Homenaje a Julio Fernández Bulté
A dos años de su fallecimiento, Caminos rinde un modesto homenaje a Julio Fernández Bulté, amigo, compañero. Decir que era Premio Nacional
de Derecho, que recibió distinciones como las de Combatiente de la Clandestinidad y por la Educación Cubana y que la Unión Nacional de Juristas de Cuba le otorgó la condición de miembro de honor de dicha organización, no alcanza a describir al delicado, culto y apasionado profesor, poseedor de un fino humor y una clara inteligencia puesta al servicio de sus alumnos, del derecho cubano, de la patria. De su obra, hecha muchas veces al calor de la polémica o las necesidades de la enseñanza, hemos rescatado este ejemplo que brindamos hoy a quienes lo conocieron en las aulas universitarias y a quienes ya no tuvieron ese privilegio.
Tras las pistas de la Revolución en cincuenta años de derecho
Seguir las pistas de la Revolución cubana a través del derecho creado en sus cuarenta años es algo que no resulta absurdo intentar. De hecho, los procesos históricos se estudian siempre desde una determinada perspectiva o con un instrumental específico. Es sabido que hay una poderosa corriente historiográfica que ha pretendido, desde hace algún tiempo, entender la Revolución francesa desde el avatar de las mentalidades.
En el presente trabajo, sin embargo, no pretendo introducir una nueva versión metodológica ni una nueva perspectiva para la interpretación del proceso revolucionario, pero sí me propongo hurgar en los hitos más sobresalientes de la producción jurídica de estos últimos cuarenta años de convulsa historia, para descubrir algunos particulares y poner de relieve matices que de otro modo creo que no podrían ser entendidos. Es que, de hecho, la Revolución se ha hecho en todos los planos: en el político, el económico, el de las ideas y la sensibilidad social e individual, y también en el de la concepción misma del derecho, su significado, su papel y sus poderes. Incluso cuando se le ha minorado, cuando se le ha despreciado o subestimado, ello también ha sido una manera específica de entenderlo y asumirlo.
De tal modo, no pretendo aquí rehacer o releer la Revolución desde las páginas del derecho, sino únicamente releerlos a ambos juntos, en la dinámica en que se han ido formando, y seguir las pistas de la primera a través de la producción jurídica, lo cual, aunque a algunos les parezca inocuo, puede resultar muy significativo y revelador.
Para entender lo que la Revolución se vio obligada a enfrentar tendríamos que tener claridad acerca del sistema de derecho que tenía el país cuando se produjo la victoria del primero de enero de 1959. De otro lado, la noción “sistema jurídico” nos resulta inexcusable en el tratamiento de la institucionalización y en la comprensión de los avatares que ha enfrentado el derecho en los últimos cuarenta años, más si pretendemos avanzar sobre la situación actual de dicho sistema y los desafíos que tiene ya. Ese término, como es sabido, es de vieja prosapia, pues era ya usado en el siglo XIX, particularmente por Rudolf Von Ihering y ulteriormente por Carlos Savigny y demás seguidores de la Escuela Histórica Alemana.1 Pero el concepto ha ido evolucionando y adquiriendo una redimensión en que cada vez más se vincula no sólo a consideraciones técnico-jurídicas, sino, además, lingüísticas y culturales, en su más amplia dimensión. En ese sentido, se habla crecientemente de las relaciones entre las áreas jurídicas, (el Rechtskreise de los alemanes) y las áreas culturales (Kulturskreise).2
El concepto de sistema jurídico, visto en esta redimensión aludida, es sumamente importante para la comprensión de los procesos institucionalizadores, dado que los últimos se mueven siempre dentro de los límites, o a través del instrumental de un sistema jurídico; o, en otras variantes, suponen precisamente el abandono de un sistema jurídico y la adopción de otro. Es en ese sentido que en la caracterización de los sistemas jurídicos mundiales se ha ido estableciendo un aparato categorial que tampoco puede ser soslayado. Así se ha extendido el uso de conceptos tales como “difusión”, “penetración”, “recepción” y “resistencia”,3 todos los cuales pueden sernos útiles en las reflexiones que nos proponemos.
Por supuesto que por haber sido Cuba colonia española, nuestro sistema jurídico se inscribía absolutamente en el modelo que la doctrina identifica como sistema romano-francés. En el campo penal, a más de los elementos tipificadores de este sistema, se advertían fuertes influencias del positivismo italiano, particularmente en las tendencias de Enrico Ferri y Gabriel Tarde. El
Código de Defensa Social, promulgado en l936 y vigente desde l938, fue de declarada adscripción doctrinal a la escuela penal positivista, aunque plagado de inconsecuencias al respecto.
Esa radicación romano-francesa del sistema jurídico cubano no fue alterada ni por la circunstancial dominación inglesa sobre La Habana, en l762, ni ulteriormente por las intervenciones norteamericanas que sufrió el país desde l898. Evidentemente, los factores de resistencia del sistema latino fueron capaces de enfrentar la penetración del sistema de Common Law, y en ningún momento el modelo giró sensiblemente hacia el sistema anglosajón. Durante las intervenciones norteamericanas, y especialmente durante la primera, las influencias doctrinales fueron sensibles, especialmente del pragmatismo y el utilitarismo de Bentham. En el terreno del derecho positivo, apenas alcanzaron a la articulación de algunos cambios en el campo del derecho administrativo, en la administración de justicia municipal o de base y en la implementación del recurso de casación, que no existía en nuestro sistema español anterior.
Al triunfar la Revolución se crea una situación singular desde el punto de vista de la institucionalización del nuevo poder. Por supuesto que no me estoy refiriendo a la legitimación del poder revolucionario, sino a los mecanismos en los cuales va apoyándose desde los primeros momentos el ejercicio del nuevo poder y a su adecuada manifestación jurídica. Por tanto, cuando me refiero a la
situación especial que se crea en l959 estoy aludiendo a una novedosa contradicción que se establece: de un lado un genuino proceso revolucionario que involucra paulatinamente a casi todo el pueblo y, de otro, un débil mecanismo estatal para expresar y formalizar ese altísimo momento de participación en el poder de grandes masas de la población y un sistema normativo que no puede apoyar y menos impulsar al proceso político que se desarrolla vertiginosamente.
Es interesante advertir que aunque en el llamado Programa del Moncada se había establecido claramente, como uno de los objetivos inmediatos de la revolución triunfante, la restauración de la Constitución de l940,4 en fecha tan temprana como febrero de l959 se aprueba un nuevo texto constitucional denominado Ley Fundamental. De hecho, la nueva Constitución fue la reproducción del texto de l940, especialmente en su parte dogmática. Sin embargo, en la parte orgánica se introdujeron algunos cambios sustanciales: el antiguo Poder Legislativo integrado por el Congreso bicameral (Senado y Cámara de Representantes) quedó eliminado y sus facultades legisferantes pasaron al Consejo de Ministros, que a su vez constituía, junto al Presidente de la República y el Primer Ministro (cargo que se mantuvo) el Ejecutivo de la nación. Otras reformas se refirieron a la estructura de los tribunales y, especialmente a la modificación del Artículo 24 de la Constitución del 40, en cuanto que ahora se franqueaba la posibilidad de procesos de expropiación sin previa indemnización, lo cual era un prerrequisito esencial para posibilitar el cumplimiento del elemento cardinal del aludido Programa del Moncada, esto es, la realización de una raigal reforma agraria
Si la Ley Fundamental de 1959 fue una nueva constitución o si fue simplemente una adecuación de la del 40, forma parte de un debate que no ha concluido entre los constitucionalistas cubanos. Los que no están en los intríngulis de la ciencia del Derecho podrán pensar que nada más fácil que preguntar a los protagonistas, a los que hicieron las veces de constituyentistas en 1959. Sin embargo, esas opiniones serían sólo unas entre otras igualmente válidas, porque representarían lo que los juristas llamamos la ratio legislatoris, es decir, la razón del legislador, lo que él quiso, lo cual no siempre se compadece de la verdadera ratio legis, que es tanto como decir la razón misma de la ley, la cual se comporta como un hijo que crece y se emancipa, echa a andar con sus propias piernas y actúa con su absoluta voluntad, muchísimas veces totalmente diferente a la que un día quiso su legislador-creador imprimirle.
Si ese análisis se ciñe a los límites del discurso normativista o jurídico-formal, poco podrá avanzarse en el mismo. Si, por el contrario, se pretende descubrir las latencias, las intenciones y la voluntad contenidas en ese nuevo texto constitucional, es decir, lo que en el mismo hay de teleológico, descubriríamos otros significados —evidentemente más sutiles, pero sin dudas más profundos— y alcanzaríamos un nuevo punto de vista en dicho debate. Con esa visión creo que el texto de 1959 no fue una simple renovación o reposición de la Constitución del 40, sino que fue la adopción de la misma, pero sólo como punto de partida, como trampolín para empresas más altas que no era difícil advertir, si no tanto en la letra de la ley, sí en la marcha de los acontecimientos políticos de aquellos momentos.5
Es conocido el apego que Cuba había tenido por desarrollar los procesos revolucionarios anteriores dentro de claros marcos constitucionales. Baste recordar que apenas a seis meses de iniciada la guerra de independencia, en
abril de 1869, se reunieron en Guáimaro los representantes de distintos cuerpos del Ejército Libertador para dotar a aquel incipiente proceso bélico no sólo de un formal respaldo jurídico-constitucional, sino para algo que me parece más importante: elevarlo a un nivel de legitimidad que consagraba la existencia de una pretensa pero inequívocamente deseada república orgánica, estructurada según lo que hoy llamaríamos un singular estado de derecho. Otro tanto ocurrió en la segunda etapa de la gesta emancipadora: sólo a los siete meses de iniciada se aprobó la Constitución de Jimaguayú, y cuando se cumplieron dos años de su vigencia, se observó religiosamente su mandato y se procedió a aprobar una nueva Constitución, dado que aún no se había alcanzado la independencia. Así surgió la de La Yaya. Antes incluso, cuando Antonio Maceo salvó la dignidad nacional con la Protesta de Baraguá, no pareció estar tranquilo con sólo el gesto político-militar y se aprobó aquel enteco documento que conocemos como Constitución de Baraguá, con sólo seis artículos, pero que vino a confirmar ese apego a la legitimación jurídica.
En varias ocasiones he reiterado que la historia del proceso revolucionario cubano a partir de 1959 y hasta bien entrado el año 1961 podría descubrirse en las pistas que nos brinda la copiosa legislación que se dicta en aquellos meses en que comienza a cumplirse el Programa del Moncada y la etapa democrático-revolucionaria se recorre en medio de una verdadera oleada de desbordamiento popular, imbricándose con las primeras tareas de lo que hemos calificado como segunda etapa o de inicio de las transformaciones socialistas, sin que se produjera solución de continuidad entre una y otra y bajo la misma dirección y el mismo liderazgo revolucionario.
A pesar de todas las discusiones, calumnias e interpretaciones equívocas, lo cierto es que el castigo de los criminales de guerra de la tiranía se impuso siempre mediante procesos judiciales, por tribunales competentes (aunque algunos les impugnan haber sido creados ad hoc) y a partir de leyes, que también para otros constituían una violación del viejo principio siempre aceptado del nullum rimen et nulla poena sine previa lege poenale. No me parece que a estas alturas ese debate arroje alguna luz importante sobre la naturaleza misma de lo que ocurrió y sobre su contenido ético e histórico. Por supuesto que podría reabrirse infinitamente en el plano técnico, pero poco aportaría a una valoración esencial del proceso. Porque lo cierto es que, en todo caso, no es fácil encontrar en la historia moderna un movimiento revolucionario vencedor que haya actuado con tantos escrúpulos formales como se hizo en el proceso cubano en este asunto al que me refiero.
Es también harto conocido que las medidas que iban dando cumplimiento al aludido Programa del Moncada se fueron adoptando, todas, mediante adecuados instrumentos legales, es decir, leyes aprobadas por el Consejo de Ministros, dotado de facultades legislativas, o por otros instrumentos jurídicos dictados por cada ministerio.
Me parece que un rasgo que sobresale en toda aquella producción jurídica es, a mi juicio fuera de toda duda, el altísimo nivel técnico de aquellas normativas, todas redactadas con un elevado lenguaje en el que se conjugaban, con galanura poco común, los propósitos políticos, sociales y económicos de cada preceptiva con los más exigentes requerimientos técnico-formales. Incluso quisiera significar que ante posibles controversias en torno a la retroactividad o no de algunas disposiciones, a la luz de una sutil interpretación de lo que la doctrina jurídica burguesa había consagrado como teoría de los derechos adquiridos, se procedió con extraordinarios escrúpulos jurídicos y se concedió a algunas pragmáticas el rango de leyes constitucionales, como fue el caso de la Ley de Reforma Agraria y con ello se santificó, también explícitamente, su posible alcance retroactivo.
Quisiera subrayar que cuando hablo de la consagración jurídica de los actos revolucionarios en esos años, no estoy circunscribiendo esa afirmación a las que pudiéramos llamar “grandes leyes”, que justamente daban cumplimiento al Programa del Moncada. Es que en todos los pormenores del quehacer del flamante Estado revolucionario se siguió, de manera casi puntillosa, un extraordinario rigor jurídico. Véase, al respecto, la copiosa producción de Proclamas y Leyes del Gobierno Revolucionario, dictadas en el apretado lapso de sólo un mes, en enero de 1959.6
Es notable en este sentido que desde las decisiones más trascendentales y diría que solemnes, hasta las que se referían a cuestiones puramente procedimentales, tuvieron una plasmación jurídica que resulta admirable. Quisiera sólo recordar algunas de esas proclamas y preceptivas, sin ánimo exhaustivo, sino sólo para ofrecer algunos botones de muestra de lo que he significado: el mismo día 2 de enero, el designado Presidente de la República, doctor Manuel Urrutia Lleó, dicta una Proclama al Pueblo de Cuba, en la que dice que “Considerando los altos merecimientos del doctor Fidel Castro Ruz, al servicio de la patria como Jefe de la Revolución que ha derrocado el régimen tiránico instaurado el día 10 de marzo de 1952, vengo en nombrarlo Comandante en Jefe de las Fuerzas de Aire, Mar y Tierra de la República de Cuba”. A nadie escapará que esa decisión era un producto natural de los hechos político-militares, y estaba en el entendido del Ejército Rebelde y de toda la población, de modo que su proclamación era algo más que un acto constitutivo, y tampoco puede ser entendido como un simple gesto declamatorio. Era, por el contrario, muestra de ese apego a lo jurídico-formal.
Igual significado tiene la Proclama del 5 de enero en la que el presidente dice que “… proclamado Presidente Provisional de la República el día primero de enero… por el pueblo en armas en la heroica ciudad de Santiago de Cuba, ante el cual juré y tomé posesión de mi cargo, en el deber ineludible de resolver la situación que plantea la necesidad de proveer el ejercicio de la potestad legislativa que corresponde al Congreso de la República, según la Constitución de l940, al asumir el Poder Ejecutivo…” Y entonces resuelve nada más y nada menos que declarar cesantes en sus cargos a las personas que detentaban la Presidencia de la República y las funciones legislativas, y declarar disuelto el Congreso de la República, y asimismo declarar cesantes a gobernadores, alcaldes y concejales. Por supuesto que ninguno de esos cesanteados estaba a esas alturas en el país, y menos en ánimo de reivindicar sus viejas prebendas. De lo que se trataba, insisto, era de otorgar consagración jurídico-formal a lo que eran hechos irreversibles, derivados del triunfo de la lucha armada. Se me antoja pensar que era algo así como decir que no bastaba, para la mirada de aquellos hombres, con la fuerza de las armas, sino que sobre esa fuerza erigían, con todo el poder de la legitimidad, la consagración legal, ciudadana, civilizada y permanente.
Insisto en que esa producción legal cubrió un espacio que fue de lo más trascendental hasta los detalles más nimios, como si no se quisiera que quedara suelto ningún hilo de aquel nuevo tejido político-social que nacía bajo consagración jurídica. En ese sentido, es notable un crecido número de reformas constitucionales, algunas de las cuales disponían, para sólo mencionar singulares ejemplos, la suspensión de la vigencia de los preceptos constitucionales que establecían edades mínimas y tiempo mínimo de ejercicio profesional para el desempeño de cargos públicos (G.O. no. 4 de 13 de enero de 1959), o suspendían la inamovilidad de funcionarios judiciales y fiscales, junto a otras trascendentales, como el establecimiento de la retroactividad de la ley penal cuando se tratara de crímenes cometidos por personeros de la tiranía derrotada, o la suspensión de la vigencia del recurso de habeas corpus por el término de noventa días, y sólo en relación con personas sometidas a la jurisdicción de los tribunales revolucionarios, por delitos cometidos durante la guerra.
El número de leyes de ese período también es abrumador y su gama va, nuevamente, de lo más determinante para la marcha ulterior del proceso hasta cuestiones de pura y simple tramitación, sobre las cuales ningún proceso político profundo, convulso y radical como el que se acababa de vencer se habría tomado históricamente el trabajo de dictar preceptivas pormenorizadas.
Esa legislación recorre el espectro de cuestiones tales como la vigencia de los pasaportes, la legislación de seguros y reaseguros, las formalidades en la firma de leyes y decretos, la suspensión del curso académico en los centros de enseñanza secundaria de la nación, la anulación de títulos académicos otorgados por universidades privadas y la extinción de estas, las normas para los registradores de la propiedad, la abolición de la cuota sindical obligatoria, hasta cuestiones tan trascendentes como el nuevo presupuesto de la nación y modificaciones de las leyes orgánicas del poder judicial y del poder ejecutivo.
Creo que sería injusto no tomar en consideración en todo esto que estamos reseñando el papel de algunas personalidades. A fin de cuentas, aunque una manía marxistizante pretenda ignorarlo, la historia la hacen las personas. A mi juicio, en toda esa obra legislativa tuvo una significación especial el flamante Ministerio Encargado de la Ponencia y Estudio de las Leyes Revolucionarias, a cuyo frente estuvo desde su fundación el doctor Osvaldo Dorticós Torrado, quien con su fina inteligencia y su alta cultura jurídica contribuyó de modo notabilísimo a la excelencia y la organicidad de toda esa copiosa producción jurídica.
Los golpes y contragolpes que se producen en el curso del enfrentamiento a las agresiones imperialistas que comienzan, de hecho, desde el triunfo mismo de la Revolución, y adquieren su más alta virulencia hasta ese momento cuando se promulga la Ley de Reforma Agraria, están todos, sin excepción, plasmados en una violenta, febril, ingente normativa jurídica, en la que no falta, no obstante esas características, la debida coherencia y perfección técnica. Así se suceden las leyes de confiscación, de intervención, y de nacionalización, dictadas no sólo en ese alto nivel jurídico, sino, además, desenvueltas en normas posteriores de menor rango jurídico, pero de absoluta validación legal.
Lamentablemente, un trabajo como el presente no nos permite pormenorizar en esa legislación que describe, como pistas inequívocas, el camino que va siguiendo el proceso que se transforma, insensiblemente, de nacional liberador, agrario y antimperialista, en un proceso de franco contenido socialista. Sin embargo, no es posible dejar de mencionar aquellos hitos legales que cambiaron la historia de Cuba de la manera más radical y también más epopéyica.
Mediante la Ley 85l, del 6 de julio de 1960, el Consejo de Ministros, investido de la facultad legislativa, confirió autorización al Presidente de la República y al Primer Ministro para dictar resoluciones disponiendo la nacionalización, mediante expropiación forzosa, y su adjudicación en pleno dominio en favor del Estado cubano, de todos los bienes y empresas ubicados en el territorio nacional, y de los derechos y acciones emergentes de la explotación de esos bienes y empresas, que eran propiedad de las personas jurídicas nacionales de los Estados Unidos. Al amparo de esa autorización, se dictó la resolución de nacionalización de veintiséis empresas norteamericanas, el 6 de agosto de 1960. Este era el contragolpe más fuerte que la Revolución daba a las agresiones norteamericanas. Respondía de este modo a la eliminación de nuestra cuota azucarera y al boicot de las empresas petroleras que se negaban a refinar el petróleo procedente de la Unión Soviética, y en fin, como se fundamenta en la Resolución de agosto de 1960, era la respuesta a la actitud de constante agresión del gobierno y el Congreso de los Estados Unidos, con fines políticos, contra los intereses fundamentales de la economía cubana; la manera de afrontar la necesidad que tenía la nación cubana de resarcirse de los daños causados en su economía y de afirmar la consolidación de la independencia económica del país; la inevitable respuesta a la continua estafa a la economía nacional, al desacato a las leyes del país y a la elaboración de un criminal plan de boicot por parte de las compañías petroleras norteamericanas. Se respondía así, además, al deber de los pueblos de la América Latina de recuperar sus riquezas nacionales y al deber de Cuba de ser ejemplo luminoso y estimulante para los pueblos subdesarrollados del mundo en su lucha por librarse de las garras brutales del imperialismo.
Un poco después, el 15 de octubre de ese mismo año 1960, se dictaba la Ley de Nacionalización de una larga lista de empresas cubanas, con lo que, de hecho, se cambiaba ya el rumbo y el contenido de la Revolución.
La fundamentación también fue sumamente elocuente: esas medidas eran una exigencia del desarrollo económico de la nación, que sólo podía conseguirse mediante la planificación de la economía; las grandes compañías privadas habían seguido una política contraria a los intereses de la Revolución y las grandes empresas importadoras constituían un obstáculo a la ejecución de la nueva política de comercio exterior. Además, como allí se declaraba con palabra inflamada, las grandes empresas habían creado alarma y confusión en sectores de la economía nacional y otras habían financiado a grupos contrarrevolucionarios, en alianza con el imperialismo internacional y, ante todo ello, el gobierno revolucionario debía liquidar definitivamente el poder económico de los intereses privilegiados que conspiraban contra el pueblo y que jamás se podrían adaptar a la realidad revolucionaria de nuestra patria.
Seguir esas pistas es asomarnos a los más soberbios momentos de radicalismo y de desbordamiento popular; es rencontrar la embriaguez de aquella juvenilia justiciera y escuchar de nuevo la voz atronadora del pueblo cantando sus himnos de lucha y de victoria. Increíblemente, quizás en ningún otro espacio se encuentre más vívida expresión de aquella epopeya que en dos lugares y medios de expresión aparentemente opuestos: de un lado, en la poesía de Guillén, que dejó testimonio asombrado y delirante de aquella noche de viraje, cuando en el Estadio del Cerro (hoy Latinoamericano) Fidel perdió la voz y tuvo que ser sustituido por Raúl para leer esas nacionalizaciones: “Te lo prometió Martí y Fidel te lo cumplió, yo lo vi”, dijo entonces Nicolás. La otra expresión es, precisamente, la retórica inflamada y de singular belleza literaria de aquellas prescripciones jurídicas. Leerlas de nuevo es retomar las pistas de aquel proceso de calidad continental.
De lo que no cabe dudas, además, es de que esas pistas nos ilustran acerca de la existencia de un proceso contradictorio en el seno del sistema jurídico: por un lado se trata ya, de manera abierta y consecuente, de proceder al desmontaje de lo que entonces se comenzó a llamar “la legalidad burguesa”, y a un pretendido montaje paralelo de lo que con gran euforia calificábamos de “legalidad socialista”. Sin embargo, pronto aprendimos que es más fácil desmontar, romper o fracturar un sistema jurídico que construir uno en sustitución del cancelado. De hecho, los cimientos éticos y funcionales de la legalidad burguesa, incluso sus matrices conceptuales y sus fuentes jurisferantes fueron rápidamente barridos, pero en su lugar no era posible remontar un nuevo sistema jurídico. Con cierta grandilocuencia se hablaba ya, a fines de la década de los sesenta, del sistema socialista. Sin embargo, una reflexión profunda sobre el mismo nos permite cuestionarnos no sólo si nos aproximamos a él en esos momentos, sino incluso si ha habido absoluta claridad sobre su alcance, contenido y carácter, aun en los años posteriores y en toda la doctrina jurídica del socialismo de Europa del Este.
De hecho, son los años en que comienza la pendulación del proceso cubano hacia fuertes influencias procedentes del campo socialista, que alcanzan no sólo los terrenos económico, militar y de la técnica, sino que se imponen también en el campo de lo jurídico. De ahí que, según mi percepción, en esos años primeros de la década de los setenta, en torno al sistema jurídico cubano se anuden varias contradicciones importantes: de un lado, el aludido enfrentamiento entre un sistema jurídico que ya resultaba obsoleto por su contenido normativo y su fundamentación ética (el sostenido sobre las matrices del sistema romano-francés) y otro nuevo, que no acababa de conformarse y que se iba apenas improvisando en medio de una copiosa legislación muchas veces inorgánica y falta de articulación sistémica. Pero al paralelo se anuda otra contradicción, a saber, entre una tendencia de respeto al ordenamiento jurídico, que como hemos visto está enraizada en lo más puro de la tradición revolucionaria cubana y una posición nihilista con respecto al derecho, que parece ser común en procesos revolucionarios profundos como el que vivía Cuba en esos momentos. Y paralelamente, un tercer nudo contradictorio que está íntimamente relacionado con los anteriores y que podría sintetizarse como el enfrentamiento entre la tradición técnico-jurídica de nuestras raíces hispánicas y romano-francesas, frente a la creciente influencia de los principios técnicos procedentes de Europa del Este, particularmente de la Unión Soviética. En el fondo de todos estos sistemas de contradicciones crece la influencia del normativismo kelseniano y la cancelación de un pensamiento iusfilosófico adecuado, que sirva de derrotero a las nuevas orientaciones que requiere el montaje del pretendido nuevo sistema de derecho socialista.
Un rasgo característico de este proceso es la verdaderamente curiosa y singular supervivencia de normativas, incluso de la época colonial, a las cuales se brindan interpretaciones y adecuaciones en ocasiones sorprendentes y que logran su armonización con los nuevos tiempos. No hay que olvidar que incluso Lenin había aludido a esa posibilidad de empleo extensivo de las normas burguesas para completar las regulaciones jurídicas en la nueva sociedad. Y como ya indicaba, en Cuba también el proceso de reconstrucción del sistema jurídico coincide, como en casi todos los países que realizan revoluciones profundas, con un evidente nihilismo jurídico. Se abrieron paso, en aquellos años, concepciones ingenuas e idealistas sobre el desarrollo de la sociedad, el cual debía producirse espontáneamente, a partir de la transformación de las relaciones sociales de producción, y en ese sentido llegaba a predecirse el arribo al estadio socialista, en el cual desaparecerían incluso los delitos y las conductas antisociales.
Esta situación tuvo un impacto incluso en el ámbito académico. Se redujeron notablemente las matrículas de la entonces Escuela de Ciencias Jurídicas y enflaqueció el currículo de la carrera de Derecho.7
Sin embargo, es justo consignar que ese lapso de nihilismo jurídico tuvo en Cuba menor duración que en otros países que hicieron revoluciones radicales. De hecho, ya a las alturas del Primer Congreso del Partido se adopta una línea política marcadamente institucionalizadora, y el concepto de institucionalización se extiende o se acentúa, incluso más que en la estructuración del aparato estatal, o en paralelo con ella, en la vertebración adecuada del sistema de derecho. Lo cierto es que desde 1975 se había percibido claramente la voluntad política de alcanzar lo que se llamaba ya entonces el perfeccionamiento del sistema de derecho socialista. Esa voluntad política se encauzaba en la dirección jurisferante ya aludida, pero la misma provocaba un inevitable movimiento doctrinal, con un eco importante en las facultades de Derecho del país, que se enderezaba a profundizar en la noción del sistema de derecho en todo lo concerniente al mecanismo de regulación jurídica de la sociedad, a la reconsideración incluso de la vieja categoría de legalidad socialista y, en general, a propiciar estudios e investigaciones sobre la verdadera entidad y dimensión del sistema de derecho socialista.
No sería inútil recordar que es precisamente en este contexto que empieza a pensarse seriamente, en la vida académica, en investigaciones jurídicas que desborden los estrechos límites del normativismo anterior y alcancen pretensiones multidisciplinarias, sociales, con un demán rigurosamente científico, lo que conduce, incluso, a que por primera vez, justamente en torno a los años l988 y 1989, la Academia de Ciencias de Cuba incorpore en su plan de investigaciones un llamado problema principal referido, precisamente, al perfeccionamiento del sistema de derecho socialista. Por supuesto que el primer problema que debía enfrontar aquel movimiento era, justamente, la delimitación del alcance de lo que podíamos entender como sistema de derecho socialista. Ciertamente, autores en el mundo que nada tenían que ver con el llamado “socialismo real” admitían la presencia y singularidad de dicho sistema.8 Del campo socialista, especialmente de Europa del Este, llegaba una literatura casi siempre cargada de una retórica apologética y con pocos elementos de rigor científico. Los atisbos al respecto se limitaban a las indagaciones valederas, y aun rigurosas, sobre el pensamiento de los clásicos del marxismo, especialmente de Lenin, sobre este problema de la existencia, la connotación y el alcance de la noción sistema de derecho socialista. De hecho, la supuesta singularidad de tal sistema de derecho dependía más de un determinado contenido, de una particular axiología que subyaciera en sus regulaciones, que de los propios elementos técnicoformales e incluso históricos que lo inspiraban.
Realmente, a las dificultades naturales para caracterizar un sistema jurídico se suman, cuando se trata del sistema socialista, otras especiales, derivadas de varios factores, entre ellos: a) el hecho incuestionable de que el sistema jurídico socialista, entendido en su dimensión mundial, es de muy reciente surgimiento y se mantuvo siempre en constante proceso de configuración y completamiento, lo cual hacía y hace muy difícil hablar del mismo como un fenómeno social y técnico terminado y completo; b) la extraordinaria diferencia observable entre los ordenamientos jurídicos de los distintos países socialistas de Europa del Este, resultantes algunos de diferentes tradiciones jurídicas; y c) las aún más extraordinarias diferencias entre esos países socialistas de Europa y los de Asia. Quizás por esa razón, algunos autores hayan preferido hablar del sistema soviético y no del sistema socialista, asumiendo al soviético como matriz de lo que se dibujó como, o pretendió ser, un sistema de derecho per se.
Ahora bien, tanto el sistema soviético como el de otros países socialistas europeos y el nuestro mismo, tenían, como ya he dicho, una indeleble marca de estructuración romano-francesa. El problema, entonces, de la caracterización del sistema de derecho socialista, se plantea en los términos siguientes: ¿Qué variación sustancial introdujo el proceso revolucionario como para permitirnos asegurar que estábamos o estamos ante un nuevo sistema jurídico? O, ¿en qué se separó ese proceso de la médula estructural y doctrinal del sistema romano?
Por supuesto que la empresa de construcción de una nueva sociedad, el montaje de nuevas relaciones sociales de producción, la liquidación de las relaciones económicas capitalistas y su paso a relaciones de fundamento socialista, originó lo que en la literatura socialista de Europa del Este se ha calificado siempre como un nuevo tipo de derecho. Pero esta categoría alude, como saben los familiarizados con la doctrina socialista de Europa, a la raíz de clase que predomina en un ordenamiento jurídico, y define e identifica las relaciones sociales de producción que ese ordenamiento jurídico protege e impulsa. Pero ello, por supuesto, no resulta suficiente para caracterizar en toda su integridad a un sistema de derecho.
Doy por descontado que la caracterización clasista, o política, o político-económica a que se refiere la categoría tipo de derecho, no puede ser ni remotamente desechada. El profesor yugoslavo Bojrislav Blagojevic afirmaba que para la justa conceptualización de un sistema jurídico, desde un punto de vista marxista, era preciso tener en cuenta el tipo de derecho de que se trataba, esto es que, “El derecho debe ser considerado en relación y en dependencia con la organización económica y social de los diferentes estados”. Pero reducir la caracterización de un sistema de derecho sólo al ámbito de la definición a que alude el llamado tipo de derecho nada nos adelantaría científicamente, puesto que nos llevaría a la admisión de que en el mundo antes de la caída del campo socialista —o incluso después— sólo ha habido dos tipos de derecho: el derecho capitalista y el derecho socialista y, evidentemente, aunque esta afirmación sea cierta, está muy lejos de ser toda la verdad, y no arroja ninguna luz sobre la diversidad de sistemas jurídicos que existen o existieron recientemente en el mundo.
¿Cuánto fue impactado de la estructura técnico-formal del sistema romano como consecuencia del proceso revolucionario? ¿Cuánto pervivió del sistema romano, y las grandes transformaciones sociales, cuando se manifestaron jurídicamente, significaron apenas simples adecuaciones dentro del mismo sistema jurídico? Son estas, a mi juicio, algunas de las grandes interrogantes que no han sido rigurosamente respondidas por la ciencia jurídica actual, ni en la óptica histórica ni en la de los comparativistas.
Quiero dejar claro que durante esas primeras décadas revolucionarias a que estoy aludiendo se produjeron transformaciones visibles, aunque desiguales, en distintas ramas del derecho; que hubo cambios esenciales en las nociones fundamentales de lo que suele llamarse el derecho político; que se afectaron puntos de vista incluso sobre las fuentes del derecho; y que llegaron a surgir nuevas ramas, en tanto otras desaparecían o enflaquecían hasta el punto de ser desestimables.
Sin embargo, nada de esto ocurrió mediante un proceso rectilíneo, sino todo lo contrario: en ocasiones se avanzó hacia una verdadera absorción estatal de toda la vida jurídica, es decir, hacia un exacerbado iuspublicismo, como ocurrió de modo patente en los primeros años de la década de los sesenta. Fueron esos momentos en los que, incluso en el plano doctrinal, llegó a defenderse que el mismo derecho laboral fuera sólo parte del derecho administrativo, en tanto se pretendió que las relaciones jurídicas del Estado absorbente, frente a los particulares, constituían el centro y casi la única dimensión del derecho. Es el momento en que surgen nuevas ramas jurídicas como el llamado derecho económico, que viene a suplantar en gran medida al derecho mercantil y, paralelamente, enflaquecen o desaparecen ramas completas como el aludido derecho mercantil o comercial, el derecho financiero, el derecho fiscal, el hipotecario, etc. Ante ese proceso que, repito, lejos de ser rectilíneo y homogéneo, fue contradictorio y zigzagueante, es muy difícil encontrar una brújula seria para lograr precisiones científicas en función de constantes técnicas, estructurales y de orientación formal del ordenamiento jurídico hacia nuevos rumbos.
Hay que decir con toda sinceridad que en ocasiones se impusieron y predominaron posiciones doctrinales y técnicas que, lejos de ser avanzadas y progresistas, quedaron muy rezagadas de las antes contenidas en el sistema romano-francés. De hecho, el desarrollo técnicodoctrinal alcanzado por nuestro derecho a la sombra de los modelos hispánico y francés era mucho más orgánico, avanzado y riguroso que el que disponía la técnica y la tradición jurídica soviética y de otros países del campo socialista. En esas condiciones, inevitables mimetismos e influencias procedentes de Europa del Este, lejos de impulsar nuestras soluciones jurídicas a niveles más elevados, lo que hacían era retrasarlas y minorizarlas.
Esta situación llegó a alcanzar, a mi modo de ver, incluso al sentido popular y progresista de nuestra técnica jurídica que, paradójicamente, en ocasiones se retrasó en esta dimensión al asumir soluciones y principios del campo socialista. Me refiero, para sólo mencionar un ejemplo, a la rigidez en el tratamiento de las fuentes del derecho, en que predominó siempre un absorbente estatismo y un rígido monismo jurídico estatalista, contra la flexibilidad y la frescura del modelo bizantino. Me refiero a la negativa a admitir fuentes populares de creación directa del derecho como la costumbre, que constituye una burocratización contrastante con el conocido fragmento de Juliano, en el Libro III.32.I del Digesto, en que se dice que “Porque así como las mismas leyes por ninguna otra causa obligan, sino porque fueron recibidas por el juicio del pueblo, así también con razón guardarán todo lo que sin estar escrito aprobó el pueblo; porque, ¿qué importa que el pueblo declare su voluntad con el sufragio, o con las mismas cosas y con los hechos? Por lo cual está también muy correctamente recibido que las leyes se deroguen no sólo por el sufragio del legislador, sino también por el tácito consentimiento de todos por medio del desuso”.9
Por ello he sostenido la necesidad de indagar en matrices ordenadoras correspondientes a espacios mayores que el ofrecido por los elementos técnico-jurídicos formalmente entendidos. Ha faltado, a mi juicio —y ello obliga a encaminar hacia ese costado las indagaciones— la comprensión multívoca del derecho, que lo aprecie como componente del proceso societario, en íntima vinculación con la esfera ideológica, ética y cultural en general, es decir, que amplíe la consideración de los elementos clasificadores del sistema más allá de las áreas jurídicas, de la ya mencionada Rechtkreise, para indagar en el espacio mayor de lo cultural, en el ámbito del Kulturkreise. Opino que normalmente no se ha considerado con todo énfasis el contenido ético como factor caracterizante del sistema, dentro del amplio sentido de lo cultural.
Por supuesto que no se me escapa que la primera y mayor dificultad para la integración de un aparato ético sistemático en el ordenamiento jurídico socialista estriba en lo que advirtiera el mismo Carlos Marx en la Crítica al Programa de Gotha, cuando significara que, en lo que él llamó la primera fase de la sociedad comunista, lo que hoy calificamos de socialismo, reina la desigualdad y declara que, por eso, “… el derecho igual sigue siendo aquí en principio, el derecho burgués… En el fondo es, por tanto, como todo derecho, el derecho de la desigualdad… Pero estos defectos son inevitables en la primera fase de la sociedad comunista, tal y como brota de la sociedad capitalista después de un largo y doloroso alumbramiento”. 10
Sin embargo, creo que si no abandonamos el contenido no sólo deontológico que debe tener el derecho, sino además su necesario contenido teleológico, podemos asumir que no obstante esa limitación apuntada por Marx, el derecho de la llamada etapa socialista debía estar integrado en torno a un aparato ético que sirviera de alternativa radical al egoísmo, al individualismo y al patrimonialismo con que siempre hemos caracterizado al derecho burgués.
Quisiera, además, significar que la eficacia de ese sentido ético transformador del ordenamiento jurídico, con su carga inevitable de coactividad y represión estatal, es sólo alcanzable mediante su inserción consecuente en una base de cultura concomitante. Al respecto quisiera recordar la atinada y agudísima observación del compañero Armando Hart, quien afirmó que “Cuando se impone una línea política sin un fundamento cultural” —y podría agregar ahora que cuando se impone una normativa jurídica sin ese fundamento cultural— “por muy justa que sea teóricamente, el resultado no es revolucionario sino, precisamente, lo opuesto a lo que se decía pretender”.11
En esa línea de reflexión, quisiera apuntar que basta la más rápida indagación sobre la evolución del pensamiento político cubano y las ideas jurídicas que han alentado en todo el proceso revolucionario para advertir que, en medio de acechanzas y tendencias de desviación, por encima de mimetismos e influencias foráneas, ha predominado la esencia de un fuerte núcleo ético que hunde sus raíces en la tradición revolucionaria cubana más auténtica. En efecto, desde los primeros conatos de integración de nuestra nación, a partir de la configuración de la nacionalidad cubana, el pensamiento político se caracterizó, de modo muy fuerte, por su búsqueda de consagración y legitimación jurídicas. No me refiero exclusivamente a las constituciones y legislaciones mambisas, que son elocuente expresión de esa voluntad y esa concepción, sino incluso antes, al pensamiento germinador de hombres como el padre José Agustín Caballero y más específicamente el presbítero Félix Varela. Medardo Vitier apunta atinadamente que sin perder realismo y sin abandonar una posición pragmática, en Varela se descubre un vuelo que salta por encima de lo circunstancial que aconseja el interés inmediato, para sostener un modelo abstracto y paradigmático que se asienta en una valoración global de la política y del hombre, en torno a un claro entendido ético irrenunciable.12 Los que han visto en el pensamiento de Varela sólo la impronta del liberalismo y el individualismo dieciochesco, sin atinar a calcular su dimensión epocal, han mutilado el juicio que merece ese gran fundador. Lo cierto es que el liberalismo original era, en aquellos momentos, la expresión de la corriente más avanzada y progresista, alzada contra las viejas trabas y consideraciones feudales. El individualismo de hondo sentido kantiano era, a su vez, la manifestación más pura de un núcleo ético que estaba en la base de todo el pensamiento iluminista. El individualismo de aquellos momentos no puede confundirse con el egoísmo ulterior, propio del desarrollo del sistema capitalista, sino que aquel descansa en la racionalidad humana, en la doctrina de los derechos naturales, inmanentes al ser humano, y en la virtud como expresión de esa individualidad que se integra en la sociedad civilizada y armónica.
Quiero entonces subrayar que fueron esas ideas éticas, humanistas e iluministas las que alentaron, con mayor o menor amplificación, en la obra constitucional de Guáimaro y hasta en las más realistas y sopesadas de Jimaguayú y La Yaya, y que están presentes, como leit motiv, en la filosofía de la vida y de la sociedad de nuestro José Martí. Siempre he insistido en la existencia de un cierto hilo conductor en la cultura cubana entre esas ideas y ese aparato ético que se reacomoda, se completa y se perfecciona, pero que nunca desaparece. Como juego de la casualidad, Varela muere en el mismo año en que nace Martí. Y el segundo es esencialmente el continuador, perfeccionador y completador del núcleo ético del primero.
La revolución victoriosa el primero de enero de 1959 —se ha repetido hasta el cansancio— resultó entonces la culminación de un proceso centenario, y se montó en un aparato ideológico y ético que también era natural continuación de esa lucha de un siglo y se inspiraba en esa tradición profundamente humanista. Ello determinó algo importante para la comprensión del sistema jurídico e incluso del sistema político cubano: que el proceso histórico de avance hacia la configuración de una sociedad socialista no se apoyó tanto en fórmulas librescas y en importadas consideraciones prácticas propias de Europa del Este, sino que fue, en la mayoría de las soluciones, natural desembocadura de ansias populares, de ancestrales exigencias y conquista de derechos que se asentaban en una escala de valores que tenía una profunda raigambre humanista.
Por eso creo que no es exagerado decir que en toda esa legislación antes aludida, que fue dando forma al pretendido nuevo sistema de derecho socialista, primó, sustancialmente, no tanto una nueva raíz técnica, ni nuevos principios doctrinales, sino un nuevo ideario humanista, un núcleo ético que era paradigmáticamente alternativo al egoísmo, el individualismo y el patrimonialismo que habían dominado el contenido del derecho anterior. No se trata de que ello se expresara con mayor o menor perfección e incluso galanura en los por cuantos de las nuevas leyes o en las fundamentaciones de otras disposiciones jurídicas, sino que dichas disposiciones suponían siempre un inequívoco contenido teleológico en el que era fácil advertir un rumbo de igualdad social, justicia social y dignificación humana; reivindicación de la soberanía popular; preservación de la nacionalidad; búsqueda y plasmación de lo que exalta la solidaridad humana, incluso a escala internacional, y levanta un internacionalismo, no sólo “proletario”, sino particularmente tercermundista. Además, se articula en varias ramas del derecho una clara tendencia de legitimación del trabajo como mérito y valor principal y redimensión social del hombre.
Me parece evidente que al finalizar la década de los setenta se habían desdibujado algunos elementos del sistema jurídico romano-francés sin que este hubiera desaparecido como caracterizante del sistema cubano. Pero se había ido formando, como elemento definitorio de su sentido novedoso, un nuevo aparato ético, y una nueva axiología jurídica que se vislumbraba, no obstante evidentes tendencias pragmatistas y utilitaristas.
Ese conato de sistema de derecho socialista surgió, quisiera insistir en ello, en medio de una situación pugnaz en que se enfrentaba la poderosa técnica romano-francesa con mimetismos procedentes de Europa del Este, puesto que no me atrevo a afirmar que el enfrentamiento fuera con una técnica jurídica novedosa propia del campo socialista. En realidad, salvo espacios muy específicos como el derecho económico y quizás algunos elementos del agrario, la técnica jurídica del campo socialista de Europa nunca alcanzó los niveles de desarrollo que tiene, en el plano doctrinal y científico, el sistema romano-francés. De tal modo, el enfrentamiento casi siempre se expresó en términos muy simples: de un lado lo que para algunos eran reminiscencias técnicas del viejo derecho que debíamos suprimir absolutamente —con evidente olvido de los inalterables principios y valores científicos y técnicos de se derecho— frente a un simplón pragmatismo que nada podía enseñarnos.
A ello se unía, como caldo de cultivo especial y tendencia favorecedora de los aludidos mimetismos y vulgarizaciones, la fuerza enorme que seguía teniendo entre nosotros el normativismo kelseniano. Tan importante ha sido su presencia y su huella en la historia jurídica cubana, y también en la que cubre los cuarenta años de la Revolución, que me parece insoslayable detenerme en ella a fin de hacer algunas consideraciones.
Para los medianamente enterados del curso de las ideas jurídicas queda claro que una de las corrientes iusfilosóficas más poderosas de la contemporaneidad ha sido la del normativismo fundado por Hans Kelsen y conocida como Escuela de Viena o de la Teoría Pura del Derecho.13 El gran maestro austríaco, imbuido del espíritu cientificista del positivismo, se propuso encontrar un lugar y una explicación al derecho desligados de toda mistificación iusnaturalista. En ese camino elaboró, desde 1911, su Teoría Pura del Derecho. Para Kelsen, el derecho es un conjunto normativo, un sistema de normas y no de hechos naturales, ni siquiera sociales. El derecho es norma y sólo norma. Por eso afirma:
Cuando nosotros consideramos a la ciencia jurídica como una disciplina normativa, necesita esta caracterización ciertas restricciones para evitar una posible 0tergiversación. El carácter normativo de la Ciencia del
Derecho se revela, negativamente, en que los acontecimientos que corresponden al mundo del Ser no tienen que ser explicados por ella, es decir, en que no es una disciplina explicativa; y positivamente, en que tiene por objeto normas de las cuales —y no de la vida real, sometida a la Ley de Causalidad— se derivan sus conceptos jurídicos propios.14
Lo cierto es que Kelsen era poco leído y menos entendido a cabalidad, no obstante lo cual muchos seguían lo que constituía el lado cómodo de su doctrina o de sus conclusiones doctrinales, esto es, despojar al derecho de su contenido axiológico y social y separar radicalmente los conceptos de derecho y justicia. A lo que me refiero es a la manquedad teórica y jusfilosófica de reducir el derecho sólo a un sistema o un esqueleto normativo sin carne ni nervios vivos. Entonces, interpretar las normas jurídicas es tanto como reducirse a su comprensión lógico-dogmática, intentar desentrañar la lógica interna de la norma, en la urdimbre de su entrelazamiento vertical y horizontal con otras normas; reducir la creación jurídica a sólo una artificiosa estructura normativa que debía ser, en lo interno, consecuente con el sistema normativo. Y lamentablemente, olvidar que el derecho es un regulador volitivo social; que constituye siempre la voluntad estatal de un determinado querer o un determinado deber ser, de inevitable contenido social; y no comprender que esas normas se realizan para una sociedad viva, de seres humanos vivos, con propósitos que son de forma inequívoca sociales, casi siempre económicos, las más de las veces políticos, y que siempre expresan un paradigma conductual que la sociedad protege porque forma parte de su sistema de valores más protegidos
En el espacio académico, esa adhesión al normativismo kelseniano tuvo una resonancia reproductora. Se enseñó, durante más de tres décadas, fieles al normativismo, sólo legislación positiva, ramplona legislación positiva y nada de derecho, entendido por tal un conjunto doctrinal, teórico, trascendente y, por ello mismo, y únicamente por ello, científico.
Esa adhesión casi hipnótica a Kelsen deriva, siempre he sostenido, de hondas causas sociales e ideológicas. En la sociedad explotadora, la doctrina kelseniana era un blando comodín para ejercer el derecho (todos: abogados, jueces, fiscales) sin sentirse maculados por sus injusticias notables, que repugnaban la más elemental posición, no dígase ya radical, revolucionaria, sino incluso cristiana o simplemente humanista. Entonces, Kelsen se convertía en un acomodo maravilloso: que el derecho tuviera muchas injusticias no era cuestión de los juristas, de los abogados, porque era una cuestión metajurídica. Esas responsabilidades y cuentas se pasaban a los políticos, los economistas, los filósofos. El jurista, convertido en simple normatólogo, se sentía protegido en su estructura normativa fría, formal, sin carne ni nervio social o político. Por supuesto, en el alivio estaba también la alienación. El jurista-normatólogo se colocaba cada vez más ajeno a los ideales que un día quizás lo impulsaron a una carrera, a una profesión, altamente social y comprometida.
El marxismo, al cual tantas declaraciones de adhesión hicimos desde la promulgación del carácter socialista de la Revolución, en el plano jurídico no supo enfrentar adecuadamente al normativismo kelseniano. Se han escrito decenas de obras y centenares de artículos acerca de este particular.15 Sin embargo, el amargo saldo es irrecusable: el marxismo practicado en Europa del Este, en el ámbito del derecho, se enfrentó apenas verbalmente al normativismo kelseniano. Incluso integró una retórica antinormativista, pero de hecho, en el fondo, muchas veces siguió prisionero de sus límites, y particularmente en el ámbito de la enseñanza del derecho, de la vida académica.
La razón de esta manquedad histórica habría que encontrarla en las tendencias dogmáticas, reduccionistas y formalistas que predominaron en las ciencias sociales en Europa del Este, y particularmente en la ausencia de elaboración de una metodología marxista desde la perspectiva iusfilosófica. No se olvide que uno de los corolarios del nihilismo jurídico a que antes aludía fue el abandono de la enseñanza de la Filosofía del Derecho en nuestras aulas universitarias, desde 1963 hasta que hace apenas unos años se reimplantó, con el conocido como nuevo Plan de Estudios C.
Sin embargo, desde el centro de tales conjuntos contradictorios se afrontó tempranamente una fructífera labor legisferante que estaba enderezada, conscientemente, a articular un nuevo sistema de derecho y, sobre su sólida base, un genuino y democrático estado de derecho.
En ocasiones se ha descrito el proceso de institucionalización jurídica a partir del texto constitucional de l976. Esto no es erróneo desde el punto de vista de la estructura lógico-formal del sistema jurídico, es decir, desde una percepción kelseniana del mismo, pero es inexacto desde el punto de vista histórico. En realidad, ese proceso comenzó algunos años antes, exactamente en abril de l968, cuando se constituyó, a nivel del Comité Central del Partido, la Comisión de Estudios Jurídicos, presidida por el inolvidable dirigente comunista Blas Roca, que comenzó a trabajar en l969.
En esa Comisión se agruparon juristas de casi todos los sectores del país, incluida una fuerte representación de la vida académica, y se abordó el análisis de todo el sistema jurídico. Prueba de su amplísimo espectro de dedicación es el número y la calidad de los proyectos de leyes u otras normativas jurídicas que se estudiaron y prepararon en unos pocos años:
– Creación del Registro de Población y de Identidad (l971) – Restructuración del Consejo de Ministros y creación de su Comité Ejecutivo (l972) – Ley de Organización del Sistema Judicial (1973) – Ley de Procedimiento Penal (1973) – Ley de abolición del ejercicio privado de la abogacía y establecimiento de los bufetes colectivos (1973) – Preparación de la experiencia del Poder Popular en Matanzas (1973) – Ley de Procedimiento Administrativo (1974) – Ley de Maternidad (1974) – Código de Familia (1975)
Ese trabajo tuvo como centro, por supuesto, la preparación del proyecto constitucional de 1976, sobre el cual daremos algunas referencias un poco más adelante, pero se mantuvo o hasta se incrementó después de la promulgación de la conocida como Constitución Socialista de 1976. Algunas disposiciones notables de ese segundo momento legislativo fueron:
– Ley de la División Político Administrativa del País (l976) – Ley Electoral (l976) – Ley de la Organización de la Administración Central del Estado (l976) – Establecimiento de los principios fundamentales del sistema de dirección de la economía (l976) – Nueva Ley del Sistema Judicial (l977) – Nueva Ley de Procedimiento Penal (l977) – Ley de Procedimiento Civil, Administrativo y Labora-(l977) – Ley de la Protección del Patrimonio Nacional (l977) – Código de la Niñez y la Juventud (l978) – Código Penal de l979.
Quisiera significar que este proceso legislativo fue sólo el inicio de una actividad que ulteriormente se vertebra y estructura orgánicamente a través de la Asamblea Nacional del Poder Popular y sus distintas comisiones permanentes, particularmente la Comisión de Asuntos Constitucionales y Jurídicos.
El rasgo más relevante de ese trabajo legislativo es, sin dudas, la altísima participación del pueblo en la discusión y aprobación de esas legislaciones, en todas las cuales se registran verdaderas consultas populares a través de las organizaciones sociales y de masas. Sin embargo, ese sentido plebiscitario adquirió su nivel más alto durante la discusión de la Constitución de l976. Ese proyecto constitucional fue debatido por el pueblo reunido en sus diferentes organizaciones y en cada centro de trabajo. Participaron en las aludidas discusiones 6 216 981 ciudadanos, que propusieron un total de 12 883 enmiendas al proyecto originalmente presentado; sugirieron 2 343 adiciones al mismo, las cuales fueron apoyadas por 9l 86l votos, amén de otros 64 020 votos que se otorgaron a otras propuestas. La Constitución entonces, con su redacción final, fue aprobada en referendo popular, mediante voto directo y secreto, por 5 602 973 electores, es decir, el 98% del cuerpo electoral. Votaron contra el proyecto 54 070 electores, es decir, el 1,0%, anularon sus boletas 31 148 electores y dieron voto en blanco, sin pronunciarse en favor o en contra, 44 221 electores. De tal modo, fue sin dudas una de las constituciones contemporáneas con más respaldo popular directo. Contó con el apoyo del 97, 7% de los electores.
La entrada en vigor de la Constitución Socialista de 1976 marca un hito esencial en la historia política y jurídica contemporánea de Cuba y, por supuesto, en su proceso institucionalizador. Esa Constitución no sólo consagra en su parte dogmática las grandes conquistas sociales, políticas y económicas logradas durante los años del poder revolucionario, sino que articula, en su parte orgánica, el nuevo aparato del poder, conocido como Poder Popular, que había sido ensayado en la provincia de Matanzas en años anteriores.
Creo que los juristas cubanos tenemos ya el deber, desde la perspectiva de cuarenta años de historia comprometida, de examinar con pupila crítica y despejada aquella ingente y soberbia obra legislativa, despojando ese análisis de retóricas superficiales o vacías.
Ante todo, me queda claro que en esa obra jurídica estuvo la innegable impronta de aquel mencionado líder marxista, de origen obrero, autodidacta, de singular experiencia militante y de apasionada vocación jurídica, que fuera Blas Roca. Es a mi juicio evidente que él imprimió a la mayoría de aquellos textos legales su visión proletaria, radical, popular, desenfadada, auténtica, despejada de articialismos y formalismos. Quizás Blas no conoció en toda su hondura iusfilosófica a Kelsen, pero no me cabe dudas de que su fino instinto político le hico rechazar el formalismo kelseniano y propender a una legislación empapada de compromiso social, político, económico y ético.
Sin embargo, hora va siendo de que examinemos también, con igual pupila crítica, otros costados de esa legislación que se crea en los primeros años de actuación de la Asamblea Nacional del Poder Popular (ANPP). Creo que tendremos que admitir entonces que la misma fue hija de una tendencia marcadamente iconoclasta en relación con las tradicionales técnicas jurídicas y especialmente las que forman el núcleo orgánico del sistema romano-francés. El abandono de esas técnicas y de esa organicidad condujo en muchísimas ocasiones a que se formularan legislaciones faltas de estructuración científica, organicidad, y de la vertebración coherente, que es inmanente al derecho como sistema normativo. De aquellas corrientes llenas de pasión y cargadas de buenas intenciones, pero ajenas muchas veces a los requerimientos técnico-jurídicos, salió con frecuencia una obra legislativa sin escuela, sin doctrina previa, puramente operativa, pragmática o, peor aún, más o menos burdamente copiada de otras legislaciones semejantes del campo socialista de Europa del Este, en el cual la consagración del sistema jurídico era, como ya dije, mucho más pobre que entre nosotros, y la formación históricodoctrinal estaba absolutamente rezagada en relación con nuestra tradición jurídica
Estos rasgos se expresaron en los más sutiles intríngulis técnicos de cada rama y cada institución jurídica, pero también en la asunción de una terminología que quiso reaccionar contra “el lenguaje jurídico tradicional”, y al hacerlo echó por la borda un sistema de semiótica científica, unos códigos de técnica de valor universal, que al ser abandonados creaban verdaderos desconciertos en lo que es, pese a la tozudez de algunos, una ciencia, una ciencia social, la ciencia del derecho. Además de que en ocasiones, como consecuencia de tales adulteraciones y vulgarizaciones terminológicas, se perdieron los contornos de las instituciones jurídicas y de las formas tradicionales de su regulación.
Algunas de las legislaciones señaladas estuvieron menos impactadas por estos defectos que otras. En muchos casos, legislaciones posteriores a la obra de la Comisión de Estudios Jurídicos fueron más afectadas por esa falta de adscripción doctrinal a determinadas posiciones técnicas, como es el caso, a mi modesto entender, de nuestro Código Civil, lleno de debilidades e insuficiencias, que se advierten, a veces dramáticamente, en la misma medida en que comprobamos que abandona, incomprensiblemente, sin justificación ética ni política, los esquemas técnicos y científicos del sistema romano-francés e incluso del derecho romano clásico, para seguir, con igual falta de justificación, modelos de Europa del Este muy deficientes e intranscendentes.
El que sigue las pistas que estoy pretendiendo rastrear, no puede menos que sonreír ante el nuevo lenguaje, supuestamente popular, de algunas de esas legislaciones, y su técnica inubicable, cuando las compara con aquellas de los años sesenta, con su palabra inflamada y de altísimos vuelos técnicos, de absoluto rigor profesional, pero cargadas de un contenido no sólo transformador, sino estremecedor de todo el pasado. Queda claro entonces que no se trataba de revolucionar el derecho, sino de algo que hay que admitir tristemente: una influencia foránea que poco nos ayudó en el terreno de la estructuración jurídica de nuestra sociedad.
Después de constituida la Asamblea Nacional del Poder Popular, aquella febril labor legisferante no se detuvo, sino que se canalizó a través del nuevo órgano legislativo, de nuestro Parlamento. A las legislaciones ya mencionadas se sumaron otras de sentido importante y general, como fueron, para sólo citar algunos ejemplos, la nueva Ley de Procedimiento Civil, Administrativo y Laboral; el Código de Vialidad y Tránsito; El Código de la Niñez y la Juventud, el Código del Trabajo; y en l987, el nuevo Código Civil, con el que se salía del imperio jurídico, en el campo civil, del viejo código español de l889. Mención especial merece la promulgación, en l988, de la Ley 62, que deroga o subroga, según distintas posiciones doctrinales, el Código Penal de l984, y que fue aprobado en medio de un profundo movimiento político, además de jurídico, de “despenalización”.
Al iniciarse la década de los ochenta, pese a la voluntad de articular un sistema orgánico de derecho, se ha creado una sensible dispersión jurídica, una evidente desarticulación entre distintas ramas del derecho, y en ocasiones entre normas sustantivas y adjetivas. Sobre todo, se padece la evidente yuxtaposición entre normas, y hasta visibles contradicciones de fondo, derivadas de la proliferación jurídica y la falta de organicidad en la promulgación de nuevas disposiciones, especialmente de las que están jerárquicamente por debajo de la ley. La proliferación de esas normas menores fue realmente asombrosa. A ello contribuía también la pues