Con el pretexto de combatir la guerrilla, la militarización arrecia en la localidad de Sumapaz, enclavada en la cordillera oriental de Colombia. Allí, cada testimonio delinea la guerra. Miedo, violencia, una alcaldesa obligada a abandonar las veredas. La gente que, en el páramo mayor del mundo —por lo frío y desamparado del lugar—, bajo un fuego “silencioso”, defiende la vida.
“Si no morimos de un balazo, nos matan los nervios.”
La frase de Doña Graciela cruzó perturbada entre sus manos, que bien abiertas le sostenían el rostro. Cuando concluyó, llegaron otras evidencias de que la guerra no ha abandonado el páramo: “pensamos que los dejó el ejército”, comentó un campesino al mostrar el documento que incriminaba, con fotografías y nombres, a veinte pobladores de Sumapaz por su supuesta integración a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).
Desde hace más de cuatro décadas, esta localidad de Bogotá ha sido escenario del conflicto armado que vive el país. Pero a partir de los años noventa, los habitantes del lugar han padecido con mayor estremecimiento sus consecuencias. Por su ubicación, el territorio ha sido considerado un corredor para el accionar de las FARC, y por ello, el pueblo lleva el estigma de subversivo. El gobierno de Andrés Pastrana (1998-2002) no le perdonó a Sumapaz su nombre, y durante los dos mandatos de Alvaro Uribe —hasta el 2010— también los militares coparon el sitio. Como parte del denominado Plan Candado para la capital colombiana, a Sumapaz se destinaron específicamente las operaciones Aniquilador I, Aniquilador II y Tormenta del Páramo. Luego, el ejército cercó las comunidades con un Comando Operativo y el primer Batallón de Alta Montaña.
En la localidad 20 de Bogotá (localidad de Sumapaz) parece haberse cumplido al pie de la letra aquella disposición promovida por el antiguo gobernador de Antioquia en su campaña presidencial: la de reducir a un metro, en toda la nación, la distancia entre sus tropas para acabar con la guerrilla. Hoy, cuando Uribe ya ha salido de la Casa de Nariño, en la zona se cuentan cinco soldados por cada habitante.
“Dicen que el ejército está aquí para protegernos, pero no es así”. Los testimonios de quienes se sembraron en el páramo y defienden su vida en este lugar, abren grietas al reiterado discurso de la seguridad democrática, de hallar una salida al conflicto con más militarización. “Ni la violencia, ni los contratistas del ejército, ni los paramilitares se han ido.” Y otra vez, sobrevienen los relatos del miedo, las muertes, las desapariciones, las violaciones de todo tipo. Son las últimas noticias de una vieja guerra.
Vienen por algo más
Mientras avanzamos, el polvo se cuela por cualquier resquicio. Subimos en espiral por estos Pirineos suramericanos. El clima cambia a cada tramo, y aunque casi es mediodía, en ocasiones el ómnibus enciende sus luces para traspasar las nubes. Estamos a más de dos mil cuatrocientos metros sobre el nivel del mar. Llevamos unas tres horas de camino. Ochentidós kilómetros nos separan del centro de Bogotá. Nos hemos adentrado en Betania, el primer corregimiento de los tres —los restantes son Nazareth y San Juan— que conforman la localidad de Sumapaz, enclavada en la cordillera oriental del país.
No es posible desprender la mirada de los humedecidos cristales. Tras ellos se levanta un paisaje sorprendente. Esta zona pertenece a la subregión natural de Sumapaz, que abarca, además, los departamentos de Cundinamarca, Huila y Meta, y donde sería preciso llegar para tocar agua en abundancia si algún día se secaran los mares. Aquí despertaron varios ríos, entre ellos Sumapaz, Blanco y San Juan. Los frailejones, que se esparcen por todo el sitio, también están llenos de agua.1 Esta es una de las reservas más significativas de América.
A la orilla de la carretera, o tiradas en algún recodo de una montaña, se divisan las casitas de campesinos y campesinas. Muchos vinieron hace años desplazados de Caquetá, Tolima, los Llanos y otras regiones. En estas veredas se acostumbraron a pasar los días cultivando la tierra, sobre todo de papa, a cuidar su ganado y elaborar queso y otros productos que empiezan a vender cada mañana.
A la orilla de la carretera, o tiradas en algún recodo de una montaña, se divisan las casitas de campesinos y campesinas. Muchos vinieron hace años desplazados de Caquetá, Tolima, los Llanos y otras regiones. En estas veredas se acostumbraron a pasar los días cultivando la tierra, sobre todo de papa, a cuidar su ganado y elaborar queso y otros productos que empiezan a vender cada mañana.
En los años cincuenta, luego de un largo tiempo de colonización, se alzaron las voces contra el latifundio. Fue ese el momento en que Manuel Marulanda optó por el camino de las FARC y Juan de la Cruz Varela y Erasmo Valencia unieron a otros en la senda del movimiento social.
Según cuentan sus pobladores, “nos han tratado de sacar de cualquier forma, quieren convertir este lugar en el gran hábitat de la oligarquía santafeceña”. Afirman que, además del paisaje, los recursos naturales han atraído a las transnacionales, sobre todo embotelladoras. Varios son los megaproyectos de infraestructura que han empezado a levantarse en el páramo. En el corregimiento de San Juan, la Emgesa tiene a su cargo un proyecto hidroeléctrico “que generaría un proceso de desplazamiento hacia la ciudad u otros municipios”.
Resuelto, el rector de la escuela Juan de la Cruz Varela, de la vereda de La Unión de este corregimiento, aduce que “con el auspicio del Ministerio del Medio Ambiente y del gobierno nacional, sobre Sumapaz se lleva adelante una planificación para proyectos urbanos y de agroindustria que limita las actividades de sus habitantes y desconoce una división ancestral”.
En reiteradas ocasiones, como en el foro por el territorio, los sumapaceños han denunciado los lazos entre las empresas y los militares. Asimismo, sus testimonios dan cuenta de la contaminación que avanza sobre el páramo debido a la actuación de los soldados: “La tropa acampa en los nacimientos de agua, en las quebradas y caños. Los desechos van a las corrientes que consumimos. Dondequiera uno encuentra latas de sardina, botellas… Eso nos afecta la salud. Ya hemos padecido brotes de alergia… Sin embargo, el propio Ministerio de Ambiente nos culpa de contaminar el lugar, y no se hace nada contra el ejército y los proyectos que destruyen el terreno con químicos”.
Muchos habitantes de Sumapaz andan convencidos de que acabar con las FARC continúa siendo el pretexto más divulgado por los medios, pero “ganar el páramo es un objetivo esencial para seguir la guerra”.
¿Quién paga por los muertos?
“Dijeron que habían encontrado un muerto. Lo habían tirado en el río Magdalena. Nos dieron la voz, porque coincidía con la descripción que habíamos hecho. Nosotros pusimos la denuncia en la Fiscalía diez días después de que El Chino saliera de la casa aquella mañana del 31 de julio… Fue hace dos años. Se comieron a mi muchacho, y todavía nadie paga por eso”. Así relató Doña María el asesinato de su hijo. Con la ira alojada en el rostro, contó también sobre las veces que su esposo, dirigente social, ha sufrido la persecución del ejército.
En enero del 2010 surgió en Sumapaz el comité local de los derechos humanos, que tiene como misión la denuncia y la protección de los habitantes de la zona ante el aumento de la militarización, la presencia del paramilitarismo, las judicializaciones amañadas y el desplazamiento forzado. Según esta organización, el territorio no está al margen de las desapariciones que se dan en todo el país, y entre las que se cuentan los casos de falsos positivos: personas inocentes encontradas en fosas comunes, ríos u otros parajes, que son presentadas como guerrilleros caídos en combate para mostrar los resultados de la política de seguridad democrática.
En campesinos y campesinas del lugar recae constantemente la acusación de colaborar con los grupos armados. La criminalización psicológica, física y sexual de las mujeres es otra de las violaciones permanentes en la localidad: “Llegaron muchos soldados. Yo estaba sola. Casi siempre nosotras nos quedamos en casa cuando nuestros esposos salen a trabajar. Usted sí que se parece a una guerrillera. Lástima que no traje un álbum para comparar, me dijo un militar. Luego vi cuando se metió en el cuarto de mi hija y la desnudó… A cada rato vuelven a la casa. Se bañan en el patio… No respetan nada. Sentimos mucha persecución y también miedo”.
Un año atrás, la conmoción inundó la vereda de La Unión al conocerse la violación de una niña de nueve años, estudiante de la escuela Juan de la Cruz Varela, por un integrante del Batallón de Alta Montaña. Recientemente, fueron los asesinatos de tres ediles, líderes comunitarios encargados de dialogar con la administración local, los que enlutaron al pueblo.
La alcaldía en la mira
Un pregonero visita cada hogar de la localidad portando el aviso del encuentro con la alcaldesa. Antes era más fácil para los pobladores tocar la puerta de la administración local. Pero, tras reiteradas amenazas, la alcaldía tuvo que alejarse de las veredas.
Ahora la sede se encuentra en la zona urbana de Bogotá. Allí, una noche de agosto, durante el Encuentro de Mujeres y Pueblos contra la Militarización celebrado en Colombia, la alcaldesa Reinere de los Ángeles Jaramillo, abogada, feminista, y militante del Polo Democrático Alternativo, habló de los riesgos y desafíos de defender Sumapaz ante los ojos de los militares:
“La alcaldía tiene plena conciencia de lo que ocurre. Aunque se siga diciendo que aquí no pasa nada, estas localidades están cada vez más militarizadas. Sin embargo, la militarización no ha sido ninguna garantía de seguridad de los derechos humanos; por el contrario, lo que hemos vivido son mayores niveles de vulneración a estos derechos”, dijo, y luego, con el mismo tono firme, relató cómo han tenido que “sacar a los soldados de las escuelas”, y las constantes denuncias de su administración, ya que “son fundamentalmente las personas que hacen parte de organizaciones sociales las más amenazadas. En listas, aparecen quienes ellos consideran que están al servicio de la guerrilla.”
Como alcalde de Sumapaz, el periodista Jaime Garzón, recuerdan en el pueblo, fue uno de los primeros en defender allí los derechos humanos. Sorteando disímiles tribulaciones y amenazas, la actual alcaldía intenta seguir este legado.
“Para la administración local, la lucha por los derechos humanos ha sido difícil. Hemos lamentado hechos crueles como el asesinato de nuestros ediles y lo hemos manifestado. Esas son razones por las cuales el alto mando militar dice, pues, que la alcaldesa está del lado de la insurgencia. Porque les hemos pedido (a los soldados) que respeten el derecho internacional, que no lo violen.
“Después de muchas amenazas, que llegan de todos lados, y acusaciones de subversión y terrorismo, le expresaron en privado al alcalde mayor que no tenían mucha confianza en esta alcaldesa.
“Ya no es posible moverse con la tranquilidad de antes, de hecho la junta administradora local tampoco se mueve con tranquilidad. Nosotros teníamos nuestro programa e íbamos con todo el equipo a las veredas, ahora son ellos quienes tienen que venir hasta acá.”
Don Wilches y sus casi cien años contra la soledad
“Dígame, ¿qué edad tiene usted?”
“Ochenticuatro años”, me respondió Don Wilches, regalando una cándida mirada. Con hablar escasamente intrincado, pero con mágica sabiduría, le había escuchado hacer el cuento de su vida, que era también una metáfora de la historia más reciente de Sumapaz.
“Hace años llegué con la idea de volverme algún día a mi tierra, pero nunca me fui”, dice arropado por la nostalgia, y de repente, los surcos del tiempo se le desdibujan del rostro: “En 1943 escuché de la lucha por la tierra. Por aquella época Erasmo Valencia nos explicaba cómo hacer y le puse harta atención… Pero, a algunos nos quedó regalarle el dinero a los latifundistas, porque tuvimos que comprar una tierra que no era de ellos.”
Desde entonces, se aprendió estos parajes como la palma de su mano. Y con los años, ha ampliado los argumentos para hablar de esa gran paradoja que es el nombre de Sumapaz. Ha sido larga la guerra y las violaciones que ha dejado, me cuenta: “aquí, de noche, hasta las plantas tienen ojos.”
Aun cuando los días han pasado, este anciano camina ante mi mirada. Lo veo desandar con su poncho aquella pirámide fría como un personaje de ficción o esos hombres “del llano llano” que alguna vez me hablaron de la historia de Colombia.
Aun cuando los días han pasado, este anciano camina ante mi mirada. Lo veo desandar con su poncho aquella pirámide fría como un personaje de ficción o esos hombres “del llano llano” que alguna vez me hablaron de la historia de Colombia.
El día en que lo conocí, habían pasado unas horas de que la Corte del país declarara inconstitucional el acuerdo que permite a los Estados Unidos operar desde nuevas siete bases militares colombianas: “Mi tinto [café] de ayer fue muy importante”, expresó con calma, alojándose en una pausa que duró varios instantes. “Me sentí feliz de que fueran capaces de echar atrás ese proyecto, aunque sé que le van a insistir…”
El contacto con los sumapaceños permite traducir esos datos fríos sobre la persistencia del conflicto armado: más de dieciséis mil millones de dólares, con el apoyo norteamericano, se han destinado al Plan Colombia, y cada año, más de veintiún billones de pesos se ponen a disposición “del combate a las guerrillas”. Sin embargo, según la prensa rural, treinta millones de personas viven en la pobreza y la población campesina sigue desapareciendo —en menos de treinta años ha sido reducida del 61% al 27%— “producto de la contrarreforma agraria más reaccionaria del continente”.
Pero el eco de los medios insiste en que en Colombia no hay guerra. Uno puede caminar despacio frente al Museo del Oro, o mirar tranquilamente la estatua de Policarpa en Bogotá. En Colombia no existen manos foráneas manejando soldados. Quizás lo que ocurre es que en este país el viajero debe estar muy atento a los mapas. Algunos desvían y llevan a sitios como Sumapaz, donde los retenes militares custodian la entrada, y la noble gente habla de las veces que “nos han querido sacar corriendo, a punta de bala”, y se preguntan por qué la ceguera frente a artículos constitucionales como ese que proclama inviolable el derecho a la vida.
Sin embargo, es también aquí donde mayor confianza existe en que, algún día, la paz será suprema, como en las antiguas leyendas indígenas de la zona, y empezarán a evitarse estos graves y “extraños” dislates con los mapas. Siempre recuerdo aquella frase, hecha con la mayor elocuencia que entregan los años: “No estamos cansados”, dijo Don Wilches, “y ya somos más vivos y expertos”.
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Notas:
Esta visita a la localidad de Sumapaz fue parte de las acciones del Encuentro de Mujeres y Pueblos de las Américas contra la Militarización, que se celebró en Colombia entre los días 16 y 23 de agosto. Más de cien delegadas internacionales recorrieron también, en distintas comisiones, otros territorios impactados por la guerra: Valle del Cauca, Cauca, Catatumbo, Ciudad Bolívar, Barranquilla, Buenaventura, Nariño-Pasto, San José de Apartadó, Magdalena Medio, Barrancabermeja, Santander, Norte de Santander, Arauca. Las misiones de solidaridad tuvieron el propósito de visibilizar las violaciones que sufren estos pueblos y, específicamente, de los derechos de las mujeres.
1 Planta que alcanza hasta dos metros de altura, crece en los páramos, tiene hojas anchas, gruesas y aterciopeladas, y flor de un color amarillo de oro. Produce una resina muy apreciada [N. de los E].