdeñando la travesía por mar.
Pensemos, por otra parte, en la producción agropecuaria. La agricultura industrial moderna, basada en el uso generalizado de unas pocas variedades muy seleccionadas, ha provocado grandes pérdidas de biodiversidad agropecuaria (esta erosión genética es consecuencia de la sustitución de variedades locales, la explotación intensiva de especies, la degradación ecológica, la desforestación, los incendios…). A poco que se analice el asunto, resulta que la variable tiempo tiene mucho que ver en estos procesos:
En las regiones montañosas de los Andes, una sola explotación puede cultivar de treinta a cuarenta variedades distintas de papas (junto con otras numerosas plantas nativas), cada una con sus requerimientos ligeramente di-
ferentes de suelo, agua, luz y temperatura que el agricultor es capaz de gestionar, con tiempo suficiente. (En comparación, en los Estados Unidos solo cuatro variedades estrechamente relacionadas representan el 99% de todas las papas producidas.) Pero, según Karl Zimmerer, sociólogo de la Universidad de Wisconsin, la caída de los ingresos fuerza a los labradores andinos a emigrar parte del año, con graves efectos sobre la ecología de las explotaciones. Al tener menos tiempo, el campesino gestiona el sistema más homogéneamente y reduce el número de variedades tradicionales (un pequeño huerto doméstico de las variedades culinarias puede ser el último refugio de la diversidad), aumentando la producción de unas pocas variedades comerciales. Así se pierde gran parte de la diversidad de los cultivos tradicionales.34
Si no tenemos tiempo para la vida, nuestra civilización —de eso podemos estar seguros—está condenada. Pero si la legislación sobre trato humanitario a los animales de experimentación se cumpliera, dicen los experimentadores, la investigación no podría llevarse a cabo. Si nos atuviéramos a las leyes anticontaminación, dicen los industriales, la producción se detendría. Si los requisitos de seguridad para liberar en el medio ambiente organismos transgénicos se respetasen, dicen los ingenieros genéticos, habría demasiadas trabas para el crecimiento del mercado de los productos recombinantes. Si no murieran algunos obreros, dicen los constructores, las obras no se acabarían a tiempo.
Y dominándolo todo y desaprovechándolo todo, sobre la acumulación y la especialidad, la prisa, la prisa que va dejando todo el espacio y el tiempo lleno de pedazos caídos y olvidados de corazón y frente, que nunca más se volverán a reunir. 35
De acuerdo con el discurso dominante, no podemos permitirnos una economía ecológica. No podemos permitirnos una producción agropecuaria sostenible. No podemos permitirnos un sistema energético amigo de la Tierra. No podemos permitirnos no destruir, no contaminar, no devastar. No podemos permitirnos tiempo para la vida.
Hacia una cultura ecológica de la lentitud
Si pensamos que sí podríamos permitírnoslo, que sí tenemos tiempo para la vida —a condición de poner en marcha transformaciones sociales y culturales profundas—; si al adagio time is money oponemos un resuelto tiempo es vida, entonces hay que abordar un campo de problemas que podríamos caracterizar como cultura ecológica de la lentitud versus cultura capitalista de la rapidez. En efecto: una cultura ecológica no puede ser sino una cultura de los ritmos pausados, los tiempos lentos. Deprisa, deprisa es, además del título de una muy estimable película de Carlos Saura, una combativa consigna capitalista.
La instantaneidad del usar y tirar se opone frontalmente a la duración y la perdurabilidad que caracterizarían a una sociedad ecológicamente sustentable. Pre-
servar, restaurar, cuidar exigen tiempo y esfuerzo (tanto si hablamos de ecosistemas como de relaciones humanas). La sugestiva metáfora del jardín de los objetos que aventura Ezio Manzini (considerar nuestros artefactos no como máquinas cuyo principal objetivo es la automatización total y el mínimo mantenimiento, sino como las plantas y frutales de nuestro propio jardín, bellas y útiles a la vez, con las que mantenemos no una relación funcional guiada por el principio del mínimo esfuerzo, sino una relación de cuidado) solo puede pensarse en tiempos dilatados, despaciosos: los que hacen falta para cultivar un jardín, para entablar relaciones personales con los seres vivos o incluso con los objetos inanimados.
La demencial aceleración que experimentamos en las sociedades industriales contemporáneas tiene que ver, en última instancia, con la velocidad de circulación del capital y la avidez por recoger beneficios; a la inversa, no cabe pensar en una economía ecologizada sin entrar en una fase de ralentización, de desaceleración.37
Vivir más cíclicamente y más despacio
Volvamos a considerar la dimensión tiempo lineal/tiempo cíclico que evoqué al comienzo de estas páginas. El primero es, sin duda, el de la modernidad industrial; el tiempo cíclico caracterizó la vida de las sociedades agrarias, y al menos parcialmente deberá regir el desarrollo de una sociedad ecológicamente sustentable. En efecto, si intentáramos caracterizar la Revolución Industrial en términos de tiempo, habría que atender no solo a la aceleración (antes ya mencionada), sino también a la independización del tiempo cíclico de la naturaleza (tránsito de la biomasa a las energías fósiles, del trabajo en ritmos cíclicos acompasados con la naturaleza —día/noche, invierno/verano, etc.— al trabajo industrial ritmado por las exigencias productivas del capital, de los productos agrícolas de temporada al cultivo en invernaderos, de la ganadería tradicional a la ganadería industrial intensiva con estabulación permanente, etc.). En este sentido, el filósofo Julius T. Fraser ha propuesto definir el tiempo de la modernidad técnica mediante el fenómeno del agrisamiento del calendario (greying of the calendar), dado que se borran las distinciones entre día y noche, días laborables y festivos, estaciones cálidas y frías.
No hay manera de “hacer las paces con el planeta” sin revertir ambas tendencias: reintegrar los sistemas socioeconómicos humanos dentro de la “economía de la biosfera” exige tanto readaptarnos a los ciclos de la naturaleza como levantar el pie del acelerador. Pues ecologizar la economía quiere decir básicamente dos cosas: “cerrar los ciclos” y emplear energías renovables.39 El “cerrar los ciclos”, imprescindible para lograr una producción industrial limpia, tiene una evidente relación con los tiempos cíclicos de la naturaleza; por otra parte, las energías renovables —que se renuevan conforme al ciclo solar anual— se manifiestan en forma dispersa tanto en el espacio como en el tiempo (lo que las diferencia de los combustibles fósiles y la energía nuclear, ya concentrados durante millones de años por procesos biológicos y geológicos).40 Aprovecharlas exige tanto disponer de adecuadas tecnologías de concentración, como organizar el tiempo industrial y social de otra forma menos apresurada y ávida.
El poeta y pensador italiano Pier Paolo Pasolini hablaba de los tiempos lentos del ser en relación con la cultura campesina de la Italia previa a la “mutación antropológica” de los años sesenta, con el salto neocapitalista hacia una civilización del consumo: “hablo de un mundo agrícola, con bosques y leñadores, la comida ‘sencilla’, la interpretación estética clásica, los tiempos lentos del ser, las costumbres repetidas hasta el infinito, las relaciones duraderas y absolutas, las despedidas desgarradoras, los pasmosos regresos a un mundo que no ha cambiado…”41 Sin nostalgia “pasadista” ninguna, he de decir que no podemos concebir una sociedad sustentable que no se rija, en dimensiones muy importantes de su dinámica, por los tiempos lentos del ser. En definitiva, reintegrar los sistemas socioeconómicos humanos a la “economía de la biosfera” requiere vivir más cíclicamente —lo cual incluye el respeto a un calendario que conserve todos sus colores, en lugar de derivar hacia una grisalla uniforme— y vivir más despacio.42
Tiempo para poner en práctica el principio de precaución
La precaución tiene que ver con el tiempo: tiempo para pensar en lo que hacemos y evaluar las posibles consecuencias de nuestros actos. Tiempo para debatir a partir de información contrastada y de conocimientos sólidos. Tiempo para evaluar los riesgos. Un ritmo más pausado. Un grupo de científicos, en una carta publicada en la revista Nature, señalaban que “la claridad en las ideas es más importante que la eficacia, y la dirección de la investigación más importante que la velocidad que se le imprime.”43 Por desgracia, parece que tales ideas son muy minoritarias, en un contexto hipercompetitivo en el que —cada vez más— la ciencia y la tecnología se ponen al servicio de los imperativos de valorización del capital. Para hacer visible la dinámica que mueve el desarrollo de la moderna biotecnología basta con visitar las páginas web de las empresas líderes del sector de las llamadas “ciencias de la vida”:
Si quiere tener éxito, una compañía del sector de las ciencias de la vida ha de ser la primera en inventar y la primera en sacar al mercado un producto. Monsanto está marcando el paso en la creación de más ideas, mejor y más rápidamente. El éxito se define hoy en términos de creatividad y velocidad… El objetivo es sacar al mercado un torrente de productos únicos y valiosos antes de que lo haga la competencia… El mantenimiento de una ventaja competitiva requiere un constante desarrollo de nuevos productos. Y han de ser lanzados simultáneamente —y poderosamente— en múltiples mercados en todo el mundo. Cualquier posición que no sea de primera o segunda marca en el mercado constituye una oportunidad perdida. 44
El desfase entre los avances tecnocientíficos y la evolución de la sociedad se agranda. Ciertos analistas señalan que, a partir de la ruptura tecnológica de los años sesenta, el desarrollo de la biología molecular y la explosión de la informática han hecho saltar en pedazos la estabilidad general del sistema ciencia-técnica, tornando cada vez más difícil su control por parte de poderes públicos democráticos.45
Como apuntábamos antes, se ha sugerido que la crisis ecológica es sobre todo un asunto de velocidad y de globalización. Un sistema se vuelve insostenible si a) se acelera demasiado y no tiene tiempo de seleccionar las adaptaciones más viables; y b) se globaliza demasiado, es decir, se vuelve incapaz de fracasar en algunas de sus partes y sobrevivir en otras, y se lo juega todo a una sola carta, por así decirlo. 46 Necesitamos tiempo para reaccionar ante nuestros propios actos: el principio de precaución, sin esta dimensión temporal, es solo una expresión huera.
Una tecnociencia fetichizada, en rapidísimo desarrollo, pasa a percibirse como el auténtico sujeto de la historia, mientras que los seres humanos rebajados a objetos impotentes sufren el impacto de procesos que no controlan. Sin una ralentización del desarrollo tecnológico parece imposible que comunidades democráticas y reflexivas se reapropien de la tecnociencia —hoy, crecientemente, sierva del gran capital— para reinsertarla en un orden social propiamente humano.
Tiempo para el conocimiento y para la praxis
En el terreno del conocimiento, están sentadas las bases para una comprensión “holística” de los sistemas complejos que son vitales para un mínimo gobierno del devenir humano dentro de la biosfera: ecología, teoría general de sistemas, cosmología moderna, modelización informática (incluso de fenómenos tan complejos como el clima del planeta), psicología social… Pero necesitamos tiempo: tiempo, en este caso, para perfeccionar los modelos y teorías que emplean tales disciplinas, y sobre todo tiempo para cribar los datos esenciales de entre la ciclópea ganga de informaciones que acumulamos sin llegar a poder asimilarlas realmente; y tiempo para integrar los contextos de saber que permitan la decisión bien informada con vistas a la acción eficaz.
Tengamos en cuenta que los archivos, bibliotecas y bancos de datos sobre todas las cuestiones imaginables crecen de forma exponencial, pero de forma simultánea se van volviendo inutilizables por falta de tiempo. La mejora en velocidad de procesamiento y en capacidad de almacenamiento de información se ve más que contrarrestada por las mejoras en la adquisición aún más rápida de información que cada vez aprovechamos menos. Hace ya casi veinte años que Vartan Gregorian, el director de la Biblioteca Pública de Nueva York, se refería a este inquietante fenómeno:
Toda la información disponible en el mundo se dobla cada cinco años. ¡Se dobla! Pero ocurre el siguiente fenómeno: a medida que la información crece hay un decrecimiento en el uso de esa información. En 1975, estudios realizados en Japón decían que sólo el 10% de la información que se produce es utilizada; el 90% se desperdicia. Actualmente se utiliza solo el 1% o el 2%.47
La relación entre tiempo y praxis humana es intrínseca y de la mayor importancia. Tiene, por lo menos, dos aspectos relevantes: por un lado la praxis presupone capacidad de elección, para ejercer la cual se precisa un abanico de posibilidades. Para aprovechar estas posibilidades hace falta tiempo: el tiempo peculiar de la deliberación y de la decisión. La calidad de la decisión se halla estrechamente correlacionada con la calidad de la información (contar con toda la información relevante, pero no verse perturbado por una masa ingobernable de datos fútiles), y esta con el tiempo. De nuevo, por consiguiente, constatamos la íntima vinculación de la cuestión democrática con el tiempo.
En segundo lugar, tenemos el tiempo como kairós (noción que emplearon en filosofía Aristóteles y los estoicos): el presente del momento activo, la oportunidad histórica propicia que se presenta una vez y solo una, y que, por tanto, importa máximamente saber identificar (para aprovecharla en la acción). Más recientemente, Walter Benjamin aprovechó esta noción para redefinir la revolución como una irrupción “kairológica”.48 En general, el tiempo en política es tiempo de kairós; pero también el cultivo de las relaciones interpersonales, y el desarrollo de una vida personal rica e indagadora harían un uso amplio de esta idea, que en la vida cotidiana halla a menudo su formulación en una frase, “cada cosa tiene su momento” (o su tiempo), con la que intentamos calmar impaciencias extemporáneas. Como decía Julio Cortázar: “Yo he tenido libros que me moría por leer, y he dejado pasar meses esperando el momento propicio. Puesto que el tiempo está lleno de casillas, no se puede violar una ordenación exterior a uno mismo pero que guarda una secreta correspondencia con el tiempo de dentro.”49
La prisa, el aislamiento y la sobrestimulación han definido la condición humana en las urbes del mundo industrializado a lo largo de todo el siglo XX (y se exacerban en el último cuarto de siglo). Demasiados contenidos de conciencia, demasiado rápido, y cercenados de cualquier contexto dialógico. Así —desinformación por sobreinformación— se desactivan los modos reflexivos de apropiación y construcción del mundo; así se socavan las condiciones de posibilidad de una conciencia crítica. Ahí, en ese plano cultural, debe comenzar nuestra resistencia. De ahí el profundo sentido político que encierran acciones que desde una mirada de izquierda tradicional parecerían puro teatro, como las luchas de la Confédération Paysanne francesa contra la fast-food corporeizada en los restaurantes McDonalds.50
El secuestro del tiempo
En cierto sentido muy fundamental, los conflictos en torno al tiempo de trabajo son los conflictos de clase centrales en la sociedad capitalista. El poder puede definirse en términos de control sobre el tiempo ajeno. Como indicó el
economista David Anisi en su libro Creadores de escasez, “todos partimos de una igualdad básica. Independientemente de nuestras coordenadas sociales, el día tiene veinticuatro horas para todos. Técnicamente el tiempo es algo imposible de producir. Solo el ejercicio del poder, al apropiarnos del tiempo de los demás, puede acrecentarlo. El poder se mide como la relación entre el tiempo obtenido de los demás y el tiempo necesario para conseguir esa movilización”.
Pues bien: esta lucha —existente siempre en las sociedades desiguales— por la apropiación del tiempo de los demás presenta rasgos nuevos en las sociedades de consumo de masas. En el año 2000, los españoles dedicaron un promedio de tres horas y media al día a ver televisión;51 esta cifra se mantiene constante, con ligeras oscilaciones, desde 1994. Las cifras correspondientes en países como Japón (más de ocho horas diarias) o los Estados Unidos (más de siete horas diarias) son escalofriantes, pues nos indican que en los países supuestamente más “desarrollados”, solo el tiempo consagrado al trabajo asalariado supera al de un consumo mediático cuya calidad no llama precisamente la atención. En el conjunto del planeta ya existían, a mediados de los noventa, más de mil millones de televisores.52
En nuestra hispana “democracia de baja intensidad” se dice que la gente no tiene el tiempo necesario para una participación política más activa, sin la cual no podemos pensar en avanzar hacia una mayor calidad democrática; ni tiene tiempo para un cultivo más hondo de las relaciones humanas, para el cuidado de las personas, para el crecimiento cultural o el florecimiento de las artes. En definitiva, la gente casi no tiene tiempo para la vida, pero sí que tiene tiempo para permanecer más de tres horas diarias ante la pantalla del televisor (cifra a la que cabría sumar, por ejemplo, el tiempo gastado en videojuegos y juegos de computdora).
El “capitalismo cultural” desarrolla una elaborada estrategia para secuestrar el tiempo de la gente, lucha por ocupar el máximo de tiempo posible de conciencia de cada individuo con contenidos prefabricados. Tiempo —y se trata de una cuestión clave— que es inexorablemente limitado.
Pensemos en términos espaciales: veríamos nuestra conciencia como una habitación que los medios masivos intentan atestar de cachivaches inservibles y bibelots de pésimo gusto. Pero para vivir una vida humana digna de tal nombre necesitamos espacios vacíos: tiempo para la meditación, para la contemplación, para el silencio. Tiempo para la fiesta y el encuentro con los otros. Tiempo para que sean posibles las sorpresas, las epifanías, las apariciones…
El tiempo de la poesía
De manera que la lucha por el tiempo de nuestra vida, por la reconquista del tiempo secuestrado, es un combate cultural y político por convertir el “tiempo libre” de la industria del ocio en verdadero tiempo liberado, y el tiempo enajenado del trabajo asalariado en tiempo con sentido. En definitiva, recuperar el tiempo para ser humanos. “Llegará un tiempo en que habrá tiempo para que dure el tiempo”, nos promete Joaquín Araujo.
Quizá quepa aquí recordar que la poesía es una de las actividades humanas donde más a menudo y más a fondo se han interrogado los hombres sobre el tiempo y sobre sus tiempos. “¿Cantaría el poeta sin la angustia del tiempo?”, se preguntaba por boca de Juan de Mairena don Antonio Machado, quien —por otra parte— dio su definición más esencial de la poesía al concebirla como “diálogo del hombre con el tiempo”.53
Nuestros relojes no solo nos miden el tiempo, también fabrican el tiempo, y en lugar de los ritmos naturales y de los ritmos interiores de cada uno, se nos impone la regularidad artificial del monótono e interminable tictac. Hoy en día nuestras vidas se organizan según el tiempo de los relojes, y aceptamos esa servidumbre crónica, y apenas nos queda tiempo para reflexionar sobre qué es el propio tiempo y qué sentido queremos darle. El tiempo de la poesía, precisamente, es ese otro tiempo, el de retirarse de la carrera y topar con ámbitos más habitables.54
La poesía —dice Esperanza Ortega, a propósito del gran poeta vallisoletano Francisco Pino— no evoluciona en el tiempo lineal, histórico, sino en un tiempo circular y analógico que le es propio.55 Algo semejante nos indica al maestro chileno Gonzalo Rojas: “En cuanto a la temporalidad, tengo que decir que yo no he jugado nunca con el tiempo lineal, sino con el otro, con el tiempo circular que fue el tiempo soñado en la Grecia clásica, y en el antiguo Oriente también. Ese tiempo de Borges o de Nietzsche.”56 Y también podríamos atender a la reflexión de José M. Parreño:
El poema exige pues tiempo y silencio, de los que carece ostensiblemente nuestra vida. Por eso la poesía que más se lee es la más narrativa y también por eso la publicidad, que para que se escuchen sus eslóganes trata de crear en torno suyo un margen de silencio, utiliza los recursos del poema. Asombra constatar que el poema nos proporciona tiempo y silencio, a su vez. Igual sucede con otros bienes preciosos, que solo al entregarlos podemos poseerlos con plenitud.57
La frecuentación de la poesía podría entonces, presumiblemente, introducirnos en temporalidades diferentes y proporcionarnos recursos para ese combate político-cultural al que nos referíamos antes. ¿Qué tipo de recursos?
Tiempo, actividad y sentido: las actividades autotélicas
Las dos ideas del “instante eterno” y del “tiempo circular”, a las que parecen tan proclives los poetas, podrían hallar una traducción cotidiana y alejada de cualquier esoterismo en la observación siguiente: vencemos al tiempo devorador (Kronos/Saturno, el tiempo que nos precipita hacia la muerte) incrementando nuestra participación en el tipo de actividades que a veces se llaman autotélicas. Estas no son sino aquellas actividades cuya finalidad está autocontenida, que no apuntan más allá de sí mismas, que no son apreciadas instrumentalmente sino valiosas en sí mismas, y que, por tanto, proporcionan goces y satisfacciones intrínsecas. Así el goce amoroso, la experiencia poética, la satisfacción estética, la contemplación intelectual, o –en un plano más de andar por casa— el disfrute a la vez sensorial, emocional e intelectual que proporciona una buena comida en grata compañía y con sobremesa inteligente. No cabe duda de que las actividades autotélicas son una de las principales fuentes de sentido para la existencia humana, y lograr una vida buena exigirá expandir y ampliar este tipo de actividades.
Por otro lado, cabría pensar que la razón de fondo por la cual el capitalismo es enemigo de la vida buena es que, mientras mucho de cuanto hace la vida valiosa, rica en sentido, digna de ser vivida, son actividades autotélicas, la dinámica capitalista desconoce por completo tales actividades (por no decir que su expansión representa un peligro mortal para el capitalismo): tal dinámica apunta a un mundo donde todo sea producir mercancías e intercambiar en mercados, para que no se detenga la acumulación de capital. En esa terrorífica contrautopía, todas las actividades tendrían un único fin: hacer dinero.
El capitalismo tiene que impedir, a toda costa, la pregunta por los fines humanos, y muy especialmente por los fines últimos o “fines en sí mismos”. Pues su propio para qué último, su finalidad de finalidades, su razón no instrumental sino sustantiva, es extrahumana y no debe enunciarse en voz alta para que siga girando la rueda de la acumulación de capital. Para este proceso ciego, para este caníbal dinamismo, los seres humanos provistos de fines propios son un estorbo que hay que orillar. (Flexibilizar es el vocablo preferido en estos casos: la licuefacción de todo lo sólido es el movimiento matérico del capitalismo. La economía política se resuelve en dinámica de fluidos.)
Quienes se preguntan por el sentido de la vida son anticapitalistas peligrosos, a quienes el sistema tiene que aislar y tratar preventivamente. ¿Adónde se llega si uno pregunta para qué tres veces seguidas? ¡Hasta ahí podíamos llegar! Y no digamos si se esgrime el postulado moral kantiano de la persona como fin en sí misma: contradice la lógica de funcionamiento del capitalismo de modo frontal, y por eso este lo desmiente cotidianamente en su funcionamiento (como puede apreciarse, entre otros mil ejemplos posibles, en la preterición de los fines de salud humana frente al fin último de la acumulación de capital en la alucinante crisis de las “vacas locas” desde finales de los ochenta).
¿Hacia un nuevo “capitalismo desmaterializado”?
En este contexto, cabe interrogarnos sobre la principal propuesta que los defensores de una ecologización del capitalismo propusieron en los años noventa: la tesis de la “desmaterialización”. Para escapar al atolladero ecológico que causa la dinámica intrínsecamente expansiva del capitalismo al operar dentro de una biosfera finita, la única vía de salida plausible que el defensor de un “ecocapitalismo” puede señalar es la idea de vender servicios en lugar de productos, “desmaterializando” así los ciclos de producción y consumo. Esto se puede ilustrar bien con el ejemplo de la “silla de oficina eterna” que traen a colación los autores del informe al Club de Roma Factor 4.58 Si los elementos estructurales de la silla (el “pie”, la “pata”, la mecánica del asiento…) se optimizan en cuanto a su calidad ergonómica, comodidad, robustez y fácil reparación, y son diseñados para separarse con facilidad de los elementos más visibles y perecederos (el tapizado) con el fin de poder cambiar estos últimos de cuando en cuando, entonces obtenemos una silla de oficina casi eterna.
La objeción es inmediata: ¿qué fabricante estaría interesado en vender sillas así? Una vez cubierta la demanda, ¡adiós negocio para toda la eternidad! La respuesta es interesante: vender sillas de oficina eternas puede ser efectivamente un mal negocio, pero alquilarlas sería un negocio fabuloso.
¿Existe una fórmula para interesar tanto a los fabricantes como a los comerciantes en este concepto de la longevidad? La respuesta está en el leasing. De este modo, la solidez del producto se convierte en algo que tiene un interés comercial directo. El paso de la venta al leasing, que optimiza el rendimiento, puede tener amplias consecuencias para la sociedad industrial. Puede ser la señal de partida para encaminarse hacia una sociedad de servicios en que prime el rendimiento y la solidez de los productos.59
Este paso de la venta de productos a la venta de servicios es concebible, ciertamente, dentro de la lógica del sistema. Pero, si se generalizase tal estrategia, toparíamos de inmediato con otro factor limitante: ya no el “espacio ecológico” finito, sino el limitado tiempo vital de cada uno y cada una. Los productos materiales pueden acapararse, atesorarse y acumularse sin usarlos (dentro de ciertos límites), y el dinero puede acumularse sin límites; en cambio, el consumo de servicios no puede dilatarse en el tiempo, sino que sucede “en tiempo real”, y el día tiene veinticuatro horas para todos y todas. El problema puede visualizarse bien si se piensa en la diferencia entre comprar libros o cintas de vídeo, y acumularlos aun sin leerlos o visionarlas (porque nos engañamos pensando que “algún día tendremos tiempo para hacerlo”), frente a sacar libros prestados de la biblioteca o ver películas transmitidas por cable mediante un sistema de pay per view: en el segundo caso, acumular no es posible y la realización del beneficio capitalista topa con el límite infranqueable de las veinticuatro horas que tiene el día.
Y eso sin contar con que, por otra parte, la estrategia de “vender servicios en lugar de productos” topa con otro límite importante en el tipo concreto de capitalismo que ha emergido de la restructuración de los años setenta-ochenta, con una enorme y creciente cantidad de poder político-económico concentrado en un puñado de grandes empresas transnacionales. En efecto: el “ecocapitalismo utópico” de las “sillas de oficina eternas” exigiría una redistribución de poder en beneficio de las comunidades locales y de los trabajadores, y en detrimento del gran capital. Lo ha explicado con claridad meridiana el director de la Agencia Europea de Medio Ambiente, Domingo Jiménez Beltrán:
Todo esto [vender servicios en lugar de productos] no interesa al sistema productivo, a la oferta, sobre todo a la gran empresa, al consorcio internacional, cuya movilidad y capacidad de maniobra y respuesta ante presiones locales o sindicales está mejor servida por el suministro de productos (que se pueden almacenar y transportar) y con más energía y materias primas (con movilidad en aprovisionamientos —debido a los bajísimos costos del transporte, por no internalizar los costos ambientales— lo que crea mercados a precios cada vez más bajos, deseconomías en los países en desarrollo y explotaciones abusivas de recursos naturales e impactantes ambientalmente) que por el de servicios (intensos en mano de obra, menos movibles y especuladores).60
Las economías de un “ecocapitalismo utópico” como el arriba esbozado tenderían a ser economías más autocentradas, con mercados locales y en cierta medida cautivos, con menos libertades para el gran capital. Por eso, si bien un “ecocapitalismo” que apuesta por vender servicios en lugar de productos es concebible, su materialización contraría los intereses de los mayores poderes del mundo en el que vivimos: las grandes corporaciones transnacionales.
Una nueva cultura de la sustentabilidad exige una nueva cultura del tiempo
Como apunté antes, el dominio del tiempo es una forma básica de poder, quizá, incluso, la forma básica de poder. Poder sobre otros (compraventa del tiempo de trabajo); pero también poder sobre uno mismo (autodominio para gobernar mi tiempo vital de acuerdo con mis propios deseos e intereses, en una época en que la industria de producción de contenidos de conciencia se gloria de mantener a la gente pegada a las pantallas tantas horas al día).
Los primeros relojes mecánicos —en el siglo XIII— eran de una sola aguja, solo tenían la manecilla de las horas. La manecilla de los minutos se añade en el siglo XVI, y la de los segundos —es significativo— en el XVIII, en paralelo con el desarrollo del capitalismo industrial. Desde que aparece la medición exacta del tiempo, las horas y los segundos medidos con precisión se convierten en algo que se puede comprar y vender: el tiempo puede ser mercantilizado, algo impensable