Para Beatriz y Joan
A comienzos de los años setenta, una amiga nos hablaba con pasión de su paso por Chiapas. Esa diócesis, junto a las de Cuernavaca, Riobamba, La Rioja, Goya, Recife y Sao Paulo, eran referentes luminosos en la geografía eclesial latinoamericana. Si bien florecían otras muchas experiencias, la nota distintiva de aquellas era el impulso a pastorales liberacionistas promovidas por sus propios obispos, dispuestos a llevar a la práctica los lineamientos de la Conferencia de Medellín. Chiapas sumaba el dato inédito de un profundo trabajo con las etnias de la región, desarrollado durante décadas bajo la inspiración de su obispo, Samuel Ruiz.
Hacia fines de 1999, y de acuerdo a la edad jubilatoria dispuesta por el derecho canónico, había presentado su renuncia al Papa, de modo que en febrero del año 2000 se organizó una despedida en San Cristóbal de Las Casas. Fue precedida por un encuentro teológico denominado “Del Concilio Vaticano II al Tercer Milenio”, en el que participamos más de mil delegados de todas partes del mundo, convirtiendo a esa ciudad de clima gélido en un hervidero de debates e intercambios. Doce años más tarde tengo bien grabados en la memoria cuatro recuerdos.
Uno: Salimos de madrugada cerrada con Joel desde el lugar helado y rústico donde nos habían alojado, para llegar a tiempo a la casa de Don Samuel, donde le cantamos “Las mañanitas” junto a un grupo variopinto y bullicioso que tomaba café y chocolate caliente. Allí estaba ese hombre macizo y cordial, con su eterno traje raído y una insólita corbata. Había nacido en 1924 en Irapuato, zona de numerosas operaciones durante la Revolución mexicana, y era prelado de San Cristóbal desde 1959.
Dos: Diez de febrero. Misa formal de acción de gracias en la plaza de la catedral. Ese día, más de quince mil indígenas bajaron de sus comunidades. Escena impresionante de tojolabales, tzotziles, choles, zoques, tzeltales haciendo sonar instrumentos musicales y coloreando el aire diáfano y sutil con sus vestimentas. Era como si la raíz profunda del continente se hubiera hecho presente allí intempestivamente. Como sacerdote al fin, pedí alba y estola para concelebrar esa eucaristía. Sonaban las caracolas ceremoniales desde los cuatro puntos cardinales; es un sonido profundo y patético, que se oye con el corazón y sigue resonando rato después en el pecho. Antes del amanecer se había consultado el calendario Tonal Pohualli para conocer las señales que le correspondían al homenajeado. La fecha era Doce-Flor; tres veces cuatro. Tres significa mediación entre cielo y tierra. Cuatro es el cosmos. Doce es el número del quetzal, ave que no resiste el cautiverio. Obispo mediador, obispo libertario…
Don Samuel se hizo presente con la bandera verde de Jcanan Lum (Cuidador de los Pueblos). Con él caminaban los trece ancianos principales y cincuentidós indígenas que portaban estandartes que simbolizaban el siglo maya. Colocaron trece cirios, trece ramos de juncia y trece incensarios para representar la totalidad del mundo, los trece días de la creación y los trece niveles del cosmos.
La misa duró más de cuatro horas bajo un sol de fuego; hubo cánticos, lecturas, testimonios, oraciones, reflexiones y consignas (“¡Queremos obispos al lado de los pobres!”). Lloré como un condenado. Me caía encima el dolor inmenso y la resistencia de cinco siglos. Sentía, además, que un capítulo hermoso y heroico de la iglesia liberacionista se cerraba ante mis ojos, clausurado con premeditación y alevosía por la burocracia vaticana y sus cómplices del gobierno mexicano. Entraba allí en su última fase el mecanismo de desmontaje de propuestas pastorales emancipatorias, aplicado sistemáticamente desde hace más de treinta años en la Iglesia Católica y en todo el orbe.
Tres: Partí con una delegación multinacional desde San Cristóbal rumbo a la comunidad de Acteal. Cerca de cuatro horas de bosque incluyeron el cruce de más de cinco retenes militares en los que debíamos bajar para soportar la revisión de documentos personales y la inspección del propio vehículo y el equipaje. Las tropas eran parte de un inmenso cerco que llegó a contar con más de sesenta mil efectivos; tenía por objetivo el amedrentamiento de la población indígena, su descomposición social vía la promoción del alcohol, la prostitución y las delaciones, y, ante todo, la consolidación de una pinza bélica para ahogar a las comunidades zapatistas.
En Acteal nos esperaban los tzotziles en la misma capilla donde en 1997 habían sido masacrados cuarenticinco indígenas mientras oraban preparando la Navidad. Clásico golpe de paramilitares financiados por hacendados y terratenientes y tolerados por el gobierno. Algunas tablas de madera de la construcción mostraban aún las marcas de los balazos. Nuestro gesto pretendía transmitirles que no eran solo una comunidad perdida en las montañas chiapanecas, y que había gente dispuesta a solidarizarnos y seguir denunciando la matanza.
En el camino de retorno, ya en el último retén, aparecieron, además de las tropas, algunos funcionarios del Ministerio de Gobierno, y apartaron a un matrimonio de italianos jóvenes que iba en el grupo, indicándoles que tenían veinticuatro horas para abandonar el territorio mexicano y que, como deportados, no podrían retornar al país por cinco años. De nuevo la zarpa represiva cebándose en esa ocasión sobre aquella pareja, que entró en estado de pánico y desolación.
Cuatro: Regresé al Distrito Federal como quien viene de otro universo. El avión sobrevoló un Popocatépetl nevado e imponente que jamás había visto tan cercano. Estuve casi tres días con fiebre altísima y sin otro síntoma, acogido en casa de Beatriz. Veía entre sueños el humo denso del incienso omnipresente en Chiapas, los diseños minuciosos de los tejidos indígenas, las tonalidades rojas, verdes y azules en los bordados de los huipiles; escuchaba los sonidos dulces de idiomas que no comprendía; percibía sombras y siluetas moviéndose en el frío y la niebla de la altura; una realidad espectral que se diluía y yo ya no era capaz de retener.
Tanto en la tradición veterotestamentaria como en otras expresiones religiosas, los cerros y montañas suelen operar como espacios propicios para las experiencias espirituales fuertes. Tomé conciencia de que me había sido concedida esa gracia que llevo hasta hoy como un regalo inquietante.
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NOTAS
1. Joel Suárez, coordinador del Centro Memorial Martin Luther King Jr.