En el Día de la Reforma, ¿Celebrar qué?

Raúl Suárez Ramos

Al conmemorarse el 483 aniversario de la reforma iniciada por Martín Lutero, el Consejo de Iglesias nos ha convocado para la celebración de tan significativa fecha para nosotros los protestantes. También es una buena oportunidad para preguntarnos, ¿celebrar qué?

Han pasado muchas generaciones, tanto de católicos como de protestantes. Aun cuando somos parte de la historia de la Iglesia y estamos comprometidos con ella, somos otra generación, vivimos en un contexto histórico completamente distinto. No podemos seguir repitiendo el viejo refrán de los contemporáneos del profeta Ezequiel: “Los padres comieron las uvas agrias, y los dientes de los hijos tienen la dentera” (Ezequiel 18,2).

Tenemos razones suficientes para celebrar un día como hoy, 31 de octubre, y recordar a las nuevas generaciones el inicio de nuestro peregrinaje histórico. Por otra parte, gracias a Dios, a la investigación histórica y al aire fresco de los nuevos tiempos, ya no vivimos en el espíritu de “Reforma y Contrarreforma”. El pasado ha sido reconsiderado:

1. La tesis tradicional, sostenida en el pasado por católicos y protestantes, que intensificaba la separación, prácticamente ha sido superada. Cada vez crece más el criterio de que no hay por qué buscar la causa esencial de la Reforma en la corrupción y el nepotismo de algunos papas, ni tampoco seguir repitiendo que Martín Lutero fue un corrompido o un neurótico. Más bien existe el consenso entre historiadores católicos y protestantes sobre el influjo determinante de varios elementos objetivos que se conjugaron indivisiblemente con la subjetividad del momento y prepararon el escenario donde apareció Lutero con sus noventicinco tesis. Hay que recordar, antes que nada, las causas psicorreligiosas que se fueron acumulando en la vida de aquellos que profesaban la fe cristiana; no hay que infravalorar las causas políticas que engendraba la nueva época; mucho menos, las económicas que anunciaban el amanecer del capitalismo y el surgimiento de la nueva clase protagónica, la burguesía; las causas sociales, con su perenne lucha por la sobrevivencia de la vida; la relación entre el renacimiento humanista y la reforma continental; y finalmente —y no por eso menos importante— el influjo de la persona y el temperamento de Martín Lutero, cada vez más reconocido.

2. También ha sido superada la tesis de algunos marxistas que señalaban que Lutero no fue un auténtico teólogo, ni siquiera un hombre dotado de sentimientos religiosos profundos, sino un agitador popular, el hijo de un labriego que compartía las aspiraciones de su gente oprimida por la burguesía latifundista y que supo guiarlos eficazmente a la revolución. En este sentido, la Reforma protestante no sería más que el disfraz religioso de una crisis económico-social común a la Europa de la primera mitad del siglo XVI. Aun cuando reconocemos el peso fuerte que tienen los factores económicos en las transformaciones radicales del acontecer histórico, aceptar esta tesis sería seguir arrastrando la negación de otros factores que intervienen con fuerza en los cambios de la sociedad.

El fuego encendido con aquella chispa fue como un grito de libertad, no sólo del ansia de una renovada reconciliación con Dios, sino también para quienes eran víctimas de la opresión y la intolerancia. La Reforma, unida a otros fenómenos, fue un signo de una nueva era. Así lo entendieron los oprimidos campesinos del sur de Alemania, que se atrevieron a poner por escrito sus Doce Artículos, adelantándose en muchos años a otros pronunciamientos históricos en las luchas sociales. También fue acogida por los humanistas con verdadero regocijo. Como bien dijo uno de ellos: “¡Qué época! ¡Qué tiempos! ¡Qué alegría de vivir!”. Sin embargo, gran parte de ambos sectores posteriormente se distanció de Lutero, porque para sobrevivir este llegó a ciertos compromisos que campesinos y humanistas jamás entendieron.

Por otra parte, es interesante la observación que hace el historiador bautista Kenneth Scott Latourette: Hay en el Evangelio cristiano aquello que conmueve
las conciencias de los hombres (y las mujeres) haciéndoles sentirse descontentos (inconformes) con todo aquello que no esté en plena conformidad con las normas éticas expuestas en las enseñanzas de Jesús, y que despierta la esperanza y aviva la fe en que, por imposible que parezca el que puedan ser realizadas, se pueden hacer progresos hacia la meta deseada, y que deben ser procuradas en las comunidades de aquellos que se han consagrado plenamente al ideal cristiano.3

En ese sentido, desde el mismo inicio del influjo constantiniano sobre la Iglesia, tanto en el oriente bizantino como en el occidente latino, a lo largo de la historia de los siglos que desembocan en el XVI, hubo muchas conciencias conmovidas, inconformes por la distancia entre el ideal cristiano y la realidad humana de los seguidores de Jesús. Buscaron despertar la esperanza y la fe en que era posible volver, más allá de Constantino, a las mismas fuentes de las comunidades de fe del siglo primero. La historia de la Iglesia durante el Medioevo está llena de esas voces proféticas. En esta dirección, el énfasis de algunos historiadores protestantes y seculares en generalizar todo el movimiento renovador al interior del catolicismo, y colocarlo como una simple y natural contrarreforma, no se corresponde con el reclamo de diversos y variados movimientos que, en diferentes situaciones, promovieron una nueva comprensión y una vivencia ética de la fe. Más bien, compartimos el criterio de Latourette cuando afirma:

La Reforma protestante y la católica fueron dos fases de un mismo movimiento. Ambas resultaron del esfuerzo de purificar la Iglesia y de traerla a una mayor aproximación al ideal cristiano… aunque diferían en cuanto a la forma en que había de realizarse. La reforma católica insistía en que fuese consumada dentro de los métodos existentes de la Iglesia Católica Romana. Se esforzaba por lograr una completa y básica transformación moral del clero y de los laicos. Trataba de inspirar en todos los cristianos un aprecio más inteligente de las enseñanzas cristianas esenciales, de fortalecer la vida de oración, de promover el servicio altruista y de llevar el Evangelio a todos los hombres. Sin embargo, al hacer esto, quería evitar todo cambio de doctrina y solamente hacer más patente lo que los católicos creían que la Iglesia siempre enseñó. Veía en la comunión con la Iglesia de Roma, con sus obispos y con el papa, la seguridad de la conservación de la fe dada por Cristo y transmitida por sus apóstoles.4

En contraste, la Reforma protestante, en sus diversas manifestaciones, rompió en grados diversos con la Iglesia de Roma. Rechazó la autoridad del papa, aunque algunos hubieran aceptado, tal vez, admitirlo como primero entre iguales a nivel de obispos. Muchos siguieron el orden jerárquico sin el papa. Muchos retuvieron el Credo de los Apóstoles y el Credo Niceno. Todos colocaron la autoridad de las Escrituras como esencial para la fe y la práctica de la misma. El bautismo y la Cena del Señor fueron aceptados por casi todos, pero pocos o ninguno guardaron todos los siete sacramentos. En sentido general, todos colocaron el énfasis en la justificación por la fe como un don de la gracia de Dios; la autoridad de la Biblia como Palabra de Dios; y el sacerdocio universal del creyente, afirmando el libre y personal acercamiento a Dios y destacando la santidad de la vida secular.

Lamentablemente, en las dos vertientes de este movimiento reformador intervinieron, por la fuerza innegable del contexto político en que se desarrolló, personajes e intereses ajenos a la naturaleza y la misión de la Iglesia. Hay que preguntarse si el emperador Carlos V defendía su fe católica o sus intereses imperiales; como también tenemos que preguntarnos hasta dónde los príncipes alemanes que apoyaron la Reforma de Lutero eran movidos por genuinos sentimientos religiosos. Para unos y otros reformadores resultaba muy difícil desprenderse del soporte constantiniano que arrastraba la Iglesia desde el siglo IV. Tampoco era fácil para el orden político desprenderse de las ventajas que le ofrecía la alianza con la Iglesia.

Formo parte de una tradición que no siempre ha sido considerada como parte de aquel movimiento reformador del siglo XVI. Independientemente de lo heterogéneo de aquel movimiento y de los errores cometidos, esa tradición hizo algunos aportes que, sin duda, le hubieran dado un mayor sentido evangélico a ambas manifestaciones de la Reforma. Me refiero al movimiento anabaptista, considerado por algunos historiadores como el ala izquierda de la Reforma, en tanto que sus herederos prefieran referirse a él como la Reforma Radical, por los énfasis que quienes participaron en él defendieron con sus vidas:

1. La naturaleza espiritual de la Iglesia, a partir de una comunidad de creyentes;
2. la devolución a la Iglesia de la sombra de la cruz, despojándola de la cobija del trono. Esto significaba una profunda crítica a los rasgos constantinianos que la Iglesia había asumido, especialmente las distintas variantes de la relación entre poder espiritual y poder temporal, que se manifestaban concretamente en las relaciones Iglesia-Estado;
3. la centralidad del Reino de Dios como proyecto histórico de Jesucristo;
4. la Iglesia como pueblo de Dios en la vivencia comunitaria;
5. la firme convicción de que el fundamento de la Iglesia no era Lutero, ni Calvino, ni Ulrico Zuinglio, como tampoco Pedro y los obispos de las iglesias, sino Jesucristo el Hijo de Dios.

Al considerar hoy los acontecimientos desencadenados a partir de aquel 31 de octubre de 1517, cuando Lutero clavó las noventicinco tesis en la puerta de la iglesia de Wittemberg, y que se prolongaron hasta abril de 1521, cuando compareció ante el emperador y los representantes de los estados en la Dieta en Worms, hay que recordar que aunque había llegado hasta aquel lugar bajo la protección de un salvoconducto imperial, la experiencia de Juan Hus estaba presente en su mente y su corazón. Si nos imaginamos la situación de aquel monje agustino, de un origen social humilde, ante lo que representaba aquella Dieta, podemos hacer algunas reflexiones.

Fue una hora dramática. Frente a la expresión más alta del poder político y religioso, aquel humilde monje, profesor universitario de origen proletario, se atrevía a oponerse al peso de la autoridad constituida en la Iglesia y en el Estado, y decir: “Heme aquí. No puedo obrar de otra manera. Ayúdame, Dios. Amén”. El estaba consciente de que con su actitud y sus palabras se estaba jugando la vida.

Fue un momento histórico profundamente significativo. Un hombre, en esa precisa hora, ante la Dieta en Worms, colocaba su razón, su experiencia con la gracia de Dios en Jesucristo, su integridad como ser humano, frente a instituciones establecidas que constituían columnas y baluartes de la sociedad. Cierto que ese gesto y esa actitud no eran nada nuevo en la historia de la Iglesia, porque otros, mucho menos reconocidos por la historia, habían asumido posiciones similares y pagaron con sus vidas la osadía y el denuedo en la defensa de sus ideas. Pero esta hora histórica era distinta. El clamor por un cambio en la Iglesia y en la sociedad procedía de muchos sectores. La mano que sacudía la campana de la libertad no era tan solitaria como parecía. Tenía un tremendo significado para muchos. No se podía fallar.

Además de dramática y significativa, también fue una escena trágica. El clamor por el cambio no podía pasar por alto aquella oración de Jesús entre los olivos de Getsemaní:

Para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste. La gloria que me diste, yo les he dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno. Yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me enviaste.5

Como bien afirma un historiador: “Ahora, debido a una variedad de motivos, pero en parte a profundas y escrupulosas convicciones de parte de unos y otros, dicha unidad se rompía y la cristiandad occidental era partida en dos”.6 Pero más que una cristiandad occidental partida en dos, era la Iglesia, la una, santa, católica y apostólica Iglesia, la cual ganó El con su sangre, el Cuerpo de Cristo lo que se dividía una vez más. Los herederos de Lutero tenemos que reconocer que este ha sido nuestro punto más débil, y en confesión sincera tenemos que reconocer que no hemos podido detener el fraccionalismo de nuestro protestantismo hasta el día de hoy.

Quisiera terminar, como pastor al fin, con algunos textos de la Palabra de Dios que nos inspiren a vivir auténticamente la ecumenía como Iglesia de Jesucristo: Corintios 2 4,6-7: “Pero tenemos este tesoro en vasos de barro, para que la excelencia del poder sea de Dios y no de nosotros”.

Este es el texto clave para una interpretación evangélica de la historia de la Iglesia. El tesoro es el sacrosanto Evangelio de Jesucristo, y la historia de la Iglesia consistiría en buscar, seguir y narrar la acción de Dios en la promoción —en todas las esferas de la vida humana— de este tesoro en un mundo de seres humanos. Y la historia nos enseña que esa acción de Dios se hace con la Iglesia, o sin la Iglesia o fuera de la Iglesia, pero se hace. Si hay una verdad bíblica que jamás debemos olvidar, católicos y evangélicos, es que no somos el tesoro sino vasos de barro, “para que la excelencia del poder sea de Dios y no de nosotros”, y que debemos estimularnos los unos a los otros al amor y a las buenas obras

Hebreos 10,25: “Considerémonos unos a otros para provocarnos al amor y a las buenas obras.” “Busquemos la manera de ayudarnos unos a otros a tener más amor y a hacer el bien”.

Esta es una buena sugerencia para la Iglesia en sus dos manifestaciones en Cuba, la católica y la protestante, para la promoción de un auténtico ecumenismo. Coloco el énfasis en el término auténtico. Porque el ecumenismo no es que una iglesia se una a la otra para formar una superiglesia. Eso sería proselitismo, y reafirmar una vez más el falso concepto de que una parte tiene toda la verdad y está en posesión de la institución perfecta. Estos son los dos pilares de la intolerancia y la discriminación en cualquier esfera que se den. Un concepto de la ecumenía por ese camino solamente lograría alargar la distancia que nos ha separado, y ofrecer un testimonio de la Iglesia como Cuerpo de Cristo distorsionado y dañino para nuestro pueblo.

A la luz de la Palabra de Dios, no hay que orientar la ecumenía hacia un eclesiocentrismo, sino hacia un cristocentrismo, hacia un hacer la voluntad del Padre que coloque en el centro mismo de la misión de la Iglesia el servicio a nuestro pueblo. Cuando niño, en los campos de caña de mi pueblo, mientras ayudaba a mi padre y a mi hermano mayor, me entretenía en mirar las ruedas de las carretas. Me impresionaba ver que mientras los rayos de las ruedas se alejaban de la masa o eje, se separaban cada vez más, pero mientras más se acercaban a la masa más unidos estaban. Este es el mejor símil de la ecumenía cristiana. Unamos nuestras manos y caminemos juntos, no hacia la periferia de nuestras diferencias, sino al eje de nuestra fe común: Jesucristo.

Mateo 20,28: “Como el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y dar su vida en rescate por muchos.”

La mayor tentación para la Iglesia cubana es el triunfalismo que exalta el número sobre el espíritu y la cantidad sobre la calidad. La vieja petición de la madre de los hijos de Zebedeo se repite hoy: ¿Cuál es el mayor entre nosotros? ¿Cuál es la iglesia más grande? Para la madre de Juan y Jacobo de hoy, para los seguidores de Cristo hoy, están las palabras de Jesús: “Entre vosotros no será así, sino el que quiera ser el primero entre vosotros será vuestro servidor”.

Estas palabras nos colocan frente a dos de nuestras tentaciones históricas: el poder y la grandeza. Aquí es donde Jesús introduce las dos grandes paradojas del Evangelio. La categoría del poder, como se ha medido a través de la historia, no se corresponde con el sentido evangélico que Jesucristo le dio: el poder de la Iglesia es la contradicción más aparente que se puede imaginar. Es el poder que viene de un crucificado, si se quiere, el poder a través de la debilidad: “Bástate mi gracia, porque mi poder se perfecciona en la debilidad”. Esta debilidad es la que hace poderosa a la Iglesia: “No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te doy: el nombre de Jesucristo…”

En cuanto a la grandeza, hay que buscarla en la pequeñez del servicio. Esa fue la confusión de Juan el Bautista en la cárcel de Herodes. ¿Eres tú o esperamos a otro? Juan buscaba al Mesías en el Trono. Jesús lo veía de otra manera: en la acción sanadora en medio del pueblo, anunciando a los pobres la buena noticia de salvación. “Id, haced saber a Juan…”

Somos Iglesia para servir, no para ser servidos. Dios no se equivocó en darnos a esta tierra y su pueblo para que fuéramos Su Iglesia. Somos la Iglesia de este pueblo y para este pueblo. Si alguna grandeza tiene la Iglesia cubana no es la cantidad de templos, capillas y casas culto que tengamos, mucho menos la influencia o el poder, sino no haber abandonado a este pueblo, haber ejercido nuestra vocación sacerdotal y pastoral con nuestros conciudadanos, y haber tratado, aunque no siempre lo hayamos alcanzado, de servir y entregar a vida día a día por nuestro pueblo.

*Apelación final
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En el umbral del nuevo milenio, recuperamos la sombra de la cruz, el poder de la debilidad, la grandeza en el servicio, porque parafraseando las palabras de Pablo a los Gálatas: “Ni la Reforma vale algo, ni la Contrarreforma: lo único que vale la pena es tener fe, y que esa fe obre por el amor”. Entonces, y sólo entonces, valdría la pena celebrar el día de nuestra renovación.

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Notas:

Palabras pronunciadas en el culto de celebración del Día de la Reforma, el 31 de octubre del 2000, en la Iglesia Presbiteriana-Reformada en Cuba, sita en Salud 222, La Habana. Habían permanecido inéditas hasta ahora, y las rescatamos hoy, en vísperas de un nuevo aniversario de la fecha.
1 Giacomo Martina: La Iglesia, de Lutero a nuestros días, Ediciones Cristiandad, Madrid, 1974, t.I , p. 106.
2 Ibid., p. 107.
3 Kenneth Scott Latourette: Historia del cristianismo, Casa Bautistas de Publicaciones, Madrid, 1959, t. II.
4 Ibid., p. 41.
5 Juan 17,21-23.
6 Kenneth Scott Latourette: op. cit., pp. 62-63.

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