Generalmente asumimos la racionalidad como la razón, el raciocinio que nos distingue del resto de las especies, la capacidad de interpretar el mundo que nos rodea, la emancipación del ser humano de su condición de objeto. Pero, ¿hasta qué punto nuestra racionalidad realmente nos ha emancipado, nos ha liberado? La pregunta no equivale a negar su legado científico, tecnológico, ideológico y de capacidad transformadora para adaptarnos y extendernos en nuestras realidades ambientales como ninguna otra especie.
La subjetividad tendemos a asociarla a los sentimientos, a lo que no pasa por la razón. ¿Acaso esto es posible? ¿Puede existir un mínimo intento de razón que no sea también el resultado de nuestra experiencia sensitiva? ¿Puede existir algún indicio, por muy pequeño que sea, de subjetividad, que no sea también el resultado de nuestra racionalidad, de nuestras maneras de explicarnos e interpretar el mundo?
Ha sido mi intención dividir desde el propio título de este trabajo dos dimensiones de nuestra vida —la racionalidad y la subjetividad— para enmarcar las maneras en las que generalmente las asumimos, como partes fragmentadas de una realidad, cuando lo cierto es que clima, ambiente, sociedad, naturaleza, biosfera, cultura, Tierra, cosmos, universo, pensamientos, sentimientos y acciones humanas son niveles interconectados de la existencia. La realidad es que cada uno de nosotras y nosotros somos un sujeto ecológico más: somos sujetos de relación en el seno de diferentes sistemas socionaturales.
Por ello, hablar de racionalidad y subjetividad ambientales por separado es solo un recurso didáctico que nos ha llevado a convencernos de su indisoluble interacción como dimensiones del todo biosicosocial que somos. Somos una especie partícipe de una evolución biológica y cultural que nos hizo seres racionales y sensitivos, inmersos en el universo de relaciones que es la ecología.
En este sentido, al posicionarnos ante el análisis del cambio climático y de las alternativas que hoy se disputan su implementación para mitigarlo, es necesario indagar: ¿desde qué racionalidad, desde qué subjetividad asumimos el hecho y las vías de soluciones paliativas al mismo? ¿Desde qué racionalidad, desde qué subjetividad nos posicionamos ante lo que llamamos clima, ambiente, ecología, naturaleza, ser humano y sociedad?
Pensar, sentir o actuar. Una fragmentación antiecológica
El alma o el cuerpo, el ser o el pensar, el sentir, el pensar o el actuar, han pasado a ser, a través del proceso histórico-cultural de construcción de nuestras conciencias, incomunicados estancos que no cesan en su empeño de ser un todo. Su separación es responsabilidad de la racionalidad reduccionista, fragmentada, instrumental, positivista que todos y todas portamos como resultado de nuestra cultura occidental “….que quiso liberar al hombre y a los pueblos de la ignorancia mitificadora, de las cadenas de la escasez, y que terminó velando su mirada, imponiendo una razón encadenante, sujetando la razón a las normas de la racionalidad económico-tecnológica y a los efectos de racionalización que genera la razón del poder”.
Esta racionalidad “restringida” —pues deja fuera una gran parte de la diversidad del mundo al asumir y designar como el todo solo a una parte de la realidad que vivimos—, Boaventura de Sousa la cataloga de racionalidad metonímica. Es decir, se trata de una idea de totalidad que, desde un pensamiento dicotómico y jerárquico de la realidad, deja fuera mucha realidad que no es considerada relevante. A diferencia de otras culturas en que las partes son unidades articuladas de un todo, desde la nuestra, la occidental, asumimos como el todo solo a la parte dominante o a aquella desde la que queremos fundamentar nuestro dominio.
Muchos serían los ejemplos de dichas dicotomías jerárquicas que acompañan nuestro fragmentado y antiecológico pensamiento, nuestras maneras de sentir y actuar, atrapados y atrapadas en el caudal de lo dominante y lo dominado, negro/blanco, hombre/mujer, sociedad/ naturaleza, “fuerza inteligente”/fuerza bruta, incivilizado/moderno, desarrollado/subdesarrollado, etc., que impiden un sentir, un pensar y una conducta que favorezcan la “caótica armonía” de los sistemas y subsistemas ecológicos.
Al ser relaciones jerárquicas, no se puede pensar por fuera del par de la dicotomía que designamos como el todo. Así, por ejemplo, Boaventura de Sousa nos ayuda a entender que pensar el hombre como lo humano incluye la dicotomía jerárquica hombre/mujer, que no nos permite pensar a la mujer sin el hombre, pensar fuera de esa parte dominadora convertida en todo: “¿qué hay en la mujer que no depende de su relación con el hombre?”; concebir el Norte como el sentido de vida, de progreso a alcanzar, incluye la dicotomía jerárquica Norte/Sur, que no nos permite encontrarnos con otros sentidos y con nuestras capacidades creativas, que también son partes del todo que representa la realidad mundial; designar lo humano como existencia incluye la dicotomía jerárquica sociedad humana/naturaleza, que no nos permite pensar y asumir en nuestras maneras de producir la vida qué hay en la naturaleza que no depende específicamente de sus servicios a los seres humanos, sus valores intrínsecos, de existencia propia, sus ciclos, sus flujos.
Existe, entonces, una relación histórico-cultural directa entre el desarrollo del sujeto trascendental que piensa, domina, juzga y transforma la realidad objetivada, cosificada, externa a él, fragmentada ideológica y materialmente en naturaleza y sociedad, con el desarrollo del positivismo como corriente eurocéntrica del conocimiento que ha nutrido nuestra razón, sentimientos y conductas. Como dijera Manuel Calviño, “… el positivismo se expresa en la pertinencia única y absoluta de un sujeto omnipensante, omnipotente, con puros de excepcionalidad”.
Otra racionalidad-subjetividad para la ecología cotidiana
Si asumimos la ecología como la expresión relacional del ambiente que cohabitamos, es indispensable la elaboración y la implementación de propuestas ante procesos y fenómenos que hoy forman parte de la crisis ambiental —como el cambio climático abrupto— que sean el resultado de una racionalidad más integral, sistémica, incluyente, justa y equitativa. Deben ser, por tanto, propuestas que tengan en cuenta la interpretación y la construcción de significados de los pueblos sobre sus realidades ambientales, a partir de sus mediaciones socioculturales, económicas, ideológicas, afectivas y sensoriales —nutridas por la subjetividad individual y colectiva—, construidas a través de las diversas formas de interacción con otros, otras y con la naturaleza en general.
Tal integralidad debe responder a procesos, fenómenos y necesidades locales y regionales del ambiente, buscando sus interacciones con lo global desde iniciativas endógenas y no a la inversa. El carácter contextual e histórico de nuestra ecología cotidiana exige, por otra parte, una comprensión diferente de la temporalidad y los ritmos desde los que se vive cada contexto, una racionalidad que no asuma un único tiempo lineal, que tenga en cuenta que existen diferentes temporalidades. No vive igual sus tiempos un indígena, un campesino o un citadino. Es necesario respetar esos tiempos en el diálogo y asumir el encuentro de ellos como tiempos contemporáneos, y no los unos como tiempos pasados y primitivos, y otros como presentes y avanzados. Muchas veces consideramos que el tiempo del campesino, el no especialista, el integrante de la comunidad, son residuales, primitivos, de ayer; mientras que los doctores, especialistas, ministros, científicos son de tiempos avanzados. Por tanto, el encuentro entre ellos no se asume como una diversidad de tiempos que comparten un mismo momento histórico. Esto obstaculiza el diálogo en función de una construcción de saber colectivo que pasa por compartir la diversidad de ritmos y tiempos de vida en que cohabitamos.
Desde los microsistemas que integramos, nuestra práctica debe ser el resultado de un imprescindible diálogo de saberes teórico-prácticos, que transforme las monoculturas de nuestra racionalidad, los monocultivos de nuestra producción, y el sentido utilitarista (costo-beneficio) de los sistemas sociopolíticos, económicos y culturales que norman e influyen nuestras maneras de ser, sentir, pensar y hacer en la vida cotidiana. Saberes que no persigan ver cuál conocimiento es el real, sino qué nos aporta de la realidad cada conocimiento. Que no se posicionen en un saber universal, único y acabado, sino en un sistema de saberes en constante construcción.
La racionalidad-subjetividad ambiental como apuesta ante el cambio climático nos debe orientar hacia una praxis en la que se manifieste una concepción sistémica e integradora sobre nuestra existencia y sobre lo existente y un posicionamiento espiritual, ético y político en nuestro accionar ecológico.
La visión sistémica e integradora sobre nuestra existencia y lo existente pone la esencia de la ecología y lo ecológico en la relación que se expresa en todas las formas y niveles de organización de la materia, y en el mundo subjetivo de las sensaciones, los sentimientos, las ideas, las creencias, los mitos, las culturas mediante los cuales nuestras diversidades tienen puntos de encuentro, de interacción, que nos hacen universo.
De acuerdo con esta visión, la ecología de las partes integradas en sistemas se manifiesta en la profundidad de cada forma de existencia y en la interacción entre ellas. Es decir, existe ecología tanto en nuestro interior como fuera de nosotros y nosotras. Ello implica la necesidad de asumir, en nuestras prácticas, que cada expresión de esa existencia es el reflejo del accionar interactivo de las partes que la constituyen en relación con el sistema que integra. Nada existe desconectado, ya sea un átomo, una piedra, el suelo, un organismo humano o no, un bosque, un grupo social, la sociedad, la biosfera, el sistema solar y el sistema cósmico. Sus procesos y fenómenos se dan en esa gama de interconectividad.
La máxima expresión de esa interacción sistémica puede ser cósmica, galáctica, pero de manera concreta nosotros tributamos a su expresión en el sistema socionatural que definimos como ambiente, en cuya historia ha tenido lugar “…. algún tipo de relación dialéctica entre producción humana y producción de la naturaleza”. Ha sucedido que, desde una racionalidad productivista, nuestros sistemas de producción material y espiritual de la vida, lejos de tener en cuenta dicha relación dialéctica, han contribuido a agudizar y acelerar, en términos de tiempo, las rupturas y cambios abruptos intrínsecos a la naturaleza, alejándonos de la posibilidad de que los ciclos y flujos productivos de la misma, como partes de la producción humana y viceversa, generen una calidad energética capaz de satisfacer una existencia más sana, digna y justa.
Al referirme a calidad energética no hablo de petróleo, carbón vegetal, energía eólica y otras fuentes llamadas alternativas. Hablo de calidad de relación que se expresa en energía, desde los sistemas subatómicos hasta el cósmico. Tal expresión energética constituye la fuente de interconexión, transformándose, acumulándose, disipándose, brindando mayor o menor capacidad y posibilidad de existir. Es por esa calidad energética de relación por la que debemos velar desde una racionalidad-subjetividad más integral e inclusiva del ambiente cotidiano.
Posicionarse espiritual, ética y políticamente ante nuestro accionar ecológico nos lleva a los referentes epistemológicos y teológicos de la ecología, según lo cual, la perspectiva espiritual está presente en la esencia de la existencia, y circula, fluye, interconecta, proporciona unidad, al mismo tiempo que hace diversa y exclusiva cada forma de ser de la materia, incluyendo la nuestra. Algunos llaman a esa esencia soplo, espíritu; otros energía: no se trata de cómo le llamemos, sino del grado de responsabilidad y de compromiso que asumamos, como especie humana, con la expresión armónica de esa esencia que nos vincula e interconecta como sujetos espirituales y materiales en una relación espiritualmente material y materialmente espiritual.
Parte del proceso de transformación que esta concepción ecológica demanda, es que cada persona desarrolle una “sabiduría ecológica”, es decir, un contacto con la naturaleza y con el resto de los seres humanos que posibilite el rencuentro interior consigo mismo y con la naturaleza que somos, y la profundización de una actitud crítica materializada en la lucha pacífica por la justicia y la equidad de la sociedad.
Teniendo en cuenta que la racionalidad-subjetividad humana nos ha posibilitado explicarnos lógicas, estructuras, coherencias, tonos y desentonos de los sistemas naturales, subyugados por métodos, lógicas, políticas y estructuras de sistemas de vida creados por la humanidad, las posibles soluciones a problemáticas de nuestros sistemas socionaturales, tales como el acelerado calentamiento global, las lluvias ácidas, el efecto invernadero, la contaminación atmosférica, la pérdida de biodiversidad, la mortalidad infantil, el desempleo, el hambre, la falta de salud y educación, la violencia familiar, etc., debieran ser cuestionadas sobre la base de la calidad energética de las relaciones que proponen. ¿A quiénes benefician? ¿A quiénes afectan? ¿En qué proporción? ¿Cómo tributan a la armonía, la justicia y la equidad de lo existente y al futuro que desde hoy debemos garantizar que exista? Por ello, una racionalidad-subjetividad más integral e inclusiva ante las esencias de hechos y fenómenos del sistema socionatural, nos confronta con una determinada ética y un determinado posicionamiento político ante el hecho ecológico de nuestra cotidianidad ambiental.
Las políticas, las leyes y regulaciones, las estrategias, los programas y proyectos encaminados a detener el crecimiento acelerado del calentamiento global, deben asumir ese análisis de calidad de relación, como ya se ha mencionado, desde cada contexto local implicado. De esa manera develaríamos que, por ejemplo, la siembra extensiva de la soja para la extracción de biocombustible en Argentina —una supuesta alternativa racional de fuente energética— tiene implicaciones negativas en la calidad de vida de campesinos e indígenas de las zonas sojeras, quienes son desalojados de las tierras que son parte de su identidad, cultura, estilo de alimentación, vida, además de la afectación que provoca el monocultivo extensivo y su paquete agroindustrial para el suelo y los ecosistemas naturales. Iniciativas como esta obstruyen el armónico flujo energético de las relaciones del ambiente, extraen mucha más energía, en calidad de bienes naturales, de sacrificio humano, vegetal, animal, que la que aportan al sistema, a favor de la maximización de ganancias de una minoría.
Hoy, bajo la bandera de una economía verde se va a Río+20. Sumideros de carbono, servicios ambientales de los ecosistemas, integran la propuesta ecológica mercantil de una racionalidad capitalista que se reconoce fracasada en su intento de prosperidad y progreso. Por ello, es importante indagar en nuestra racionalidad de cubanos y cubanas hasta qué punto la naturaleza es para nosotros y nosotras un recurso, una materia prima, una mercancía o un bien común del sistema al que pertenecemos, que tiene el derecho de ser usada, por todos y todas, al mismo tiempo que se le sirve.
La Jatrofa curcas, conocida por nuestros campesinos y campesinas como piñón de botija, hoy es en el mundo una celebridad por las propiedades de sus semillas, que contienen un aceite que puede aprovisionar de combustible a lámparas y motores de combustión, o se pude transformar en biodiesel, además de otros usos que bien se conocen en el campo cubano y de otros países. Según investigaciones, el uso de pesticidas no es importante para el cultivo de esta planta por sus propiedades pesticidas y fungicidas. Es, además, una planta que resiste un alto grado de sequía: prospera con apenas 250 a 600 mm de lluvia. ¿Desde qué racionalidad manejar esta planta en función de relaciones energéticas favorables a nuestros sistemas socionaturales?
Desde la racionalidad economicista y productivista del agronegocio y la agroindustria, plantaríamos grandes extensiones de esta planta, utilizando insumos tecnológicos externos para suministrar biodiesel a la industria de los Mercedes, como se está haciendo de forma experimental en la India. Desde una racionalidad integral e inclusiva —el posicionamiento espiritual, ético y político de una racionalidad-subjetividad ambiental— trabajaríamos sobre la base de nuestra cultura local con esta planta, integrando su aporte a los sistemas agroalimentarios locales, a los tiempos y diseños productivos de dicho sistema, teniendo en cuenta otras plantas, animales, el suelo, necesidades de insumos energéticos, y a los seres humanos, sus costumbres y maneras de interactuar en dicho sistema. Desde este segundo posicionamiento, estaríamos contribuyendo, además, desde lo local, a paliar una situación global que nos compete como pasajeros y pasajeras de nuestra nave planetaria.
¿Dónde está entonces la dificultad? ¿En el uso de fuentes y sistemas alternativos de energía o en la concepción, la racionalidad y los intereses que sustentan su manejo y producción, y que responden a determinado paradigma político, económico, de sistema de vida? Tampoco se trata, como plantean algunas tendencias, de radicalizar el no uso de los bienes naturales con una conservación a ultranza. El uso es parte de toda relación ecológica, es legítimo siempre y cuando sea el juego mutuo de dar y recibir, organizado mediante la valoración, la recuperación y la generación de sistemas alternativos de producción, de organizaciones populares, cooperativas obreras y campesinas, empresas autogestionadas de economía solidaria y otras formas de producción que la ortodoxia productivista capitalista ha ocultado y desacreditado.
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NOTAS
1. Enrique Leff: “La deuda de la razón: racionalidad ambiental y desarrollo sustentable”, en Selección de lecturas de Ecología Política y Educación Popular Ambiental, t. I , Editorial Caminos, La Habana, 2011.
2. Boaventura de Sousa Santos: “La sociología de las ausencias y la sociología de las emergencias: para una ecología de saberes”, en Renovar la teoría crítica y reinventar la emancipación social (encuentros en Buenos Aires), cap. I, agosto del 2006, disponible en www.clacso.org.ar/biblioteca virtual
3. Metonimia: figura de la teoría literaria y de la retórica que significa tomar la parte por el todo.
4. En el seminario de profundización sobre Psicología de la Liberación realizado en el Centro Memorial Dr. Martin Luther King Jr., en el año 2010 .
5. James O´Connor: Causas naturales: ensayos de marxismo ecológico, Siglo XXI editores, México D. F., 2001, pp. 38-43.
6. Término creado en los años setenta del siglo pasado por el filósofo noruego Arne Naess, considerado el precursor de la corriente de pensamiento a la que llamó “ecología profunda” (Deep Ecology).