La historia de las personas con discapacidad ha sido, en líneas generales, una historia de exclusión. Desde la noche de los tiempos, cuando eran perseguidas y eliminadas físicamente, hasta el presente, en que se comienza a abogar por sus derechos, por la participación e igualdad de oportunidades, muchas son las experiencias y anécdotas que nos hablan de segregación, discriminación, invisibilización.
Transcurrirían siglos antes de que se reconociera tácitamente a las personas con discapacidad como seres dotados de una dignidad inherente a su condición humana. Sin embargo, aun cuando son evidentes los avances en tal sentido, es igualmente perceptible que se trata de un proceso lento y no exento de retrocesos y de rezagos de un pasado lleno de oscurantismos, supersticiones y prejuicios. Desde mediados del siglo XX hasta la fecha, dos son los paradigmas que han contribuido a la formación de una conciencia social positiva en torno a las personas con discapacidad: la integración y la inclusión.
Surgido al calor de los movimientos de lucha por los derechos civiles de las minorías en la década del sesenta, el paradigma de la integración representó en su momento un notable paso de avance, toda vez que se oponía a la política de segregación institucional de la que habían sido víctimas las personas con discapacidad a lo largo de todo el siglo XIX y principios del XX. Su propósito fundamental era la adaptación de dichas personas al medio social por medio de la rehabilitación física, la instrucción escolar en instituciones “especiales” (como paso previo a la inserción en escuelas “regulares”) y la capacitación laboral. Es en este contexto que aparecerán los conceptos educación especial, necesidades educativas especiales, escuela especial, talleres protegidos y otros afines. No obstante sus méritos indiscutibles, la integración comenzó a ser cuestionada cuando se comprobó que sólo apostaba por las personas con discapacidad “más capaces Además, al basarse en la ética de la igualdad, valora únicamente lo que las personas tienen de semejantes, por lo que permite la jerarquización de las condiciones humanas y crea la categoría del “diferente”.1 Además, al basarse en la ética de la igualdad, valora únicamente lo que las personas tienen de semejantes, por lo que permite la jerarquización de las condiciones humanas y crea la categoría del “diferente”.1
En un intento por superar tales limitaciones, en época relativamente reciente (desde comienzos de la década del noventa) ha emergido el paradigma de la inclusión. Se trata de una propuesta bastante radical, porque apuesta por transformaciones tanto de tipo estructural como a nivel de la conciencia social, que favorezcan la participación efectiva y la igualdad de oportunidades de todas las personas pertenecientes a las minorías históricamente excluidas, entre ellas el grupo de las personas con discapacidad.
Si bien es cierto que este nuevo paradigma se ha documentado y explicado ampliamente por parte de numerosas organizaciones no gubernamentales y de los organismos rectores internacionales del sistema de las Naciones Unidas, también lo es que en ámbitos teológicos y eclesiales la conciencia respecto al mismo resulta extraordinariamente pobre, cuando no nula. Ello es paradójico, si se toma en cuenta que la inclusión –como paradigma, como principio, como fundamento– se halla en el núcleo mismo del proyecto salvífico-liberador de Dios, desde los albores de la historia del pueblo de Israel hasta su actualización y consumación en el anuncio del advenimiento del Reino por parte de Jesús de Nazaret. Con el ánimo de justificar tal enunciado, en lo que sigue se propone un esbozo de fundamentación bíblico-teológica de la inclusión desde la perspectiva de las personas con discapacidad.
En el Primer Testamento
Es sabido que el Exodo constituye la experiencia fundante del pueblo de Israel. Egipto para los israelitas es sinónimo de esclavitud; en cambio, decir éxodo equivale a decir liberación. En esta experiencia liberadora se involucró una gran variedad de grupos étnicos que, sin embargo, tenían algo en común: el hecho de ser pobres, oprimidos y excluidos. Provenían tanto de Egipto como de las ciudadesestado cananeas y filisteas, donde los reyes mantenían un sistema de dominación que sojuzgaba al pueblo legitimado ideológicamente por medio de la religión. Es así que, una vez alcanzada la tierra prometida, o sea, las montañas de Canaán, los pueblos del éxodo se organizaron en torno a un proyecto alternativo, el proyecto tribal, signado por nuevas relaciones de justicia, equidad distributiva e inclusión.
Muchas de las leyes registradas luego en el Pentateuco fueron formuladas en el contexto de ese proyecto tribal, con el propósito de garantizar la convivencia fraterna de los diferentes grupos y evitar situaciones de exclusión y de retorno a la opresión y la esclavitud. Esa es la razón de ser del Decálogo que aparece en Ex 20,2-17 y en Dt 5,6- 21, cuya fundamentación teológica está justamente en el encabezado de dicho código legal: “Yo soy Jahvé, tu Dios, que te saqué de tierra de Egipto, de casa de servidumbre”. En efecto, el Dios que vio la aflicción del pueblo y lo liberó de la esclavitud es el que ahora propone el establecimiento de una sociedad inclusiva, en la que el respeto a la vida, la diversidad y la libertad son valores esenciales. Como se ve, la religión desempeñó aquí un papel decisivo. La fe en un único Dios acabaría por dar cohesión e identidad religiosa al proyecto tribal. Y la exigencia de fidelidad exclusiva a El era expresión de que el pueblo no deseaba volverse a los dioses que legitimaban la servidumbre y la exclusión
Otros conjuntos de leyes revelan asimismo el carácter inclusivo de la organización tribal. Tales son los casos de Lv 19,9-18 y Dt 27,17-19, que establecían relaciones de justicia con los pobres, los huérfanos, las viudas, los extranjeros y las personas con discapacidad. Respecto a estas últimas se promulgaron los siguientes estatutos:
• No maldecirás al sordo, ni delante del ciego pondrás tropiezo, sino que tendrás temor de tu Dios (Lv 19,14).
• Maldito el que hiciere errar al ciego en el camino. Y dirá todo el pueblo: Amén (Dt 27,18).
Paradójicamente, en el propio libro de Levítico se introduce un código legal que conlleva la exclusión. Se trata de Lv 21,16-23, referido a los requisitos para el ejercicio de funciones sacerdotales. Un primer elemento llama la atención aquí: la noción de santidad, de integridad espiritual y moral, se asocia a la de perfección física, lo que nos remite a la creencia arraigada en Israel que vinculaba discapacidad con pecado. De modo que la consideración de las personas con discapacidad como ritualmente impuras no es otra cosa que un claro reflejo de las rígidas concepciones religiosas propias del modelo patriarcal predominante. Por otra parte, es sabido que en la época de organización en tribus la adoración a Dios tenía lugar en diferentes santuarios, pues aún no existía el templo. Esto, junto a la referencia a la figura del sumo sacerdote (Lv 21,10-15), nos hace suponer que estamos en presencia de un texto proveniente de una época posterior, cuando el servicio religioso se había ya centralizado en torno al templo y, por consiguiente, el sacerdocio estaba institucionalizado.
Al hacer una consideración general del proyecto tribal es justo reconocer que sus valores de fraternidad, justicia e inclusión muchas veces fueron más un ideal que una práctica real y concreta. No obstante, el hecho de que se haya preservado textualmente como referente y memoria históricos del proceso de formación del pueblo muestra el empeño por reconstruir una y otra vez el sueño de una sociedad auténticamente inclusiva.
Al hacer una consideración general del proyecto tribal es justo reconocer que sus valores de fraternidad, justicia e inclusión muchas veces fueron más un ideal que una práctica real y concreta. No obstante, el hecho de que se haya preservado textualmente como referente y memoria históricos del proceso de formación del pueblo muestra el empeño por reconstruir una y otra vez el sueño de una sociedad auténticamente inclusiva.
En este grupo de los excluidos se encontraban, una vez más, las personas con discapacidad. En el Primer Testamento, y luego también en el Segundo, se puede comprobar que discapacidad, pobreza y exclusión eran realidades estrechamente vinculadas por una relación de causa y efecto. Pero no se trataba de un simple fatalismo, sino que dicha situación era resultante de las condiciones socioeconómicas imperantes en la sociedad israelita, a las que se sumaban los estereotipos y prejuicios religiosos. En el transcurso de la época del reinado, todas estas realidades se fueron profundizando, por un lado con la unificación de las diferentes tribus en un solo Estado y, por otra parte, con la edificación del Templo de Jerusalén y la progresiva centralización del culto a Yahvé en esa ciudad.
Al parecer, a partir del reinado de David las personas con discapacidad fueron especialmente desdeñadas y aun aborrecidas en Israel, a juzgar por lo que leemos en 2 S 5, 6-10. En el contexto de una campaña militar con fines expansionistas, el rey ordenó a sus hombres matar a los ciegos y las personas con discapacidad física, a causa del desafío que le hicieron los jebuseos. Según el texto, ese episodio daría lugar a la sentencia popular: “Ni ciego ni cojo entrará en la Casa” (léase, en el Templo). O sea, que, apelando al sentimiento nacionalista del pueblo se pretendió justificar y legitimar la exclusión sociorreligiosa de las personas con discapacidad, la cual, por si fuera poco, contaba con la anuencia de Dios, llamado aquí –¡nunca mejor empleado el término!– Señor de los Ejércitos (v. 10). Valga destacar, como detalle interesante, que en el relato paralelo de 1 Cro 11,4-9 se omite todo lo referente a las personas con discapacidad, lo cual se explica por el hecho de que cuando fueron redactadas las Crónicas de los Reyes, la situación política de la nación estaba muy lejos del espíritu de triunfalismo y grandilocuencia que se vivió a comienzos del reinado davídico
El Reino Dividido y, más tarde, los duros años de los exilios fueron también épocas marcadas por relaciones de exclusión. Fue entonces cuando el movimiento profético levantó su voz, no sólo para denunciar las situaciones de injusticia existentes, sino además para recuperar la memoria del ideal primitivo, ya olvidado y tantas veces traicionado (Is 1,21-23), y anunciar que una sociedad inclusiva aún era posible (Is 1,26, 27). Para los profetas, Yahvé no era el Dios de los poderosos, que se contentaba con ritos, fiestas, ayunos y sacrificios, mientras se practicaban la impiedad y el atropello (Is 58,3b). No, Yahvé era el Dios del Exodo, que libera y acompaña a los oprimidos y excluidos en sus angustias y en sus esperanzas (Is 61,1,2a). Es el Dios que quiere solidaridad y no sacrificios (Os 6,6a). Solidaridad con los excluidos de siempre: los pobres (entre los cuales se hallan, como ya dijimos, las personas con discapacidad), las viudas, los huérfanos (Is 1,17; 58,6-7).
En clave de sociedad inclusiva, quiero asimismo, por último, leer y celebrar la profecía de “cielos nuevos y tierra nueva” (Is 65,17-25), sustentada sobre una ética de la comunión en la diversidad (v. 25), en la que las personas todas son valoradas y respetadas por la dignidad inherente a su condición humana y no en virtud de ningún criterio de utilidad o eficiencia. Una sociedad en la que finalmente haya muchos espacios –tantos como personas existan– para la participación en la construcción colectiva de los sueños, las aspiraciones y las esperanzas.
En el Segundo Testamento
En medio de tantas pruebas, sufrimientos y opresiones sin nombre, el pueblo de Israel nunca perdió totalmente la esperanza de volver a vivir en una sociedad fraterna e inclusiva. Esa aspiración alcanza su mejor expresión en la figura del Mesías, el enviado de Dios para restaurar la justicia y la paz.
Tras el evento trascendente de la resurrección de Jesús, muchos de sus seguidores empezaron a comprender que quien había vivido, enseñado y actuado entre ellos no era otro que el Mesías prometido y tantos siglos esperado.
Fue entonces cuando se releyeron algunas porciones de los profetas en clave mesiánica, a la luz de toda la experiencia con el Señor. Por eso, para los evangelistas, Jesús es aquel de quien escribió el primer Isaías sus hermosas y esperanzadoras palabras:
El pueblo que andaba en la oscuridad vio una gran luz; una luz ha brillado para los que vivían en tinieblas. Señor, has traído una gran alegría; muy grande es el gozo. Todos se alegran delante de ti como en tiempo de cosecha, como se alegran los que se reparten grandes riquezas… Porque nos ha nacido un niño, Dios nos ha dado un hijo, al cual se le ha concedido el poder de gobernar. Y le darán estos nombres: Admirable en sus planes, Dios invencible, Padre eterno, Príncipe de la paz. Se sentará en el trono de David; extenderá su poder real a todas partes y la paz no se acabará; su reinado quedará bien establecido, y sus bases serán la justicia y el derecho desde ahora y para siempre (Is 9,2-3; 6-7).
Pero la sociedad y el tiempo en medio de los cuales nació Jesús andaban todavía muy lejos de esos nobles y legítimos presupuestos. El Imperio romano era el nuevo dueño del mundo y, como todos los imperios, pisoteaba el derecho, la justicia y la libertad, e instauraba relaciones basadas en la explotación y la exclusión. La propia “primera Navidad” llevó en sí el sello de la exclusión (Lc 2,1-7).
No obstante, sólo un Mesías que vivió en carne propia la exclusión podía hacer causa común con los excluidos, solidarizándose con ellos y comprometiéndose a trabajar sin descanso por otro tipo de relaciones, justas e inclusivas. En el transcurso del ministerio público de Jesús de Nazaret, estas fueron tomando cuerpo en el mensaje y la acción que proclamaban el Reino de Dios. Para entonces ya el Maestro había tomado plena conciencia de haber sido enviado por el Padre con esa misión liberadora, razón por la cual pudo hacer suyas las palabras del tercer Isaías, tal como se nos narra en Lc 4,16-21, donde los pobres, los privados de libertad y las personas con discapacidad se convierten en protagonistas de la redención divina.
Un poco antes que Jesús, ya su precursor, Juan el Bautista, había comenzado a dar los primeros anuncios del Reino de Dios. A este respecto, podemos leer el texto de Lc 3,1-18 como propuesta de inclusión. Lo primero a destacar aquí es que la expresión “el reino de los cielos se ha acercado” (Mt 3,2) hace énfasis en que los valores del Reino no tienen un sentido puramente escatológico, sino que deben comenzar a vivirse aquí y ahora. Es decir, el establecimiento de relaciones de justicia, libertad y fraternidad son claras señales de que el reino de los cielos se hace presente entre los seres humanos. Por otra parte, es notoria la diversidad que caracterizaba al grupo de receptores del mensaje de Juan. Ahí estaban los fariseos y saduceos (Mt 3,7), el pueblo, los publicanos y los soldados, representantes de las distintas clases de la sociedad israelita,
a todos los cuales se les exhortaba a la práctica de la justicia y del compartir solidario, especialmente con los más desfavorecidos y vulnerables
Volviendo al ministerio público de Jesús, nos encontramos con un sinnúmero de textos que nos hablan de su relación con las personas con discapacidad. Son los conocidos relatos de sanación, que tradicionalmente han sido entendidos como “milagros de curación”. En época más reciente se ha comenzado a establecer una más clara distinción teológica entre sanación y curación, explicando que mientras que la segunda se limita a la restauración fisiológica del cuerpo, la primera, toda vez que entiende la discapacidad como una construcción sociocultural, implica la eliminación de barreras, sistemas y estructuras opresivos y deshumanizantes en aras de crear comunidades inclusivas. Así pues, es en esta perspectiva que podemos leer los relatos evangélicos de sanación desde el paradigma de la inclusión. Dígase de paso que dicho paradigma se sustenta sobre la ética de la diversidad, la cual se apoya en la certeza de que la humanidad encuentra múltiples y muy variadas formas de manifestarse, y esa realidad no admite la comparación entre diferentes condiciones humanas, ni privilegia una de ellas en detrimento de otras.2 En tal sentido, adquiere una nueva significación la respuesta dada por Jesús a los discípulos en relación con el origen de la discapacidad en el ciego de nacimiento (Jn 9,1-3). “Para que las obras de Dios se manifiesten en él” (v. 3b, RV 60) sería entonces equivalente a decir: “esta persona con discapacidad tiene esa condición como prueba del infinito mosaico de formas y posibilidades en que se expresa el género humano como creación de Dios”.
Aparte de la condición física, el ser mujer constituía otra de las razones para la discriminación sociorreligiosa en tiempos de Jesús. Se comprenderá, por tanto, que la conjunción de ambas condiciones traía por consecuencia una doble exclusión. Esa era la situación por la que atravesaba la “mujer encorvada” de Lc 13,10-16. Pues bien, frente a la actitud excluyente que encarnaba el principal de la sinagoga, el Maestro de Nazaret rompió las barreras religiosas de su sociedad y no sólo sanó a la mujer el día de reposo, sino que se atrevió a llamarla “hija de Abraham” (v. 16a). Como se sabe, Abraham era considerado el padre de la nación israelita y, por extensión, el símbolo de su identidad cultural y religiosa. Sin embargo, dado que se trataba de una sociedad patriarcal, sólo los varones podían llevar con orgullo el apelativo de hijos de Abraham. En ese contexto, la expresión de Jesús, única en todas las Escrituras, era una apuesta por el establecimiento de relaciones de inclusión en medio de la diversidad de género y de condición física presente en toda forma de organización social.
Propuesta inclusiva del Señor es también la parábola de los convidados a la gran cena (Lc 14,15-23), que tuvo lugar en medio de una comida en la casa de un gobernante, fariseo por más señas (Lc 14,1). Lo primero que observó Jesús era cómo los invitados escogían los primeros asientos a la mesa (Lc 14,7); luego, que los únicos convidados eran justamente quienes pertenecían a la misma clase social del anfitrión. O sea, que estamos en presencia de relaciones en las cuales se privilegia la condición social de los más favorecidos económicamente. Partiendo de esa realidad, Jesús situó entre los personajes de la parábola a gente de la clase pudiente como los invitados especiales. Pero todos ellos se excusaron para no asistir y fue entonces cuando la invitación se hizo extensiva al resto de los componentes de la sociedad: los pobres, las personas con discapacidad (v. 21b), ubicados en condición de marginados. Una vez cumplida la encomienda, el siervo dijo una frase que resulta sumamente reveladora: “Señor, se ha hecho como mandaste, y aún hay lugar” (v. 22). Quiere decir que cuando se trabaja por crear espacios de inclusión, siempre habrá oportunidad para todas y todos. Por eso el anfitrión de la parábola no estuvo satisfecho hasta que se hubo llenado su casa (v. 23b), hasta que todos y todas estuvieron incluidos.
Las exigencias éticas y de convivencia fraterna contenidas en el proyecto del Reino que anunció y mostró Jesús por medio de gestos y acciones liberadores no sólo están dirigidas a la sociedad. La Iglesia, como avanzada y antesala del Reino, está igualmente llamada a convertirse en comunidad inclusiva, y a serlo por antonomasia. Eso no es lo que sucedía en el Templo de Jerusalén, que en lugar de ser casa de oración se había convertido en un aparato burocrático que servía a los intereses de las élites político-religiosas (fariseos y saduceos), al tiempo que legitimaba la explotación y la exclusión. Frente a semejantes injusticias se levantó el profeta de Nazaret para denunciarlas y demostrar cuál debe ser la verdadera razón de ser del Templo, como leemos en Mt 21:12-16. Volcar las mesas y las sillas de los comerciantes y cambistas (v. 12) es aquí un gesto de oposición frontal a todo lo que no sea solidaridad y acogida en relación con los excluidos. Por eso pudieron después entrar las personas con discapacidad (v. 14), precisamente aquellos sobre quienes pesaba la vieja sentencia de “Ni ciego ni cojo entrará en la Casa”. A través de ese acto de purificación, Jesús devolvió al Templo de Jerusalén, al menos por un instante, la condición de espacio para la inclusión que siempre debió tener.
Fieles al legado de su Maestro, los apóstoles y demás discípulos se empeñaron, desde la glorificación de Aquel, en anunciar y, mejor aún, vivir los valores del Reino. Los registros de las características de las comunidades neotestamentarias dan cuenta de ese empeño. En la comunidad de Jerusalén, por ejemplo, y según el libro de Hechos de los Apóstoles, los y las creyentes “…estaban juntos, y tenían en común todas las cosas; y vendían sus propiedades y sus bienes, y lo repartían a todos según la necesidad de cada uno. Y perseverando unánimes cada día en el templo, y partiendo el pan en las casas, comían juntos con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios, y teniendo favor con todo el pueblo.” (Hch 2,44-47b). He aquí algunas claves fundamentales para ser y hacer comunidades inclusivas, donde las personas con discapacidad sean reconocidas y valoradas como semejantes dignos. Así lo hicieron los apóstoles Pedro y Juan con aquel hombre con parálisis en la puerta del Templo (Hch 3,1-10). Limosnas era lo único que recibía cada día de los creyentes que frecuentaban el lugar, un acto que lleva implícitas la lástima o el desprecio, siempre desde sentimientos de superioridad. Pedro y Juan fueron los primeros en tener un gesto diametralmente distinto con ese hombre, un gesto cargado de una extraordinaria significación: “fijando en él los ojos” le dijeron: “Míranos” (v. 4). Dicho de otra manera: “levanta la cabeza; tú eres un hijo de Dios y, como tal, un hombre digno”. Pasaron, pues, por encima de la limosna para entrar en un reconocimiento consciente de la dignidad de la persona con discapacidad. Pero además, reconocieron a un semejante con quien compartían la condición de pobres (v. 6a), luego de lo cual le ofrecieron la oportunidad de ser restituido a la comunidad (v. 6b), proceso en el que también le acompañaron y ayudaron (v. 7).
El proyecto de comunidad ensayado en la Iglesia de Jerusalén no parece haber durado mucho tiempo. Los modelos patriarcales judíos y grecorromanos ejercieron una influencia muy negativa sobre la manera en que se fueron configurando las relaciones en las comunidades de fe del naciente cristianismo. Las cartas del apóstol Pablo contienen claras y contundentes denuncias sobre las situaciones de exclusión que se vivían en muchas de esas comunidades fundadas por él o por su equipo de colaboradores en la provincia de Asia Menor. Por tan sólo citar algunos, recordemos los conflictos en la Iglesia de Corinto a la hora de celebrar la Cena del Señor (1 Co 11,20-22) o las desavenencias frecuentes entre judíos y gentiles. Frente a todos estos problemas, Pablo propuso una nueva percepción de la iglesia como Cuerpo de Cristo (1 Co 12,12-26). De nuevo aquí la “ética de la diversidad” tiene una importancia decisiva, pues la iglesia, al igual que el cuerpo humano, tiene muchos miembros y todos son diferentes, tanto por sus características y capacidades como por sus funciones; pero todos y cada uno, sin distinción, tributan al correcto funcionamiento del conjunto (vv. 14- 21). Al no haber, pues, razón alguna para las actitudes excluyentes, tal convicción nos lleva a vivir en nuestras comunidades relaciones de comunión en medio de la diversidad, mediante la práctica consecuente y constante de los valores de solidaridad y hermandad fraterna con nuestros semejantes, “de manera que si un miembro padece, todos los miembros se duelen con él, y si un miembro recibe honra, todos los miembros con él se gozan.” (v. 26, DHH). Relaciones que, como corolario, promueven la igualdad de oportunidades y la participación activa de todos y cada uno de los miembros no exclusivamente de la familia de la fe, sino de esa gran familia humana de la cual todas y todos formamos parte.
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Notas:
1 Claudia W erneck: “¿Tú eres una persona?”, en www. wvaeditora. com.br 2 Id.