Visibilizar la esclavitud*. Museografía y memoria en las Antillas francesas

Christine Chivallon

Martinica, departamento francés de América, región “ultraperiférica” de Europa, ha ingresado desde hace unos veinte años, a todas luces, en la era de la patrimonialización, con una tendencia netamente inflacionaria en el curso de la última década. Este fenómeno no tendría nada de original si se sabe, como afirma J.-F. Bayart, que nuestra época está signada por “la experiencia mnemónica generalizada”.1 Tras perder la serena confianza en un futuro de progreso, las sociedades contemporáneas no cesan de hacer museos de su pasado, de fichar, en pleno centro de un contexto globalizado, las referencias tranquilizadoras de un enraizado localismo. Martinica no escapa a esa tendencia. El trazado de su espacio nos permite apreciar muy rápidamente el modo en que la sociedad insular terminó por escapar de sí misma, penetrada por una exterioridad que la sobrepasa. Basta con evocar el contraste que se ha establecido en apenas unos quince años entre la virtual desaparición de los comercios —las tradicionales “tiendas” de los barrios rurales— y la profusión de centros comerciales, malls y otros multiplex que Thierry Nicolas2 bautizó justamente como los “fuera de lugar insulares” para comprender la eficacia del proceso de desdibujamiento de los límites del entorno territorial martiniqueño. El término “hipoinsularidad”3 podría designar esta nueva configuración que torna a Martinica cada vez menos insular y cada vez más global, continental y ciertamente metropolitana, gracias a la eliminación de la distancia oceánica, posible gracias a las nuevas tecnologías.
Por tanto, el fenómeno de patrimonialización en Martinica podría asimilarse a ese nivel de generalidad característico de las famosas “consecuencias culturales de la globalización”,4 si no fuera por otro proceso totalmente distinto: el de no haber podido constituir de manera cierta lo que hoy podría reapropiarse como patrimonio. Dicho de otro modo, si la patrimonialización está operando, ella oculta la paradoja de tener que vérselas con un universo de símbolos que no tiene la armazón de un relato identitario estabilizado del que cada quien podría extraer materiales para descubrir su pertenencia, transmitida a lo largo del tiempo. El pasado colectivo e histórico martiniqueño es el de las memorias aminoradas, difusas y diluidas en el discurso colonial dominante, el único que estuvo en condiciones de imponer su cronología oficial.
Entendámonos bien: el patrimonio erigido como tal, es decir, como medio para “reconocer, defender y hacer fructificar una herencia común (o herencias comunes)”5 no se puede concebir como una herramienta dotada de la posibilidad de hacer acceder, como por arte de magia, a la transparencia y la verdad del pasado. La selección patrimonial siempre tiene que ver con una estrategia de escritura del “ayer” que está en función de la actualidad de los proyectos de quienes la conciben hoy. A través de tanto la acción patrimonial como del lenguaje museográfico, que es uno de sus mayores componentes,6 “el pasado es aquello que el presente necesita para legitimarse, naturalizarse, crearse a sí mismo”.7 Esa mirada museable dirigida a sí mismo procede de la ruptura. Se produce en el momento en que el colectivo tiene necesidad de referenciar, nombrar, coleccionar, categorizar todo lo que se considere proveniente del pasado, como si la memoria ya no estuviera en condiciones de circular por los canales habituales de la transmisión intergeneracional. Esta noción de ruptura nos llegó a través de los escritos de Maurice Halbwachs, que siguen siendo luminosos a pesar de los años transcurridos, gracias a la conocida distinción que establecen entre “memoria colectiva” y “memoria histórica”.8 La primera no se confunde con la reconstitución histórica. Es “una corriente continua de pensamiento, de una continuidad que nada tiene de artificial, puesto que sólo retiene del pasado lo que sigue estando vivo o es capaz de vivir en la conciencia del grupo que la conserva”.9 La segunda aprehende el pasado “en el punto en que termina la tradición”. Ya no cuenta con el grupo para transmitirse, sino sólo con la colecta voluntaria, casi archivística, de las huellas dejadas por el grupo. Este modo de memoria implica la configuración de un cuerpo social como escindido en dos en el tiempo, “dos trozos” de un mismo grupo “en dos período sucesivos”.10
La mejor prueba de esta ruptura que implica la acción patrimonial nos la brinda el sitio que ocupan las huellas materiales en el proceso de poner el pasado a distancia, aunque sepamos que la noción de patrimonio se ha ampliado considerablemente para trascender el mundo de los objetos y de los monumentos.11 Pero como afirma K.Hudson, a pesar de la definición amplia brindada por el muy oficial Consejo Internacional de Museos (ICOM, International Council of Museums),12 “probablemente siga siendo cierta la afirmación de que los museos son esencialmente los lugares en los que los objetos —las cosas reales— se utilizan como principales medios de comunicación”. En este punto también son inapreciables los análisis de Maurice Halbwachs,13 al identificar el vínculo entre la construcción del tiempo social y la materialidad del espacio. Porque es en “la naturaleza inerte de las cosas físicas”, en la “pasividad de la materia”, en el inmovilismo de los emplazamientos en los que “el espacio es una realidad que perdura”, donde los grupos sociales hallan el recurso simbólico más eficaz para conservar el sentimiento de una realidad que trasciende el carácter provisorio de las vidas individuales y le brinda a la existencia humana la posibilidad tan potente de trascender. En el acto de patrimonializar existe, no obstante, la postura tan bien descrita por Marc Guillaume,14 el “gesto de separación”, o incluso la ruptura a la que nos referimos anteriormente, que dota definitivamente al pasado de una condición diferente a la del presente. “Esta separación la posibilita el mito fundador de la modernidad […], según el cual la instancia última de lo real es su materialidad, su visibilidad, su inteligibilidad. El pasado, puesto a distancia, reducido a su visibilidad y a su materialidad, se nos escapa en lo que tiene de esencial y de invisible”.
Esas observaciones, llevadas al contexto martiniqueño, nos indican lo compleja que se avizora la problemática del patrimonio en las sociedades en las que las memorias han sido maltratadas, aplastadas por la potencia colonial, producidas en las condiciones de la violencia esclavista, de la cual se ha dicho que es una “muerte social”.15 Si las sociedades que muestran pleno dominio de sus orientaciones colectivas al margen de los procesos de dominio exterior —la nación francesa, por ejemplo— recurren al patrimonio para crear una ilusión identitaria y la utilizan de “reservorio para alimentar las ficciones de la historia que se construyen a propósito del pasado”,16 ¿qué pasa con las sociedades que usan esos mismos procedimientos sobre la base de un pasado enterrado, dominado, encerrado en la autoridad de los aparatos del poder colonial? ¿Se fabrica entonces una doble ilusión, la de un pasado reinventado a partir de un pasado que no fue? ¿O será que podemos esperar que la acción patrimonial participe en el proceso de desatar la memoria, de extirparla de los lugares donde se la había reducido al silencio? Porque, después de todo, si nos atenemos a los proyectos de los expertos en la materia,17 el museo, en tanto institución, ambiciona realizar una obra de conocimiento para “participar en la conciencia de las comunidades a las que sirve”.18
Será en torno a este cuestionamiento que se organizará el artículo que sigue. Su objetivo es explorar el lenguaje museográfico que se desarrolla actualmente en Martinica en lo que concierne al basamento profundo de esa sociedad, que es la esclavitud. ¿Qué es lo que aporta la patrimonialización actual a la visibilización del pasado esclavista y de las consecuencias que tuvo en la formación social martiniqueña? Procederemos en varios pasos sucesivos a partir de la interpretación de una encuesta llevada a cabo en el 2002 en los establecimientos de vocación patrimonial martiniqueños. Doce de ellos constituyeron una muestra que incluía museos propiamente dichos y antiguas plantaciones que han sumado a su actividad agrícola una orientación museográfica o la sustituyeron totalmente por ella. El primer paso consistirá en sustentar la idea de una acción patrimonial como “salida de la nada”, puesto que la postura oficial concerniente a la historia fue hasta hace poco tiempo dependiente del discurso de asimilación a la cultura francesa, en el cual la esclavitud, como factor diferenciador, no podía ocupar un lugar. Veremos las condiciones que han favorecido el surgimiento de otra postura, igualmente oficial, desarrollada desde hace quince o veinte años, y que marca el ingreso a la era de la patrimonialización. Nuestra segunda etapa seguirá dos vías de análisis: de un lado, la referida a los museos cuyo objetivo claramente planteado es participar en el encubrimiento de la memoria del pasado esclavista, y del otro, la que tiene que ver con los lugares históricos de la experiencia esclavista —las plantaciones—, cuya intención sigue vinculada a una armoniosa puesta en escena de las herencias coloniales. La contradicción que surge de esta superposición de dos discursos bien definidos no constituye por sí sola el indicador de una dificultad para abordar la esclavitud por lo que fue, es decir, “una de las formas más extremas de la relación de dominación, que se aproxima a los límites de la detentación total del poder por el amo y de la privación total del poder por el esclavo”.19 Cada una de estas formas de patrimonialización se hace eco, igualmente, de los hiatos de la acción museográfica cuando se despliega en contextos tan particulares, que nada tienen en común con la glorificación de las huellas del pasado propia de las culturas europeas. En el caso de los museos de vocación “educativa”, se revela la inadaptación, incluso la impotencia de las herramientas museográficas importadas de la tradición francesa para traducir una experiencia humana que no puede ser reducida a la cronología y la clasificación. En el extremo opuesto, en el caso de las “plantaciones convertidas en museos”, amplifica hasta el paroxismo el carácter estratégico y eficaz contenido en la acción patrimonial capaz, aquí, de mantener una “visión romántica” allí donde el drama humano fue tan tangible.

¿Un patrimonio sepultado al que habría que extirpar? Olvido oficial y memorias aminoradas

Hablar de patrimonio en Martinica equivale invariablemente a abordar la cuestión de la memoria colectiva. Sin entrar en los términos de un debate que ha ocupado ampliamente a las ciencias humanas desde los primeros escritos antropológicos consagrados a las identidades —por ejemplo, el famoso libro de Jean Benoist (1972) de título tan evocador, L’Archipel inachevé (El archipiélago incabado)—, nos limitaremos a recordar, sobre todo para los lectores que no son especialistas, que esta memoria pasa por haber sido tan maltratada, tan aplastada por el yugo esclavista y colonial, que no habría dado forma a ninguna cohesión comunitaria.20 Se conoce el abordaje de Édouard Glissant, con sus expresiones, que se hicieron célebres, referidas a la “supresión de la memoria colectiva”, a la “no historia” o incluso a “la historia oscurecida”, permiten pensar que no ha sido posible “sedimentación” alguna, al verse el colectivo, por ello mismo, desperdigado, “parcelado”, perdido en “prácticas de separación y de dispersión”.21
Esta concepción debe vincularse a la “tesis de la alienación” que marcó las décadas de 1970-1980 en las ciencias sociales. Puede encontrarse ese vínculo en el enfoque iluminador elaborado por Marie-José Jolivet,22 al analizar, en la misma línea de los trabajos de Maurice Halbwachs antes mencionados, cómo opera la “memoria histórica” en Martinica. Esa memoria, reconstrucción intelectual a posteriori, mantiene una relación contradictoria con la otra memoria, “la memoria colectiva”, la que se mantiene “adherida a realidades vivas”.23 Porque para el antropólogo, “denunciar la supresión o la amnesia equivale ante todo a deplorar que la memoria colectiva no sea lo que se desearía que fuese”. En la empresa que apunta a denunciar los males del sistema esclavista, la memoria colectiva se vuelve “vergonzante”.24 Llega hasta desaparecer para que se la perciba como “un vacío”, percepción tanto más fácil de desarrollar cuanto que los discursos oficiales que preconizan la fusión del destino martiniqueño con el de la República Francesa han sido dotados de una temible eficacia. En el centro de un proceso de asimilación tan poderoso —que transita por los diversos aparatos del Estado, por el sistema educativo, pero también por la iglesia y los valores morales de la cultura francesa— se halla la versión muy oficial de la historia encargada de debilitar el alcance de la herencia esclavista, de hacerla desaparecer, en una ficción que imposibilita, para decirlo con palabras de Jacques Fredj, “la expresión de ciertas contradicciones bajo el aspecto de la diferencia racial”,25 así como de la diferencia de trayectorias históricas. Esta ficción es la que convierte el destino de la República Francesa, y sólo a este, en el referente glorioso de la historia martiniqueña. Gracias a su polarización sobre el culto de Victor Schoelcher, el célebre abolicionista erigido “en símbolo de la Madre Patria, el colonizador se ve lavado del pecado de la esclavitud: de él no queda más que el ‘civilizador’, portador de los grandes principios de libertad, de igualdad y de fraternidad”, principios que fueron objeto de una representación “particularmente impregnante”, incluso en los medios populares.26
Se comprende a partir de ahí cómo se pudieron enterrar las memorias directamente formadas en la matriz esclavista, mediante la difusión de ese dispositivo narrativo oficial que ocupa de forma masiva el espacio público martiniqueño. Es por eso que la mayoría de los análisis convergen hoy en la interpretación de la relación con el pasado esclavista a partir de los términos de “olvido” o de “silencio”.27 La historiadora Nelly Schmidt describió perfectamente la situación que impone semejante diagnóstico:
Mucho más allá de las secuelas de la esclavitud y de sus legados económicos y sociales […], el principio asimilador republicano específicamente francés, heredado de la Revolución Francesa […] y puesto a funcionar a partir de 1848 bajo el impulso de Schoelcher, se vinculó estrechamente al del “olvido del pasado”. Generó un mito histórico potente y de larga duración: el de una relación indispensable entre la libertad y la consolidación de las estructuras y los vínculos coloniales, mito de las dos Francias, la de los plantadores conservadores nostálgicos de la esclavitud y la de la República liberadora, personificada por Victor Schoelcher.28

La reciente polémica surgida de la formulación de este diagnóstico se aviva.29 Porque denunciar hoy día el olvido de la esclavitud no sólo equivale a un “regreso con fuerza de la tesis de la alienación colonial”, sino, sobre todo, a encontrar la génesis de la nueva postura nacionalista.30 La retórica actual de la memoria, el llamado al “deber de memoria”, el gran reproche de olvido imputado a las autoridades políticas, serían otros tantos medios para que los militantes de la independencia fijaran “una estrategia de ruptura con Francia para disimular mejor que, en los hechos, ya se renunció al objetivo que, según se declara, sigue siendo perseguido”.31 En otras palabras, la denuncia del olvido y la reivindicación que la acompaña serían las señales de una “dimisión no asumida” frente a la voluntad de independencia. Esta polémica, desarrollada en otros sitios,32 tiene sin duda el mérito y el coraje de llamar la atención sobre la instrumentalización política de la cual la memoria no deja de ser objeto. Asume, sin embargo, el riesgo de “lanzar al bebé junto con el agua de la bañera”, a saber, de manipular el objeto manipulado que es el olvido. Este no puede ser rechazado o minimizado calificándolo de “pretendido”, ni tampoco transformado en “ensayo positivo” como hace Michel Giraud33 al proclamarlo voluntario “para la gran mayoría” de los pueblos antillanos, que de ese modo habrían expresado “un rechazo ciudadano a la esclavitud”. La política del olvido queda demostrada por la existencia de un dispositivo político de asimiliación históricamente conocido y documentado, y el hecho de que hoy día se le tenga poco en cuenta indicaría un anacronismo si tuviera que ser deudora de una lectura a la luz de lo que se juega actualmente.34 Hay que situar esta política en una esfera de poder, como, por demás, tiende a afirmar muy apropiadamente Michel Giraud,35 pero sin que por ello se le tome por una generalidad popular. De ese modo, reconocer semejante proceso histórico de obliteración va de la mano con el reconocimiento de los actores que lo encabezaron. Con certeza no se trata de capas modestas y pobres, descendientes directas de los esclavos, a propósito de las cuales Nelly Schmidt36 con razón observa que numerosos aspectos de sus vidas se nos escapan y han permanecido en las sombras. Aunque somos capaces de caracterizar la política de memoria que emana de la esfera oficial y de entenderla como una estrategia de aminoración sistemática de las prácticas culturales populares, sabemos muy poco sobre las memorias colectivas edificadas en el seno de esta construcción o en su contra. Hay investigaciones en curso37 que tienden a mostrar la existencia de núcleos sólidos de resistencia, formados al margen de esa política del olvido. Pero habría que explorar mucho más ese campo para conocer el tenor del proyecto de memoria que portan los descendientes de esclavos, siempre que se parta de la posibilidad de que haya habido memoria y transmisión verosímilmente nutridas por continuidades y por la reactualización de antiguas relaciones sociales. ¿Pero tal vez la intensa patrimonialización desplegada en el curso de estos últimos años haya sido un medio de “descubrir” esas memorias aminoradas y la manera en que vivieron, transmitieron y enunciaron la realidad del pasado esclavista?

El ingreso en la era de la patrimonialización

Para entender el calibre del ingreso en este intenso período de patrimonialización, no resulta superfluo remitirse a la guía turística de la serie Guides bleus,38 publicada en 1986. En esa edición se enumeraban seis museos martiniqueños, ninguno de los cuales se consagraba, ni poco ni mucho, a la historia de la esclavitud. Esos museos o sitios de interés, que siguen en actividad, se ocupan —en Fort-de-France— del período amerindio (Museo departamental); de la arquitectura militar “estilo Vauban” (el Fuerte Saint-Louis); de la famosa Biblioteca Schoelcher que fue trasladada a Martinica tras haber albergado el pabellón de las Antillas francesas en la exhibición colonial de París en 1889. En el distrito, el museo vulcanológico de Saint-Pierre recrea la dramática historia de la ciudad destruida por la erupción del Monte Pelée en 1902; en Carbet, un enclave museográfico —más que un museo— está dedicado al testimonio de la breve estancia en 1887 del pintor Paul Gauguin en Martinica; finalmente, la finca de la Pagerie, en los Trois-Ilets, revive el recuerdo de Josefina de Beauharnais, “la gran dama criolla de encanto sin igual” a la cual una “bruja negra le había vaticinado que sería más que una reina”.39
Se ve fácilmente: nada de ese patrimonio se destina a valorizar los rastros materiales de los modos de vida estructurados por la economía esclavista. Aún no hemos arribado al viraje que marque a su manera la decapitación simbólica de la estatua de esa misma Josefina en 1991, en la Plaza de la Savane, en pleno centro de Fort-de-France. El busto de la esposa de Napoleón Bonaparte —del cual sabemos que en 1802 restableció la esclavitud abolida por la Convención, o la mantuvo en las colonias restituidas por el Tratado de Amiens—40 quedó desde entonces decapitado, con el cuerpo cubierto de pintura rojo sangre, y la placa explicativa que lo acompaña, tachada por la observación lapidaria: Esklavaj krim Kont limanité.41
Este tipo de acción constituye la faz radical de la aparición de otro lenguaje de la memoria en el espacio público martiniqueño. Acompaña a las iniciativas mucho más institucionalizadas y normalizadas que marcan el paso a un nuevo “régimen de historicidad”:42 el de la “mirada museable”43 que, desde hace unos quince años, incluye el período esclavista. En el 2001 se contaban cuarentidós museos, es decir, siete veces más que en 1986.44 Estos establecimientos, claro está, son muy distintos en sus aspiraciones, desde el museo pedagógico hasta el recorrido botánico. Algunos ya existían de forma embrionaria en la fecha que nos sirve de punto de referencia comparativo. Pero en su conjunto, su presencia es una buena indicación del cambio que ocurrió en pocos años, tanto más porque en esos efectivos inflacionistas figuran cinco museos cuya vocación está explícitamente relacionada con el pasado esclavista. Si se agrega a la creación de estos sitios museográficos los demás marcadores de memoria que son la edificación de monumentos (como el “Memorial de la Fraternidad” en el Diamant, creado en 1998 para honrar la memoria de los africanos sometidos a la servidumbre), la denominación de calles (como en Rivière-Pilote, donde todas las calles del poblado fueron rebautizadas con nombres provenientes de la historia local de las poblaciones colonizadas), las jornadas conmemorativas (como la del 22 de mayo, que celebra la abolición conquistada en 1848 mediante la revuelta de los esclavos), las actividades asociativas (como las llevadas a efecto en la Casa del Bélé, en Sainte-Marie, donde los “maestros” de esta danza transmitida desde el universo de los esclavos africanos inician a los que han olvidado sus ritmos y su gestualidad), se comprende que distamos de exagerar cuando hablamos de un frenesí patrimonial inédito.45
“La experiencia mnemónica generalizada” no explica por sí sola este viraje radical, este paso de la “nada” al “todo patrimonial”. Puesto que se evidencia que la integración de las sociedades insulares a su metrópoli se encuentra “en vías de culminar, y su alteridad cultural de ser finalmente aceptada por el poder metropolitano”, ya no existe amenaza real alguna a “la unidad de la República”.46 El Estado francés “hoy en día admite e incluso alienta la especificidad”.47 “De un pluralismo cultural negado” habríamos pasado así a “un pluralismo cultural encuadrado”.48 La convergencia entre las políticas culturales metropolitanas y las reivindicaciones identitarias locales se lee en el destino actualmente difícil de deslindar entre las dos grandes instituciones culturales antaño rivales, al menos hasta 1981, momento de la llegada de los socialistas al poder. El SERMAC,49 con el impulso de Aimé Césaire, promovió desde los años setenta una acción tendente “a revelar y a valorizar en el seno del pueblo una cultura que se consideraba oprimida por el sistema colonial”.50 El festival anual de Fort-de-France es la prueba innegable de ello, por las temáticas que aborda: “A la lucha del pueblo martiniqueño contra la alienación” (octava edición); “Negritud” (décimo séptima edición); “El gran grito negro” (vigésimo octava edición). Frente al SERMAC y a la envergadura de su acción plenamente inscrita en el marco del Caribe, el Centro Martiniqueño de Acción Cultural (CMAC), fundado en 1974 en medio de la estela de iniciativas de André Malraux, encarna el polo estatal francés y da lugar a “una brecha que se experimenta entre una cultura ‘oficial’ y una contracultura”.51 Hoy en día, después de los efectos de la descentralización, el campo de la cultura depende de la competencia de los actores públicos locales y desdibuja las líneas de esa brecha inicial. La última manifestación del CMAC en junio del 2005 (una exposición de las obras de una artista plástica que evoca los mestizajes culturales) se desarrolló en asociación con la ciudad de Fort-de-France.
Puesto que la afirmación de la diferencia ya no pone en jaque las certezas del Estado francés, y dado que las colectividades locales dominan las políticas culturales, nada queda que se oponga a la intensa valorización de las huellas culturales asociadas a las identidades martinequeñas. Pero mucho más allá de los embrollados términos del conflicto estructural de la sociedad martiniqueña, este impulso patrimonial no está desprovisto de ambigüedades. Sigue inscribiéndose en un marco nacional históricamente exógeno y percibido como tal. Es por eso que la política patrimonial llevada a cabo hoy en día repite la intención de la muy actual búsqueda por “recuperar” el pasado para luchar, “urgentemente” contra la “cultura de la destrucción” y “la supresión de las huellas”.52 Se convierte también en el medio de una afirmación identitaria que se siente siempre amenazada por las prolongaciones de la situación colonial y la dependencia acrecentada del contexto metropolitano: una reivindicación guiada por el temor de una desposesión definitiva del patrimonio.53 En el discurso pronunciado en la inauguración definitiva del Museo Regional de Historia y Etnografía en Fort-de-France, en 1999, el Presidente del Consejo Regional, Alfred Marie-Jeanne, figura emblemática del movimiento independentista, afirmó con fuerza hasta qué punto el proyecto patrimonial debía ser “un servicio solemne prestado al pueblo al restituirle una parte de sí mismo a través de las obras del pasado”.54 ¿Qué hay de esa restitución, de esa destrabazón de la memoria? ¿Las herramientas clásicas de la puesta en patrimonio cumplen esta misión cuya intención es que “el hombre [sea] concientizado, reconciliado consigo mismo”?55

La patrimonialización en marcha. Un pasado que permanece sometido a una enunciación en el idioma del Otro

La “concientización” en cuestión transita necesariamente por el develamiento de un pasado que ha sido ocultado por las políticas de memoria oficiales. No puede sino ser una referencia obligada a la institución esclavista, que sigue siendo la matriz primigenia de la formación social martiniqueña. El análisis que sigue aborda exclusivamente los establecimientos que afirman o mantienen, incluso en lo que no dicen, una relación explícita con la esclavitud, ya sean museos recién creados —a menudo a partir de sitios antiguos, para reconstituir la historia del episodio esclavista—, ya sean sitios en los que la se desarrolló la experiencia de la servidumbre, principalmente las Habitations,56 y que pudieran transformarse, al calor de la postura patrimonial, en “lugares de memoria”.

¿Decir la esclavitud? El lenguaje museográfico reciente

Diez de los cuarentidós establecimientos de vocación museográfica antes mencionados pueden considerarse establecimientos públicos pertenencientes al Consejo Regional (Casa de la Caña en los Trois-Ilets; Ecomuseo de Martinica en Rivière-Pilote; Museo Regional de Historia y Etnografía en Fort-de-France), o al Consejo General (el sitio del Fond Saint-Jacques en Sainte-Marie; el Museo de la Pagerie en los Trois-Ilets; el Museo Departamental de Arqueología en Fort-de-France), o a un organismo público como el Parque Natural Regional (el sitio “Castillo Dubuc” en la península de la Caravelle) o a la Marina Nacional (el Fuerte Saint-Louis, que domina la bahía de Fort-de-France), o incluso a una municipalidad (Museo Vulcanológico de Saint-Pierre). Los otros treintidós establecimientos, de carácter privado, se reparten entre asociaciones (once), las más de las veces subvencionadas por las alcaldías, y Habitations (veintiuno) que constituyen, al final, el más nutrido efectivo de este conjunto calificado de “museos” por los organismos especializados.57 Esas son las propiedades llamadas a convertirse en “lugares de memoria”, que abordaremos más adelante, puesto que, en Martinica, “el patrimonio monumental, aparte de la arquitectura religiosa y militar, abarca esencialmente las Habitations”.58
De esta lista de cuarentidós establecimientos se podría considerar que veinticinco, por el tema que tratan o el lugar que encarnan, deberían dar cuenta explícitamente de la experiencia esclavista. Los otros diecisiete tienen que ver con el período precolombino (Museo Departamental de Arqueología), con el medio ambiente natural (jardines botánicos; parque de fauna), con la vulcanología, las tradiciones artesanales (la cerámica, la cofia criolla, la pesca). Por tanto, no entran en el marco de este estudio. Al considerar el mensaje general vehiculado por estos veinticinco “museos” (incluyendo en esta categoría las Habitations), resulta posible distinguir dos grandes grupos: la de los museos que visibilizan la esclavitud y la de los que la invisibilizan. En el primero sólo se ubican cinco museos; en el segundo, los veinte restantes, incluida la casi totalidad de las Habitations. En otras palabras, del conjunto de establecimientos museográficos martiniqueños censados como tales, y a pesar del frenesí patrimonial actual, sólo una pequeña proporción (11%) se interesa en la esclavitud, e incluso en ese caso, según modalidades bien particulares que examinaremos a continuación. Hay que aclarar, antes de seguir avanzando, que la brecha público/privado no sigue los contornos de esta dicotomía, aun cuando son cuatro establecimientos públicos y un museo asociativo los que componen la categoría “esclavitud visibilizada”. También los sitios o museos públicos proceden a borrar la realidad esclavista y utilizan un lenguaje similar al que se desarrolla en el seno de las Habitations privadas.
En este estadio de nuestra exposición tenemos que recurrir a la pertinente tipología elaborada por J. L. Eichstedt y S. Small59 a partir del estudio realizado entre ciento veintidós museos creados en el seno de antiguas plantaciones esclavistas en los estados del Sur de los Estados Unidos. Esa tipología, concebida para interpretar lo que los autores llaman las “estrategias retóricas white-centric”, es decir, centradas en el universo blanco o codificadas a partir de él, distingue cinco categorías: 1) la que procede a través de la supresión/eliminación de la esclavitud y la valorización del universo de la plantocracia; 2) la que trivializa la esclavitud y desvía su sentido, sobre todo mediante la ironía; 3) la que aborda la cuestión de un modo “segregado”, yuxtaponiendo, sin tratarlos verdaderamente en un mismo conjunto, la valorización del universo blanco y las informaciones relativas al mundo de los esclavos; 4) la que incorpora resueltamente la esclavitud en su dispositivo narrativo y desestabiliza la visión que glorifica al universo blanco, pero oscilando a veces, como por accidente, hacia las otras formas discursivas, por lo que la designan con el término de “incorporación relativa”; 5) la del “entre dos”, en la cual la estrategia de ir más allá del relato “maravilloso” de la edad de oro de las plantaciones no es asumida suficientemente para integrar la categoría que la precede.60 Los autores evaluaron que la mayoría de los sitios museográficos estudiados pertenecían a las dos primeras categorías (el 53% y el 29% respectivamente). Solo el 3% de los “museos-plantaciones” del Sur de los Estados Unidos integraban la cuarta categoría, esto es, la que se hace cargo del pasado esclavista.61 Este enfoque centrado en las plantaciones “blancas” fue completado por el estudio de veinte sitios más que los autores califican como “black-centric” y que desarrollan una “contranarración” frente a los discursos dominantes, al organizarse en torno a la valorización “de las luchas y resistencias contra la brutalidad, de la resistencia frente a la injusticia y de la dignidad frente a la inhumanidad”.62
¿Sería posible trasladar una tipología como esta a Martinica, cuya historia, según hemos visto, termina por fundirse con el destino republicano, que sostiene la visión de un mundo social en el que se tiene por ausente la categoría racial? ¿Acaso las diferencias entre los Estados Unidos y las Antillas francesas —de un lado, una franca bipolaridad racial de la cual las categorías raciales del censo brindan el testimonio más acabado63 y, del otro, un principio de fusión igualitario “sin distinción de origen, de raza o de religión” según los términos de la Constitución francesa— autorizan la transposición de esta tipología, que sirve para demostrar el modo en que “la industria patrimonial” del Sur de los Estados Unidos produce “un régimen de representaciones racializadas”.64 Si bien las diferencias fundamentales no pueden ignorarse,65 tampoco se puede dejar pasar en silencio la gran contradicción que atraviesa la sociedad martiniqueña: la imposición del dispositivo republicano a una situación social estructuralmente portadora de onerosas herencias definitivamente signadas por una brecha racial. La presencia del grupo béké martiniqueño, integrado por descendientes directos de los amos y colonos, sigue remitiendo a un principio de jerarquización según la raza, arcaísmo clavado en el mismo corazón del apéndice republicano francés en las Antillas. Este grupo, que sigue basando sus estrategias de reproducción social en el estricto respeto a la conservación del atributo racial, todavía ocupa el puesto de una élite dominante, al frente de los principales dispositivos de la economía martiniqueña, lo que confirma la sorprendente longevidad de su poder.66
Es esa herencia, continuamente reactualizada, la que permite la transposición, al menos parcial, a Martinica, de la tipología válida para un contexto que, no obstante, resulta tan diferente como los Estados Unidos. Permite reconocer sin ambigüedades la primera estrategia retórica —la de la supresión— puesta en vigor en el seno de las habitations, ellas mismas propiedad de los békés. Es ahí donde el lugar de memoria, tal como veremos, sólo puede ser el lugar de una memoria colonial.
En cuanto a los cinco museos identificados como visibilizadores del pasado esclavista, podría esperarse, lógicamente, que formaran una especie de equivalente a “la contranarración” negra norteamericana, opuesta al polo de consonancia colonial. Sin embargo, esto no ocurre, dado que el mensaje que ofrecen se halla apresado en las mallas de un lenguaje museográfico que forma una especie de obstáculo a un abordaje definitivamente orientado hacia la divulgación de las realidades sensibles de la esclavitud. A esta característica se agregan los que podrían darse en llamar “lapsos,” brechas involuntarias del lenguaje, o incluso “actos fallidos” que hacen que no se alcance el objetivo de la enunciación. Podría ocurrir que se viese en ello el “retroceso” del que habla Carlo Célius67 a propósito de la presencia de la esclavitud en la institución del museo, presencia que jamás parece alcanzar una “existencia suficientemente significativa”. Los cinco museos en cuestión son los cuatro establecimientos públicos siguientes: la Casa de la Caña, el Fond Saint-Jacques, El Ecomuseo de Martinica, y el Museo regional de Historia y Etnografía. Un pequeño museo asociativo, de muy modestas proporciones en comparación con los otros cuatro, pareció igualmente poder integrarse a esta categoría: el Museo de Artes y Tradiciones Populares en la Comuna del Saint-Esprit.
El museo más orientado hacia una reconstrucción de la experiencia esclavista es, sin duda, la Casa de la Caña. Instalado en los edificios restaurados de una antigua destilería, es resultado del trabajo de una asociación de maestros de Historia y Geografía del prestigioso Liceo Schoelcher, que comenzaron su obra en 1981. Los miembros de la asociación tenían en aquel entonces los objetivos de “poner fin a la dilapidación del patrimonio azucarero” y “enriquecer de manera sensible el tejido cultural local” por la vía de “tender un sólido puente hacia el pasado, un pasado en el que la caña, con todas sus implicaciones, ocupa, según todas las evidencias, un papel preponderante”.68 El museo abrió sus puertas en 1987. Su adquisición oficial por parte del Consejo Regional en 1992 coronó con el éxito esta empresa cuya vocación primigenia es pedagógica, pero que no ignora, sin embargo, que habría de hacer también una contribución a la economía local “al crear un nuevo polo de atracción turística”.69 Articulada en torno a la trilogía “una tierra, una planta, un pueblo”, la valorización de los materiales museográficos se organiza siguiendo a la vez un eje cronológico clásico (que va desde el descubrimiento de la isla hasta fines del reinado de los centrales) y un eje temático que comprende los dos principales productos de la transformación de la caña: el azúcar y el ron. Puesto que está intrínsecamente vinculada al cultivo de la caña en el Nuevo Mundo, la esclavitud no puede, evidentemente, escapar a un dispositivo destinado a restituir el patrimonio agrícola e industrial al que dio nacimiento. Es por ello que la esclavitud se integra naturalmente a la cronología que le pertenece, desde mediados del siglo XVII hasta la abolición en 1848. No se omite nada, o casi nada, de la descripción del sistema esclavista, tanto en la exposición misma como en los documentos que el museo facilita:70 la trata, la venta, los precios y el marcaje de los esclavos, el Código Negro, la emancipación, el cimarronaje, la jerarquía de los esclavos en las habitations, la atribución de nombre…
El recorrido es riguroso, preciso, bien informado, con objetos y textos de gran calidad. Pero aunque la esclavitud está allí, sin ambigüedad alguna, no es, sin embargo, central, ni se la presenta como el basamento de esas sociedades. Más bien se asocia a una categoría de la historia —un período— que tiene un estatuto idéntico al que le sucede (“el tiempo de los centrales”). No hay nada aquí que permita acceder a la dimensión fenomenológica de la experiencia humana de deshumanización. Siendo el único museo de Martinica que trata de un modo tan directo la esclavitud, la Casa de la Caña se encierra en el frío lenguaje de la descripción histórica normada, manteniendo “su objeto” a distancia según el modelo de adhesión a la postura científica. De ahí un lenguaje que se quiere neutro y que, por ello mismo, llega a presentar la esclavitud según dos puntos de vista: el de la justificación y el de la condena, sin arriesgarse a aportar un peso mayor a una posición que a la otra.71 He ahí uno de los “lapsos” a los que nos referíamos anteriormente, cuando el inconsciente toma el mando para traducir una relación no aclarada con este “período”. Se desea que no hubiera existido a no ser en forma de un episodio limitado a sí mismo, y que se explicara sencillamente haciendo referencia al sacrosanto contexto de la época, para dar cuenta, según la sabia retórica de la historia, de unos actores de poder no condenables, normalizados en sus tomas de posición, puesto que eran las “del momento”.
Incluso en tiempos muy recientes, este tipo de enfoque “neutralizante” —que desecha la oportunidad de abordar la humanidad de los esclavos y de sus descendientes, al mismo tiempo que las condiciones y motivaciones que volvieron capaces a los hombres de practicar la violencia esclavista— se ha expresado en ocasión de un coloquio académico para conmemorar el bicentenario de la independencia de Haití.72 De forma muy sorprendente, ese coloquio fue un cuasi homenaje a Moreau de Saint-Méry, al menos en la presentación que precedió al evento, y a pesar del título que subraya las “ambigüedades” del personaje. Este notable martiniqueño blanco criollo es muy conocido por su obra escrita sobre Saint-Domingue,73 donde laboró como jurista a partir de 1771. Aunque fue revolucionario activo en el curso del año 1789 en París, fue uno de los más ardientes defensores de los intereses coloniales en el seno del Club Massiac, y sobre todo uno de los “teóricos de la esclavitud y de la separación de las razas en las colonias” para el cual “la rigidez de las barreras erigidas entre las razas era […] la garantía del mantenimiento del orden social”.74 ¿Fue verdaderamente juicioso elegir a semejante personaje para conmemorar la independencia haitiana? Podría ser… pero a condición de que no se obre a través de la “neutralización” del sentido que podría revelársenos. Porque hablar —en la circular de presentación— de un “hombre cultivado y forjado en el espíritu de las Luces”, del “carácter excepcional de su obra”, de una “obra que se puede calificar de científica” y que “pretende ser objetiva” (!), ya equivale a anunciar la falta de comprensión de los mecanismos de la dominación esclavista.75 La Casa de la Caña, como los otros cuatro museos, opera mediante la inmersión en “otra cosa”, en este caso el patrimonio técnico, que acaba por suplantar el mensaje relativo a la institución esclavista. La monumentalidad de las piezas presentadas —arado, molino movido por animales, caldera, generador tubular, columnas de destilación, ruedas de los molinos de trituración, balanza de armazón…— llega a invadir el espacio de enunciación museográfico y a convertir el museo en un lugar consagrado más a la industria de la caña que a la institución social que rigió su invención y su uso.
Iguales comentarios podrían hacerse sobre los otros museos. En ellos se esboza un idéntico deslizamiento hacia otro terreno que no es el fundante, el sistema esclavista. Tanto en el Ecomuseo de Rivière-Pilote como en el Museo Regional de Historia y Etnografía de Fort-de-France se halla, no obstante, una preocupación similar por decir la esclavitud con un gran rigor historiográfico, sobre todo a través de los catálogos de la exposición y los paneles explicativos que guían el itinerario de visita.76 El principio sigue siendo el del panorama cronológico y temático en el que la esclavitud se convierte en una categoría que ocupa un espacio-tiempo determinado, precedido y sucedido por otros momentos. El Museo de Etnografía organiza regularmente exposiciones sobre el tema de la esclavitud. A la de 1988 se la presentó como “la primera sobre un tema eminentemente doloroso” respecto al cual se tomó la decisión de “tratarlo de forma rigurosa y científica”.77 La de 1998, en ocasión de conmemorarse el sesquicentenario de la abolición de la esclavitud, se trazó idéntico objetivo: “difundir el conocimiento sobre una época fundamental para la comprensión de nuestra sociedad”.78 Completadas por las publicaciones regulares de la Oficina del Patrimonio,79 estas operaciones “no mienten”, y sería injusto, incluso deshonesto, no reconocer todo el esfuerzo dedicado a colmar la “nada” prexistente. Se corresponden perfectamente con la voluntad de develar la realidad histórica de la esclavitud mediante la compilación archivística y la constitución de colecciones. Desde ese punto de vista, el objetivo “científico” se alcanzó, y en estos documentos se hallará con qué alimentar un conocimiento histórico del evento esclavista. Pero ¿qué hay de la comprensión de las vidas humanas, del espesor de las experiencias de los seres enfrentados al encierro esclavista? Desde esta perspectiva, la sensibilidad se le escapa al dispositivo inspirado en el solo recurso del archivo cronologizante.
Sin embargo, no es la voluntad de alcanzar ese develamiento la que está ausente. Pero no es posible obviar que los dispositivos museográficos permanentes redoblan esa omisión respecto a la reconstrucción de la vida de los esclavos y de sus descendientes. Es ahí donde opera el deslizamiento. En Rivière-Pilote, el Ecomuseo que abrió sus puertas en 1993, instalado en una antigua destilería cuya restauración estuvo acompañada por el hallazgo de un sitio arqueológico amerindio, terminó por verse sumergido en el período precolombino: solamente hay una vitrina, en todo el conjunto, dedicada a la trata y la esclavitud, con la presentación simbólica de hierros empleados con los esclavos forjados en una de las más prestigiosas destilerías de la comuna, que sigue en actividad, “La Mauny”. El resto abarca no sólo a las civilizaciones desaparecidas, sino también diversos temas que van desde la botánica hasta la reconstrucción de un bohío campesino y el interior de una casa de la clase pudiente de color. En el Museo de Etnografía de Fort-de-France, que ocupa una vivienda colonial del Segundo Imperio, la polarización que ocasiona la evitación ya no se orienta hacia el trasfondo amerindio, sino en dirección a la valorización del modo de vida de la burguesía mulata. Allí, a pesar de los documentos sobre la esclavitud que resultan más bien fastidiosos de leer, el espacio ha sido literalmente invadido por la presentación de escenas de tamaño natural que muestran el mobiliario de un salón, de un comedor, de un dormitorio y de una sala de baño de fines del siglo XIX, en las cuales los maniquíes instalados indican que nos encontramos en el lujoso ambiente doméstico de la burguesía de color rodeada por sirvientes de un fenotipo más oscuro, salvo en el dormitorio, ¡donde una mujer blanca es la institutriz de un niño negro! ¿Lapso o acto voluntario? En cualquier caso, la duda asalta al visitante conocedor por no ver en esta reconstrucción del anacronismo evidente que traduce esta inversión de la relación de poder ancestral —¿qué familia negra tuvo domésticas blancas en Martinica?— la proyección en un pasado en el cual el referente mulato se convierte en vector de una afirmación identitaria ennoblecedora.
Muy diferente resulta el pequeño Museo de las Artes y Tradiciones Populares del Saint-Esprit, por lo reducidos que parecen sus medios para valorizar el modo de vida popular. No obstante, de ese lugar se desprende un ambiente más bien verosímil que tiene que ver con la disposición de los objetos, cuya lógica rompe con la del riguroso ordenamiento de los demás museos. Aquí los artefactos aparecen sin orden ni concierto, siguiendo una organización temática mínima (mobiliario criollo; vida popular; historia de la comuna). El conjunto forma un todo vivo, por la forma en que bulle y por su encabalgamiento de muebles y objetos de uso cotidiano: cesto de basura, trampa de cangrejos, damajuana, máquina de coser, mesa de servicio, palo de mulo, bandeja, zapatos, juguetes de niños, pesa, cafeteras, calderos, recetas de cocina… Hay una reconstrucción de un “comercio de la administración”,80 también portador de esta lógica reacia al orden. Una parte de un aula se ofrece igualmente a la vista del visitante. Pocos textos —los referidos a la esclavitud son más bien alusivos—, algunas fotos, y el museo consigue dar cuenta del aspecto de exhuberancia del mundo social de los “pequeños”. Aunque también opera un deslizamiento –por su focalización en el período postabolicionista— no por ello deja de reconstruir la poesía desordenada que impera en las zonas rurales entre los campesinos martiniqueños, universo por excelencia de los esclavos liberados y de sus descendientes.
El Fonds Saint-Jacques ocupa un sitio aparte. Más monumento que museo, es el lugar cimero de la arquitectura de los antiguos trapiches, las primeras fábricas de azúcar, y se asocia a una figura histórica, la del Reverendo Padre Labat, que vivió en Martinica de 1694 a 1705. La existencia del sitio se remonta a los orígenes de la colonización. Ello equivale a decir que concentra la historia del devenir de la sociedad insular. Cedido a los padres dominicos por la viuda del gobernador Duparquet en 1659, se convirtió definitivamente en “patrimonio nacional” en 1803, que luego fue alquilado a sucesivos propietarios. La propiedad, de alrededor de 230 hectáreas, fue parcelada en 1934. La parcela en la que se ubican las construcciones siguió siendo propiedad colonial, hasta ser transferida al Departamento en 1948. Este lo utilizó alternativamente en un Servicio de Aguas y Bosques, un centro de investigación a disposición de un equipo de investigadores quebequenses dirigido por Jean Benoist —inicios de la investigación antropológica en Martinica— y luego, a partir de 1987, un centro cultural cuya vocación es “la gestión, la animación y la promoción del dominio histórico”. De hecho, el sitio acoge prestigiosas manifestaciones (coloquios, encuentros literarios, exposiciones, conciertos) y es, sobre todo, un testimonio inevitable del patrimonio de las habitations azucareras. En el curso de la investigación de terreno, en el año 2002, el antiguo monasterio albergó una exposición que mostraba a la vez la historia del sitio y la cronología general del contexto martiniqueño. Nada se le puede reprochar a esa rendición de cuentas que transcurre honestamente, etapa por etapa, por “los inicios de la habitation azucarera”; “la vida de los esclavos en las plantaciones”; “las condiciones de la libertad”… Pero de nuevo aparece “el otro elemento” que sumerge la retórica de la exposición del pasado esclavista. En el Fond Saint-Jacques es el casi culto que se rinde al Padre Labat lo que obstruye el mensaje. Este religioso, que en la habitation puesta bajo su responsabilidad poseía 389 esclavos en el momento de su partida81 —y no “noventa obreros”, como señalan los folletos del sitio—82 es el autor de un célebre relato de viaje83 del cual se dijo en su momento que las descripciones en él contenidas “provocaron indignación en Europa”.84
¿No sería más que en Martinica donde no se habría tomado conciencia de la perversidad y la crueldad del personaje, y nadie lo habría hecho, con Michel Le Bris, responsable de la redición de 1993, que versa sobre “el extremo sabor” del libro del “buen padre”, ese “sagrado buen hombre”.85 Basta con remitirse al testimonio del “buen padre” que aparece en la página 11386 para calcular la humillación que infligía a los esclavos, que llegaba a la destrucción violenta ante sus ojos de “bagatelas” como un “ovillo de hilo” que les servía de referencia en ese universo caótico,87 y a recomendar incluso castigar o vender a esclavos por acciones consistentes en guardarse objetos muy modestos, a menudo de carácter religioso. Labat, por demás, pensaba que los esclavos, por contraposición al alma de los blancos “que constituye la fuerza del país”, eran “una multitud […] útil para el trabajo, pero muy inútil para la defensa del país; le resulta incluso perniciosa”.88 En el Fond Saint-Jacques, es a un personaje tal al que hoy se presenta como “un hombre excepcional” cuyo sitio, que permanece “definitivamente ligado a la memoria del célebre eclesiástico” brinda “el privilegio de seguir sus pasos”…89 No sorprende, en esas condiciones, que el cementerio de los esclavos, señalado en los plegables, sea imposible de hallar cuando el visitante se encuentra en el sitio, pues la vista es desviada de los caminos que podrían conducirnos a semejantes lugares.
Si se deseara comparar con lo comparable, es decir, con los museos que T. M. Duffy clasifica en la categoría de los “museos del sufrimiento humano y de la lucha por los derechos humanos” incluyendo los “museos de la esclavitud y de la trata”,90 podría hacerse referencia al Museo Judío de Berlín. Allí, el visitante puede deambular por los recorridos museográficos clásicos o verse confrontado por la emoción inevitable que provocan las disposiciones arquitectónicas, como el túnel de concreto, apenas iluminado, donde los pasos que resuenan hasta el infinito hollan cientos de rostros incrustados en el acero.91 ¿Por qué no se sabe dar cuenta de la esclavitud de manera emocional, de una forma que no sea la que sigue el formato del método historiográfico europeo, que la priva de su profundo significado humano?
En ese sentido, los discursos martiniqueños de nuevo tipo, construidos en el curso de los últimos quince años, recuerdan la categoría de “una incorporación relativa de la esclavitud” e incluso, las más de las veces, la del “el entre dos”, tal como las hemos examinado siguiendo a Eichstedt y Small. Teniendo en cuenta a los actores encargados de estas acciones museográficas, no es la ruptura con la edad de oro de las plantaciones lo que resulta difícil de asumir (aunque el “culto a Labat” pueda insinuarlo), sino la proyección a un universo “anterior a” o “fuera de” la esclavitud: la era precolombina, la técnica industrial, el grupo de los libres de color, el período postabolicionista… Uno podría, no obstante, preguntarse si el lenguaje museográfico no constituye en sí mismo la mayor ventaja para el encubrimiento del pasado esclavista, al inducir de manera inevitable esos desvíos que acabamos de mencionar. Rastreando la genealogía de los museos, Paula Findlen92 mostró muy bien cómo estos tenían que ver con “estrategias enciclopédicas”, amplificadas en el momento del nacimiento de la modernidad, cuando el descubrimiento del Nuevo Mundo requirió medios de lucha contra la crisis del saber a la que dio origen. Las afirmaciones de Donald Preziosi93 van en el mismo sentido: el museo es “una de las instituciones más centrales y fundamentales de la invención de la modernidad”. Son el lugar donde se ordena y clasifica espacio-temporalmente; un poderoso instrumento de visualización que hace tangibles, a través de las huellas materiales, las categorías de visión y división del mundo moderno: “sociedades, etnias, razas, clases, sexos, individuos, historia, progreso, morales y la naturaleza misma”.94 “Teatro enciclopédico de la memoria”, “sistematización de la racionalidad y del orden”, forzosamente “cronológico”, el museo es “una verdadera casa de espejos de la visión, que es a la vez y por consiguiente un sitio de enceguecimiento y de mascarada donde lo que se hace visible es también invisible”.
Lo que el museo martiniqueño invisibiliza es una cultura que, justamente, no se puede traducir mediante un lenguaje que responda tanto a una retórica de la modernidad. ¿No habla Paul Gilroy del conjunto cultural negro del Nuevo Mundo como de una “contracultura de la modernidad”? Para el autor no se trata de sugerir un discurso antimoderno, sino más bien una cultura capaz de desafiar las separaciones ilusiorias de la modernidad. La esclavitud —al remplazar el horror y el terror que está en el centro mismo de la ideología del progreso— predispuso a los hombres y las mujeres que la sufrieron a poseer “la capacidad de hacer explotar las pretensiones de la Modernidad”.95 Una explosión que se traduce en el surgimiento de una cultura “polifónica”, extraña al encierro en las categorías éticas, políticas y territoriales de la modernidad. Édouard Glissant ya había apuntado la imposibilidad de que las culturas antillanas fueran reducidas siguiendo el modelo de la historia de Francia, lo cual él designó con la frase de “señuelo cronológico”. Estas culturas —a las que veía edificadas en la relativización, en una “conjunción que se aleja de la uniformidad”, afirmación que no dejó de reforzar desde entonces— tienen, en efecto, pocas oportunidades de hacerse accesibles mediante el gesto museográfico. Es esto lo que autoriza, al final de esta exploración de los museos de la “visibilización”, a hablar de hiato para designar el difícil encuentro del museo y la memoria colectiva de la esclavitud en Martinica. Dicho de otro modo, la memoria viva que porta las huellas de la experiencia fundadora tiene pocas posibilidades de transitar por las vías del museo. Podría tratarse entonces, quizás, menos de “retrocesos” que de una incapacidad comunicacional intrínseca al museo y que por ello mismo favorece estos retrocesos y esas transfiguraciones inconscientes.

¿Borrar la esclavitud?
Los lugares de la memoria colonial

Si dejamos a un lado la destilería-fábrica del Gallion mencionada por la ARDTM en su lista de los cuarentidós “museos”, que es el último bastión en activo —ampliamente subvencionado por fondos del estado— de la industria azucarera martiniqueña, solamente dos establecimientos públicos entran en la categoría de la “supresión de la esclavitud”: el Museo de la Pagerie y el sitio del Castillo Dubuc.
El primero está instalado en la casa natal de la emperatriz Josefina, una antigua habitation azucarera propiedad de la familia Tascher de la Pagerie. La hacienda, perteneciente entonces a unos békés, fue adquirida en 1944 por un apasionado de la historia local, el veterinario Rose-Rosette, quien también fue alcalde de la comuna. Presentado como “descendiente de esclavo”96 y personaje que sentía “adoración por la ‘bella criolla’”97 el aficionado a la museografía fundó en 1954 uno de los más antiguos museos martiniqueños, y el más visitado hasta tiempos recientes, aunque la afluencia de público no cesa de reducirse. Aunque según el testimonio legado por su fundador98 debía presentar los dos rostros constituyentes del lugar, el universo de los esclavos y el de los amos, el museo, que es propiedad del Consejo General desde 1985, permanece bajo la influencia de la valorización de la trayectoria de Josefina. Algunos cuadros relativos a la crueldad de la esclavitud en el salón de recepción y los hierros usados con los esclavos expuestos en la única sala donde se exhiben, ufanos, los efectos personales de la emperatriz, no bastan para imponerle el tono general a la exposición. Porque estamos en los mismos lugares donde el vínculo con los poderes de decisión concernientes al destino de los esclavos no puede ser más evidente. Aquí no hay nada que interprete claramente la decisión del esposo de Josefina en cuanto al restablecimiento de la esclavitud. Las informaciones contradictorias que se brindan sobre Bonaparte tenderían incluso a disculparlo: “Bonaparte llega al poder sin tener ninguna idea formada sobre la esclavitud”; “según todos los indicios, sus simpatías se inclinan hacia un régimen de trabajo obligatorio”; su “proyecto, de hecho, tiene como objetivo frenar […] el restablecimiento general de la esclavitud”; “de ese modo, habría abierto la vía a una abolición definitiva y gradual”. Pero un “grupo de reaccionarios, el ‘Partido Criollo,’ constituido por el círculo inmediato de Josefina” lo obligan “a seguir una política muy diferente”. Y aunque “generalmente se juzga como reaccionaria la política de Napoleón en materia de esclavitud”, lo es a los ojos “de contemporáneos poco inclinados a ubicarse en el espíritu de aquella época”. En cuanto a Josefina, “no hay nada que autorice la afirmación popular perentoria”, surgida de una “reducción simplista de la historia”, que la convierte en “la única responsable del restablecimiento de la esclavitud”.99 En resumen, frente a esta confusión textual, no le queda al visitante más remedio que satisfacerse con la estética de los objetos y del mobiliario que se ofrecen a su vista y sumergirse en el ambiente de las grandezas criollas. No asombra, entonces, que el museo sea regularmente objeto “de atentados anónimos”.100
El Castillo Dubuc resulta todavía más triste en su enunciación de lo no dicho. Este monumento (único sitio abandonado a su suerte que terminó por hacer simbiosis con la naturaleza que lo rodea y por ceder al avance de las “malditas higueras”, único sitio que brinda testimonio, por sus vestigios y sus ruinas apenas conservados, de una antigua presencia surgida en el presente, único sitio donde los calabozos para encerrar a los esclavos son aún visibles) tendría quizás la posibilidad de no verse estorbado por el gesto patrimonial si una exposición no viniera a distraer la mirada que se dirige a él. “Exposición” es, por demás, una palabra demasiado ampulosa para designar lo que no constituye más que un conjunto de tres murales informativos —“Hábitos y costumbres del siglo XVIII”, “La Habitation Dubuc”, “El método de fabricación del azúcar”—, algunos grabados relativos a la fauna y la flora y tres pequeñas vitrinas llenas de objetos sin nota explicativa: fragmentos de pipas, útiles herrumbrosos, pedazos de vajilla o de cerámicas descascaradas… Se dice todo de lo no dicho a partir de que se comprueba la ausencia de la palabra “esclavo” en el texto que se refiere a los “Hábitos y costumbres del siglo XVIII”. Allí se habla subrepticiamente de los “negros”, y bajo la rúbrica “tiempo libre” se evoca a “los habitantes más ricos” y a los “demás”. Cuando aparece la palabra “esclavo” (dos veces en el conjunto) es para dar cuenta del testimonio del gobernador Fénelon que escribió en 1763, a raíz de su visita a la Habitation Dubuc, que “sus negros, es decir, sus esclavos, [están] bien alimentados y son muy alegres”. Así se barre la densidad del lugar. Como única posibilidad de recuperarla, queda la palabra de la guía, una joven empleada temporalmente en el momento de la visita del 2002. Su discurso a la vez efímero y atemporal, pero sobre todo aleatorio en función de los términos de la contratación, hace circular cierto sentido proveniente de una vivencia no aprendida en las escuelas de formación para el turismo y que le otorga al sitio la experiencia que el visitante ya no esperaba.
Los otros diecisiete establecimientos que entran en esta categoría de la “supresión” están constituidos, todos ellos, por Habitations privadas, dominio por excelencia del grupo béké, y más raramente de la burguesía de color. La mayoría (doce) son destilerías que han permitido el acceso por medio de visitas dirigidas o “autodirigidas”, seguidas de degustación, estrategia comercial probada para atraer a la clientela turística y dar salida a algunos productos de la industria del ron. De estos sitios —La Mauny, Trois-Rivières; Depaz, Dillon…— no hay que esperar, en términos de gestión, que se devele otra cosa que no sea la técnica de fabricación del ron, a no ser, a veces, la puesta en escena —más elaborada que en otros sitios— que da cuenta de la estructura espacial de las Habitations. Entonces se entrevé, como en la plantación Depaz, al pie del Monte Pélée, la disposición característica de estas antiguas propiedades con el esplendor de la casa del amo, que encarna la elegancia criolla. Se puede deambular por los jardines de una frondosidad controlada, con sus caminos de cocoteros bien alineados y sus buganvilias, cuyo vivo color interrumpe el verde de céspedes impecables.
Dos destilerías se apartan de este conjunto por la amplitud de su proyecto patrimonial. La de las plantaciones Saint-James en Sainte-Marie se dotó de un museo que tiene la primacía en cuanto a la recepción de visitantes a los sitios museográficos: noventa mil al año (contra treinticinco en la Casa de la Caña).101 Hay que decir que la degustación del ron es gratuita. El museo, presentado como “un lugar de vida muy auténtica” y “muy festivo”,102 y que está instalado en la antigua casa del amo, así como la destilería, pertenecen al Grupo Cointreau. La estrategia “museo comercial”, orientada hacia la folclorización, está llamada a intensificarse con el anuncio del proyecto aún no consumado “de una verdadera aldea artesanal tradicional” que se integrará en una “zona dedicada a la cultura y la civilización del ron”.103 No obstante, el folclor ya está allí, presente en detalles como el cartelito sobre “las majaderías del país” (“Doudou qui temps?”)104 o en el mural informativo sobre “el ron en el universo de las creencias y supersticiones en Martinica”. El sitio acoge igualmente manifestaciones culturales y organiza anualmente “la fiesta del ron”. La vigésimo segunda edición, celebrada en el 2003, incluía, junto a otros quioscos dedicados a la artesanía local, “una aldea burkinabesa”.105 Sin embargo, la genealogía de la destilería que se expone en el museo no tiene intención de compartir su éxito e inscribirlo en otro sitio que no sea su filiación directa con la descendencia béké y colonial, filiación capaz de remontarse hasta 1685. El conjunto de los objetos desplegados brinda la armazón de un discurso de grandeza dedicado al éxito de una marca y a la audacia de los iniciadores de semejante empresa. Una película casi publicitaria, que se exhibe constantemente, lo confirma, al igual que un lema que la resume: “¡El ron también tiene su gran nombre!” La supresión procede aquí a la vez mediante la forma en que el sitio se remite exclusivamente a los békés y a través de la visión encantadora y exótica que Myriam Cottias106 lamentaba a propósito de la etnología criolla vinculada a la acción patrimonial. Pero la trilogía, a la que podría llamarse “Ron, acras, madrás”107 de la antigua casa colonial que quiere ser museo, no tiene como ambición la búsqueda de una verdad histórica. La que este mundo social se fabrica íntimamente y que se vislumbra a través de la reconstrucción de su genealogía es la otra cara de una decoración comercial destinada a seducir al público de un turismo de masas.
La Habitation Clément, en el François, que tiene menos que ver con el folclor casi popular, exhibe de manera bastante más ostentosa “su” verdad histórica, puesta, sin ambigüedades, al servicio de la industria turística. Propiedad de los más poderosos békés de Martinica, el Grupo Hayot, esta habitation-destilería, cuyo ron se fabrica hoy en un sitio vecino, está inscrita en el inventario de monumentos y sitios históricos (como la mayoría de los museos que hemos examinado: Castillo Dubuc,

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