Encuentros

Frank García

PRIMER ACTO
enxegar as coisas sem feitio.
Entonces todos éramos universitarios. Hasta nuestros padres eran universitarios, aunque no tuvieran el título. Los profesores salían a polemizar durante los entreturnos, haciendo
ex catedra en la cafetería de la facultad. La Maestra, que solo nos impartió un semestre y desapareció, tuvo un calibre que muchos quisieran. Logró que en el aula hubiera detractores y seguidores. Eran fundamentadas las diferencias, como si dos escuelas filosóficas se encontraran. Nos vimos debilitados in extremis cuando desapareció en la nada. Vale decir que nunca hizo previo anuncio, lo cual no la eximía de dejarnos literalmente al pairo. Un pairo intelectual y de afectos.
Ya por esa época, quizá desde antes, frecuentaba la “biblioteca de los Pastores por la Paz”. Así se le llamaba —y se le sigue llamando— en la barriada de Pogolotti y las cuadras cercanas al Centro Memorial Martin Luther King Junior. Conocía del sitio por referencia. Una peculiar amiga brasileña sabía muchas cosas del “Centro”. Entre otras cosas, que nos podíamos quedar estudiando los miércoles hasta bien tarde en la noche. Yo miraba a la bibliotecaria con pena, pues solo éramos, en no pocas ocasiones, dos o tres usuarios. Lo veíamos “raro y bonito”. Siempre había un olor a maderas, colores de tintes como sarapes, carteles que no provenían de la “propaganda oficial” y lograban proyectar la idea revolucionaria con más fuerza. Cómo mi amiga brasileña —digamos que se llama Kamila— “descubrió” ese rinconcito a pocos meses de su estancia en Cuba, me resultaba desconocido. Insisto: ella era muy singular. ¿Cómo podía concebir un “ateo científico” con foto adjunta del “padrecito” Stalin en su cuarto, que las ánimas se comunican? El berimbau, junto al reco-reco, una imagen de mestre Pastinha y las prácticas de capoeira daban lo suficiente como para que Kamila supiera del Centro de Documentación Paulo Freire. En cambio yo, que vivía a tres cuadras, lo ignoraba. Quizá el georgiano que se creyó el más ruso de la historia hacía sus trastadas.

La biblioteca “rara y bonita” sabía desmontar mi ateísmo a ultranza. En los comienzos de los dos mil y tantos me crecía una barba compleja que seguiría creciendo. Aquel hombre barbicano de espejuelos para miope consagrado, en primera plana de un periódico, que presidía el salón de estudios, coincidía con el que se exhibía en una fotico familiar. El cristal que la cubría, quebrado, daba mayor sensación hogareña. Si mirábamos bien, estaba presente un crucifijo que no se oponía a mi anticlericalismo. Ya ese mestre Freire —así le decía Kamila— lograba, barba mediante, un adentramiento a mi espiritualidad.
Después Kamila partió a México, Bolivia y hoy anda por Taquaruçu. Yo continué mis visitas al
Centro y de a poco lo fui considerando mi otra casa. Mis manos no habían abierto texto alguno del mestre Freire. El bigotudo continuaba en mi pieza. La Maestra seguía desaparecida. Con posterioridad, deTocantins vendría un desaliñado Pedagogia do Oprimido. Yo recaería en graves crisis epilépticas y mi madre lo habría de leer, mientras me recuperaba de ese y otros cansancios. De a poquitos, la familia comenzó a oír hablar de un tal Paulo Freire.

SEGUNDO ACTO
Mis días de estudiante universitario ―aseguro que los posgrados no devuelven el Alma Mater― y de estudiante en general ya iban concluyendo. Decidí hacer la tesis sobre la Educación popular. Paulo Freire había actuado sobre mí, ya no simplemente a través de la concomitancia entre su barba y la mía. De curioso, mezclaba lecturas suyas con las “recomendadas” de Durkheim o Spencer. Los textos del nordestino eran reposados, como si los escribiera pensando en la necesidad de un descanso intelectual tan peculiar que solo se podía ejercer leyéndolo. Si le agregamos mi abierta simpatía para con los compañeros y compañeras del Movimiento de Trabajadores Rurales Sin Tierra (MST) ―esos que en el Centro, además de con sus libros, afiches y banderas nos alegraban con una “sem terra” de carne y hueso―, entonces mi opción por un tema algo herético en la academia cobró fuerza.
Cierta noche, una compañera de periodismo cursaba un taller. Eran y son tiempos duros. Vender artesanías ―areticos o collares― más que moda estudiantil resultaba almadía. Fui en el horario de la comida y tenía pensado continuar la visita, pues esa noche era miércoles. Recuerden, los miércoles, la bibliotecaria —se llama Ileanita—, esperaba más que paciente por los cuatro gatos que íbamos a rumiar libros de Kaplún y Kapluncito, Moacir Gadotti y Raúl Zibechi.
En lo que yo elegía entre una libélula de cuentas azul celeste o una azul prusia, cierta mujer menudilla pasó rápida y torpe hacia los cuartos del hotelito. Me puse a mirarla y mirarla esperando una disculpa de su parte. Lo menos que pensé era que la menuda, rápida y torpe era la Maestra, desaparecida sin rastro y con rostros que terminaban siendo siempre falsedades. La última había sido definitiva: “Sabes, vive lejos, y decidió vincularse a una empresa de por allá”. Ciertamente yo jamás creí ese cuento, pero eran y siguen siendo tiempos duros. Y, además, tenía dos niños pequeños. Todo niño es capaz de superar la más específica Psicología. La Maestra que nos regaló un semestre de Psicología Social bien pudo sucumbir al empresariado. Sin embargo, ese abrazo que interrumpió el paso y dejó pasmadas a libélulas de todos los colores, poder cargarla ―seguía siendo liviana―, y echar unos carajos daban al traste con la supuesta conversión de “la Maestra” en “la Empresaria”. Allí estaba, en un taller de Educación popular. Supe que nunca dejó la docencia, que ahora trabajaba en el capítulo cubano de la Red en Defensa de la Humanidad. Supe, eso fue instintivamente, que ya no le perdería más la palabra.
Marthica Alejandro comenzó a tutorearme. Aun y siempre intentó contemporizar con el Departamento de Sociología: había que evitar el choque de trenes. De forma algo clandestina ya había dejado documentos suficientes para vérmelas con el día de la defensa. Pero de a todas, precisaba de alguien que conociera “los buenos modales”.
Por esos días, lo que más me atribulaba era el cuerpo metodológico. Siempre le señalaban ―con razón― cierto defecto grave. En el Centro Juan Marinello, en el curso de un peculiar encuentro que duró cerca de diez meses sobre la Revolución cubana, sostenía vínculos con Guanche, Dacal, la entonces non plus ultra Tamara Roselló, “Marinellas”, y esa personita que había reaparecido. Decidí arriesgarme y dejar todo en sus manos. Me dijo que pasara a verla: “Pregunta por Llanisca Lugo, yo creo que los custodios no conocerán a la Maestra, y deja de tratarme de usted”.
Los papeles regresaron manchados de papilla y puré de frijoles, junto a anotaciones rápidas y meridianas. “¿Cuánto tiempo tenemos?” “Poco, pero sigo conspirando en el Centro.” “¿Conspirando?” “Sí, conspirando, los de la facultad no digieren la Educación popular, les da maleza de estómago.” Y era pura verdad que conspiraba. Iba conspirando contra el esquema educacional que se me había impuesto y cuyos atavismos aún afloraban. Lo hacía a través de lecturas heterodoxas y haciendo proselitismo para ese lugar feliz entre mis compañeros de estudio. Parecía ser que con anterioridad algún San Benito le habían colgado, pues cuando incitaba a visitarlo no pocos catedráticos abrían los ojos y casi se santiguaban. Juro que para muchos que nunca creyeron en aquel proyecto de tesis sigue siendo hoy una incógnita dónde me abastecía de la bibliografía necesaria.
Un 24 de junio, aniversario de matrimonio de mis bisabuelos y día de San Juan, fue la discusión de la tesis. En mis manos, casi como amuleto, Pedagogia do Oprimido, probablemente la edición primera que le hiciera Paz e Terra. A mi espalda coloqué un cartel con ilustraciones y frases de Freire que Ileanita ―la bibliotecaria― me prestó. En todas ellas una sonrisa, la necesaria para sorprender a los miembros del tribunal. Concluí sentándome en las piernas de la mulata que mira San Lázaro abajo y cuida de los universitarios. La besé y le di las gracias.
La Maestra no pudo estar ese día en la Universidad. Otro taller la había atado. Era una suerte de estar y no estar, de explicarme, tácitamente, cómo las ánimas saben escurrirse. La Maestra Llanisca, cuando fui a darle la noticia, andaba por el suelo, recogiendo papelitos. Esa jornada ya había terminado, tan larga como cualquier otra. Me miró asustada. “¿Qué tal salió?” “Cinco, Maestra, cinco y con aplausos.” Me parece que ni lo creyó. Sabía cuántas lanzas había roto contra molinos. Sabía de los molinos, pues, en un final, entre molinos anduvo ella. En Brasil son las Festas Juninas. Aquí el San Juan remediano. “La salita del aire” supo, de primera, que Paulo Freire y su “ti-jo-lo” me habían ungido ya, de por vida, ecuménicamente, con la Educación popular. El Centro era mi centro, y para mis amigos y amigas también lo sería. Los encuentros valían más que un título de sociólogo.

TERCER ACTO
Kamila no terminó ninguna carrera. Hoy imparte clases a los campesinos y las campesinas. Tiene un perrito llamado Bob. Continúa practicando capoeira n´gola. Es muzenza de Kaiongo. El ejemplar de Pedagogia do Oprimido que llevé ese 24 de junio perteneció a sus padres, quienes durante la dictadura militar lo emplearon como lectura y para propósitos de estudio en las comunidades eclesiales de base.
El amostachado del Cáucaso aún permanece en mi cuarto. La diferencia es que ahora, retocado con colores sicodélicos, parece un grabado de Andy Warhol. A su lado, un afiche zapatista reza: “No a la guerra”. Lo asusta la tierna carátula de un CD de Maria Rita.
Con Ileanita, la bibliotecaria, reinvertí la mala fama de los miércoles. Quien la visite podrá ver en la pared el cartel con dibujos y aforismos de Paulo Freire que me dio cobija un día de junio del 2009. Constantemente se preocupa por la conservación del periódico del lejano 1997 que anuncia el deceso del educador, ese que estableció la primera conversación entre una barba blanca y mis pelusas. Nadie, para bien sea, ha cambiado el cristal quebrado del portarretrato. Respecto a los días de la semana, recomiendo no hacer trámites los lunes. Es cuando los funcionarios piden papeles de más.
Marthica fue mi primer acercamiento a una educadora popular. Después supe que publicaría un libro explicando de qué se trata toda esa revolución educacional. Tamara Roselló ya es plus ultra. De hecho, es Tamara. Me recuerda en ocasiones a la María del Carmen de Noel Nicola. Tuve el honor de que Dacal fotocopiara el papel alba de mi constancia de licenciado. Gracias a esa justa bufa subversiva, eliminó solemnidades baratas.
La Maestra sigue siendo la Maestra. Vive en Valle Grande, aquí cerquita, en La Lisa, en Cuba, no en Bolivia. Guarda en sí otro lugar al sur: Batabanó. Para muchos es Llanisca Lugo. Para pocos, el enlace “compartimentado” con el grupo teatral infantil La Colmenita. Se empeña en que “solidaria” no continúe guardando similitud fonética con “solitaria”. Hay veces que tiene la cara cansada, y se cansa algo en los viajes impensables que debe hacer desde su papel de mater familia hasta el Centro Memorial Martin Luther King. Es allí donde, por esas cosas extrañas, trabaja desde que me gradué. Forma parte de un coro de ángeles de la guarda que se conoce todas las canciones de Silvio y las canta, y al que un día Silvio le dedicará alguna.
El encuentro se pluraliza cadavez que me reconstruyo visitando el Centro. Han arribado otras compañeras, otros compañeros. En la casa del mestre Paulo Freire, Martin Luther King y demás ánimas, persisto en la insolencia de saludarla: Maestra. Y todos y todas son saludados.

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