arta de María Apóstol, sierva de Dios, compañera en la misión, comisionada por el Resucitado a proclamar la Vida, de forma que todas y todos tengamos la libertad que nos capacita para la construcción de su reinado; sostenida por la gracia de mi amado Jesús y la solidaridad de mis compañeras en el ministerio y algunos compañeros también.
Ahora que hemos sabido de vuestra preocupación, como iglesias en la América Latina sufrida y saqueada por la fuerza de quienes han creído en el poder como instrumento de dominación y no como don para transformar el mundo, queremos hacer llegar nuestra humilde experiencia como comunidad de excluidas y excluidos que hemos respondido al encargo de Jesús de anunciar la buena noticia de que ciertamente, como solían cantar nuestras abuelas, la misericordia y la verdad se encuentran, la justicia y la verdad se besan. La verdad se levanta de la tierra y la justicia nos saluda desde los cielos.
Nuestra comunidad nació de la necesaria solidaridad que cualquier tiempo de crisis pone siempre en la prioridad de las agendas. Y espero que sea certera en el uso de un lenguaje que no es de nuestros tiempos, aunque el contenido siga siendo el mismo.
Nos inspiraron nuestras matriarcas y la hermana de Moisés, las cinco hijas de Zelofehad, Rut y Déborah, Ana y Ester, Judit, Rahab, la lista interminable de mujeres imprescindibles, pero sin nombre, que encontramos en el testimonio de las Escrituras. Aquel grupo impresionante de jóvenes que año tras año se reunía para recordar a la hija de Jefté, por cierto, otra sin nombre. Pero también las de nuestros tiempos: María la madre de todos y todas las del grupo, la Susana, Juana. Y las otras: Isabel, Ana, la suegra de Pedro, la hija de Jairo, la viuda de Naín, la jorobada, la sirofenicia, Martha y María las de Betania, las madres y compañeras de los varones del grupo. Todas ellas han sido sustento de esta comunidad que hoy mira con agrado al pueblo de Dios en la América Latina, reunido para celebrar su memoria histórica, para mirar el presente y soñar el futuro.
Y yo quiero compartir mi experiencia personal porque es parte de la memoria de nuestro grupo y supongo que de ustedes también, aunque la iglesia en buena parte de su historia nos ha invisibilizado. Y sin que nos crean poco modestas, una mirada a vuelo de pájaro sobre ustedes nos confirma que mucho no ha cambiado en tanto tiempo.
Pero volviendo a mi propio testimonio, cuando quedé sola en aquella tumba vacía el primer día de la semana, intentando vencer todos mis miedos y la angustia que sentía, me atreví a mirar hacia adentro del sepulcro: allí vi aquellos dos ángeles, sentados donde mismo había estado el cuerpo de Jesús. Bueno, ya saben eso y no es necesario repetirlo, pero lo qué sí quiero compartir con ustedes es que a esas alturas ya mis palabras no eran el reflejo de aquel primer sentimiento de confusión, sino de un dolor muy personal, algo tan íntimo que sólo puedo intentar describirlo.
Volteé el rostro y allí estaba Jesús. Claro que no lo conocí de momento. En mi dolor sólo atiné a escuchar la pregunta que lanzó: “¿A quién buscas?”
Amadas y amados de las iglesias de la América Latina y el Caribe, en nuestra experiencia comunitaria esta sigue siendo una importante pregunta para la misión. Porque la verdad de la fe que proclamamos tiene que ser expresión de un seguimiento consecuente, la búsqueda constante de Jesús, del Resucitado, en todo momento y todo lugar, especialmente entre aquellos y aquellas por los cuales siempre manifestó un amor preferencial: las víctimas de la injusticia, del egoísmo, de la violencia, de la exclusión, del desamor. Diluimos nuestra misión muchas veces en el sostenimiento de estructuras obsoletas, excluyentes, tan verticales a veces como las del catolicismo romano que tanto cuestionan los evangélicos/protestantes, y ¿cómo es que dicen hoy?… ¿patricarcales? Sí, eso, patriarcales, si es que con eso quieren significar que sólo se recuerda al Padre Abraham, a Isaac y Jacob, como si Sara, Agar, Rebeca, Raquel, Lea no hubiesen sido coprotagonistas de la historia de salvación.
Pero continúo contándoles de mi historia aquel día primero de la semana. Yo seguía confundida y atribulada por el dolor y la realidad de aquella tumba vacía. Por eso, tal vez, lo confundí con un jardinero: “Señor, si usted se lo ha llevado, dígame dónde le ha puesto para que yo vaya a buscarlo”. De alguna manera, y sin la certeza de lo sucedido, yo no podía entender el significado de esa tumba vacía. Asumí inmediatamente que la solución podía estar bajo mi control. Un poco de la misma lógica femenina, ¿no? Ya saben de lo que hablo: si el jardinero me daba la información que buscaba, yo misma podía hacerme cargo del problema.
Pero fueron precisamente las palabras del supuesto jardinero las que trocaron todo. Y no sólo para mí, sino para ustedes también, que están en este momento preciso de la historia como comunidad de fe, precisamente porque ha llegado ese testimonio hasta su tiempo.
Así fue: cuando el nazareno me llamó por mi nombre sí lo reconocí. Fue algo tan personal, tan íntimo, que dudo mucho que lo puedan entender en toda su significación, a no ser que realmente se dispongan a dejar de escucharse tanto a ustedes mismos e intenten escuchar la voz de Jesús. En esa relación íntima y personal, nuevamente mostrada con un lirismo impresionante, se le revela a esta mujer el misterio de la resurrección.
Para mí, escuchar la voz del Maestro, del Resucitado, cambió por completo la perspectiva de los hechos. La tumba vacía dejó de ser una manifestación de muerte para convertirse en el testimonio real del poder de la vida. Mi recomendación muy personal a cada uno y cada una de ustedes sería que aprendan a discernir la voz de Jesús. El siempre llama desde múltiples experiencias, pero seguramente, a un seguimiento que nos lleva a buscarlo incansablemente en el mundo.
Pero sigo con mi propia historia, porque ahora viene la parte más difícil, que es la confesión: honestamente, mi primera reacción fue intentar retener a Jesús, tomarlo en mis brazos en cuanto lo reconocí. También sé que esta parte de la historia ha dado motivo a múltiples interpretaciones acerca de nuestra relación. Pero no he viajado por tantos siglos en el tiempo para contarles chismes, sino para compartirles mi experiencia de fe.
Ya saben ustedes la respuesta que me dio Jesús: “No me retengas, porque todavía no he ido a reunirme con mi Padre.” Puede que nos parezca una frase dura, o como dirían las cubanas y los cubanos que están escuchando, un cubo de agua fría que frenó de golpe y porrazo mi entusiasmo al saber que Jesús estaba vivo.
Lamento decirles que sería superficial y ligero interpretarlas de manera tan simple. Recuerdan ustedes que les conté que sus primeras palabras tenían que ver con la propia búsqueda de su presencia. Pues ahora venían a ser como el contenido de nuestra misión, la verdadera gran comisión de cada hombre y mujer de fe y no esa que tanto cacarean del Evangelio según Mateo. Yo les digo a ustedes que su envío es tan sencillo y tan profundo como su propia vida y ministerio: no me retengas.
No me crean engreída, pero aquellas palabras de Jesús deberían resonar siempre en ustedes tal y como hicieron eco en mí y en mis compañeras.
No me nieguen que en nuestra humana tendencia siempre queremos controlar al Señor, retenerle para nosotras y nosotros. Hacerlo mío en vez de nuestro.
Algo así no sólo se constituye desde la perspectiva de la resurrección en una verdadera herejía, sino, además, en una interferencia imperdonable entre lo que vino a ofrecer Jesús, lo que tiene Dios en sus planes para ese Cristo resucitado y lo que nuestra naturaleza imperfecta y limitada intenta muchas veces al querer retenerlo y aprisionarlo en nuestros prejuicios y expectativas individualistas, así como yo lo intenté.
Y es que, precisamente, la buena noticia que estamos llamados y llamadas a proclamar, en mi tiempo y en el de ustedes, es que no hemos retenido al Jesús resucitado, sino que le hemos dejado libre para completar su plan, para completar la obra que Dios ha iniciado con su vida, su muerte y su resurrección.
Porque, además, el mandato de Jesús no terminó en aquel incidente tan embarazoso para mí por su insistencia en que lo dejara en libertad. El me dijo: “Ve y di a mis hermanos que voy a reunirme con el que es mi Padre y Padre de ustedes, mi Dios y Dios de ustedes.”
En vez de mantenerlo para nosotros, estático y privativo a nuestro antojo, Jesús nos exhorta a compartir la buena noticia de su resurrección, de la nueva vida que en El se abre como oportunidad para toda la Creación. Y esta buena noticia estuvo, está y estará directamente relacionada con una experiencia bien concreta y real, que va más allá de una verdad de fe como lo es la resurrección: aquellos y aquellas que seguimos a Jesús formamos parte de una familia, somos sus hermanos y hermanas y tenemos un Padre que es su Padre, que es su Dios y nuestro Dios.
Pueblo de Dios reunido a nombre de las iglesias de la América Latina y el Caribe: así como mi confusión y mi tristeza fueron trastocadas por mi encuentro con Jesús, yo les puedo asegurar que tenemos toda la sustancia para anunciar la esperanza de cómo será el futuro de Dios para su mundo. La tristeza y la confusión de miles de seres hoy en el mundo serán transformadas en alegría y confianza, en seguridad permanente, en fiesta eterna por la resurrección.
El testimonio de las Escrituras esconde muchas de las experiencias que hoy pueden levantar las iglesias en la América Latina y el Caribe: modelos participativos y solidarios, inclusivos y dinámicos, que pueden hacer de la iglesia el verdadero cuerpo de ese Jesús resucitado.
Yo les saludo a nombre de mi comunidad, saludo a mis compañeras en la misión que hoy buscan hacer visible el rostro femenino que ciertamente tienen las iglesias hoy y que han tenido siempre, desde el grupo que formábamos la comunidad de seguidoras y seguidores del Maestro.
Que el Dios de paz, que como buena madre arropa amorosa a sus hijas e hijos, les guarde y les confirme en la seguridad de que está con ustedes, ahora y siempre. Amén.